62
CON un estampido, el proyectil de medio metro de largo y casi treinta kilogramos de explosivo voló a pocos metros por encima de las cabezas de Alex y Jack, y un segundo después de haber sido disparado fue a parar a casi media milla de distancia, estallando en un efímero torreón de espuma blanca.
—¡Rediós! —blasfemó Jack, llevándose las manos a los oídos y mirando a su espalda, reanimado por la excitación del miedo—. ¡Esos hijos de puta nos quieren desintegrar!
—¡No pueden bajar más! —señaló en cambio Riley, también ensordecido por la explosión mientras señalaba al frente con expresión satisfecha.
Jack comprendió a lo que se refería el capitán cuando vio cómo los artilleros que manejaban el cañón se esforzaban en vano por inclinarlo más hacia abajo sin ningún resultado.
—Pero ¿qué hacen? —se interrogó el gallego, sorprendido de seguir vivo—. ¿Por qué usan los cañones? ¿No ven que estamos demasiado cerca?
—Me parece que ese cabrón de Fromm es de los que mata moscas a cañonazos.
Jack aún no salía de su incredulidad.
—Y ¿por qué no ponen en marcha los motores... —inquirió— y sencillamente nos arrollan? La explosión solo ha afectado a la proa.
—Eso haría que se hundiesen, Jack —le explicó Alex—. Si se pusieran en marcha, aumentaría la presión contra el casco y el agua les entraría a toneladas. No creo que se muevan hasta que hayan taponado todas las vías de agua.
Jack fue a responderle, pero entonces se percató de otra cosa.
—Por cierto, ¿te has dado cuenta —sonrió extrañado, mirando a su amigo— de que ya no estamos tiritando?
—Es verdad —asintió, corroborando un hecho del que no había sido consciente hasta ese momento—. Será por la adrenalina, aunque me temo que no durará mucho.
Y mientras decía esto, observó que un grupo de marineros corría a toda prisa por cubierta y se situaban en la borda de babor, apoyados en la regala. Una vez allí, cada uno alzó el subfusil que llevaba en bandolera, y sin previo aviso comenzaron a disparar hacia ellos, ametrallándoles con una lluvia de balas.
El acto reflejo de los dos náufragos fue zambullirse bajo el agua, pero frustrados, descubrieron que los mismos chalecos salvavidas que los mantenían a flote les impedían sumergirse.
—¡Quítatelo! —exclamó Jack, mientras se desabrochaba los cordajes.
Alex, sin embargo, le sujetó del brazo.
—¡No! ¡Espera!
—¿Que espere? —replicó, desasiéndose—. ¡Somos como patos de feria!
Riley lo mantuvo aferrado con una mano, mientras con la otra señalaba el espacio de agua que los separaba del Deimos.
—Fíjate, Jack.
Así lo hizo, y en seguida comprendió lo que le mostraba su capitán. La superficie del agua hervía con los impactos de bala como si un extraño chaparrón estuviera cayendo sobre ella. Pero lo hacía, como mucho, a casi cincuenta metros de distancia. Ningún proyectil se les acercaba más de eso.
—Son metralletas de corto alcance —aludió Alex, tranquilizador—, y a esta distancia no tienen fuerza ni precisión. Aquí estamos relativamente seguros.
Jack miró primero a su amigo, sin tenerlas todas consigo a pesar de lo que veía, luego al aluvión de balas que se estrellaba contra el agua y por último a la mole del carguero y la multitud que correteaba por su cubierta.
—Ya, pero —preguntó, volviéndose con gesto preocupado— ¿qué pasará cuando decidan echar un bote al agua y aproximarse?
Braceando torpemente a causa de los gruesos chalecos y el frío, que cada segundo que pasaba se apoderaba un poco más de sus cuerpos y sus mentes, Alex y Jack trataban de alejarse del barco todo lo posible al amparo de la creciente oscuridad.
Ya no les preocupaban los cañones con sus obuses explosivos y mucho menos los marineros que les disparaban desde cubierta con sus metralletas, a los que ahora no podían ni siquiera ver. El problema más inmediato, aparte del insoportable frío, era la chalupa que habían botado minutos antes y que podían ver tras de sí buscándolos afanosamente, rastreando el agua con pequeñas linternas.
—Menos mal... cof —farfulló Jack, tragando agua en el proceso mientras nadaba dando brazadas— que el bote es de remos... cof... y no usan los reflectores del barco... cof.
A su lado, nadando del mismo modo —el más silencioso, y de hecho el único factible llevando puesto aquellos chalecos—, Alex echó un vistazo de reojo a su espalda.
—No creo que lo hagan... —apuntó, metiendo y sacando la cabeza del agua al ritmo de las brazadas—. El reflejo se vería a muchas millas... y ahora son muy vulnerables... Y además...
—¿Qué? —inquirió Jack, al ver que dejaba ahí la frase.
—Pues... que tampoco les hace falta... —Hizo una nueva pausa, antes de concluir con ahogada certeza—: Saben que en estas aguas... no duraremos... más de una o dos horas...
—Ya... claro... cof —reflexionó Jack con fatalismo, tosiendo agua salada—. No tienen prisa... los muy cabrones...
Un centenar de brazadas más allá decidieron detenerse a reponer el aliento, y al volver la vista atrás, pudieron ver los chispazos de los sopletes brillar como luciérnagas alrededor de la proa del carguero y reflejar su luz anaranjada en el agua oscura, desvelando por breves instantes la ominosa silueta del Deimos.
Habían optado por nadar haciendo zigzag para despistar a los alemanes, y ahora, mirando la nave a casi un kilómetro de distancia, viéndola recortarse sobre el fondo estrellado y más oscura que la misma noche, a Alex le hizo pensar en un gigante marino infectado por una miríada de laboriosos parásitos. Por otro lado, el bote que habían arriado para buscarles ya no estaba a la vista y aliviado, supuso que por alguna razón habían vuelto a izarlo a bordo del barco corsario.
—¿Oyes eso? —preguntó entonces la voz de Jack, desde algún lugar a su derecha.
Riley sacudió la cabeza para volver a la realidad, y aguzó el oído.
—Lo oigo —confirmó al cabo de un instante—. Es como...
—... máquinas —concluyó en voz baja, sin poder ocultar su frustración—. Acaban de poner las máquinas en marcha.
Por un instante Alex dudó de su sentido del oído, pero entonces vio cómo uno tras otro, grandes focos de luz blanca se encendían sobre lo más alto de la superestructura del Deimos y comenzaban a iluminar las aguas a su alrededor con movimientos exactos y metódicos, trazando círculos cada vez más amplios.
—Nos están buscando —murmuró, expresando algo de lo que su segundo ya se había dado cuenta.
El resplandor de los proyectores llegaba muy diluido hasta ellos, pero era suficiente como para que pudieran verse el uno al otro.
—¿Y ahora? —dijo Jack más como una queja que como una pregunta, y luego suspiró todo lo profundamente que le permitía el apretado salvavidas y el resuello perdido—. Estoy cansado, Alex... —musitó, sintiendo cómo de nuevo el frío mordía su cuerpo atravesando piel, carne y huesos en cada dentellada—. Muy cansado.
Riley miró a su amigo y asintió conforme.
—En realidad, este es un sitio tan bueno como cualquier otro... —afirmó tiritando— para pasar un rato.
Jack sonrió en las sombras y dirigió la vista de nuevo al barco corsario, que en ese preciso momento volvía a ponerse en marcha levantando chorros de espuma en la popa.
Los nerviosos haces de los reflectores seguían barriendo la superficie del mar, ya casi en calma, llegando cada vez más lejos. Círculos luminosos se deslizaban sobre el agua como espectros, acercándose, alejándose y volviendo a acercarse de nuevo. Hasta que al fin, inevitablemente, una cegadora luz pasó rauda sobre ellos.
Por un momento los dos marinos contuvieron la respiración, creyendo que no los habían visto. Pero un instante después el haz de luz blanca regresó sobre sus pasos y se detuvo fija sobre sus cabezas, atrayendo a las demás como buitres a la carroña.
Los potentes proyectores los cegaban, pero extendiendo la mano Riley pudo apreciar cómo el Deimos viraba lentamente y les apuntaba con su desgarrada proa.
—Me parece... que hasta aquí llegó nuestra suerte... amigo mío —dijo Alex, comprobando cómo el navío se dirigía directamente hacia ellos.
—Vienen hacia aquí... ¿no? —preguntó Jack, que entrecerrando los ojos y haciendo visera con la mano, trataba de distinguir algo.
El silencio de Alex fue toda la respuesta que necesitaba.
—Ese Fromm... —añadió Jack— ha resultado ser un cabrón muy vengativo.
Alex asintió, aunque su amigo no pudiera verlo.
—Bueno... —dijo con tono casi jovial, mirando la desgarrada proa que se les acercaba—. La verdad... es que motivos no le faltan...
—Eso es cierto... —rió por lo bajo el gallego, conteniendo la tiritona—. Les hemos jodido bien... ¿eh?... Y encima... —añadió alzando el índice, como para que no se les pasara por alto— hemos salvado al mundo.
Alex cabeceó en silencio, con la vista puesta en las luces que se aproximaban cada vez más veloces.
Karl Fromm había decidido arrollarlos con su nave, empalarlos contra los retorcidos hierros que sobresalían de la proa. El ahora oficial al mando del Deimos no quería simplemente matarlos, como podría haber hecho de cualquier otro modo. Quería ver los ojos aterrorizados de los condenados justo antes de morir.
Quería oír sus gritos de agonía.
Quería que sufrieran.
Quería disfrutarlo.
Mientras tanto, en el agua, Alex Riley se acercaba a su segundo y le pasaba el brazo sobre los hombros.
—Tienes razón —le dijo con algo muy parecido a la satisfacción en su tono de voz, ignorando al carguero de doscientos metros que se les echaba encima a toda máquina—. Después de todo... —hilvanó una sonrisa cómplice— tampoco ha sido un mal día.