24
CUANDO JACK entró en el camarote de pasajeros para buscarlos, Helmut y Elsa ya le esperaban de pie en medio de la habitación, con expresión grave.
—Lo siento, yo... —fue lo único que acertó a decir el gallego, mirándose la punta de los zapatos.
—Sabemos que ha hecho todo lo posible —dijo Helmut, acercándose y ofreciéndole una mano que Jack estrechó sin levantar la vista, mordiéndose los labios con rabia.
—Es vuestra única oportunidad —añadió, aún cabizbajo—. Si no os entregáis, hundirán el barco y moriremos todos. Al menos así, podréis sobrevivir.
—¿Y qué... qué va a ser de vosotros? —preguntó Elsa, temerosa de la respuesta—. De Julie, del capitán, de ti...
En silencio, Jack alzó la mirada, escrutando por un momento a la alemana sin saber qué contestar.
—Hay que irse —murmuró en cambio, señalando la puerta—. Tenemos poco tiempo.
Sin embargo, ignorando sus palabras Elsa le tomó del brazo y, atrayéndolo hacia sí le pasó la mano por el cuello y le abrazó con fuerza. Un abrazo de disculpa y de despedida. Un inesperado gesto, que a Jack le pareció un prólogo apropiado antes de irse al otro barrio.
Cuando la alemana se separó del gallego, sus ojos verdes eran la viva imagen del desamparo.
—Todo va a salir bien —mintió el segundo del Pingarrón, acariciándole la mejilla con el dorso de la mano.
Los tres sabían que aquella frase vacía era lo opuesto a la realidad que les esperaba. Pero también sabían sin ningún tipo de duda lo que iba a suceder en los próximos minutos, dijeran lo que dijeran. Así que asintieron, fingiendo creerla.
—Está bien —dijo Helmut, carraspeando como para infundirse ánimos—. Vámonos. —Y encajándose las gafitas sobre la nariz, salió por la puerta del camarote en dirección a cubierta.
Cuando salieron al exterior, ya no estaban allí Julie ni César, y Jack rezó para que hubieran seguido su consejo y saltado al agua sin ser vistos.
—¡Magnífico! —exclamó el oficial de la Gestapo al verlos aparecer, dando inaudibles palmadas con sus manos enguantadas—. ¡Por fin logro encontrarles! Cuando me encomendaron la misión de llevarlos de vuelta a Alemania, jamás pensé que fueran a darme tanto trabajo. Pero al fin son míos, como no podía ser de otra manera. —Señaló el bote inflable en el que ya estaban subiendo cuatro soldados y añadió—: Ahora solo les ruego que esperen a que lleguen mis hombres para escoltarles hasta el submarino.
—Así que es usted —dijo Helmut entornando los ojos, con un tono de sospecha al fin revelada—. Había oído hablar de un capitán de la Gestapo albino y fanático, al que llamaban «el demonio blanco». Creí que era una invención del partido para asustar a los disidentes.
Al oír aquello, Jürgen Högel sonrió henchido de orgullo.
—Pues ya ve que no. El sobrenombre me lo puse yo mismo... y luego hice correr la voz. ¿Le gusta?
—Dicen que usted es un monstruo —le espetó el científico.
El capitán Högel, lejos de ofenderse, pareció complacido.
—Solo cumplo órdenes —alegó cínicamente—. Pero en cuanto estén a bordo de mi nave, los tres podremos hablar todo lo que quieran sobre mis métodos... y descubrir si están o no justificados.
Jack no pudo evitar mirar a Elsa, que a su vez miraba fijamente al oficial nazi con el gesto descompuesto. Empezó a sospechar que el futuro que podía esperarle a la espigada veterinaria podía no ser mejor que el suyo propio.
Inmediatamente comenzó a lamentar la decisión que había creído era la mejor, y mientras observaba cómo los cuatro soldados ya comenzaban a remar en dirección al barco, en su cabeza se dispararon toda suerte de planes disparatados que impidieran el trágico final, que parecía inevitable para todos.
Pero, inesperadamente, quién tomó la decisión de actuar fue el aparentemente pusilánime doctor Kirchner, que sacó del bolsillo de su pantalón una pistola y sin mediar palabra la apoyó en la nuca de Elsa.
Incapaz de comprender ni el cómo ni el porqué de aquello, Jack dio un titubeante paso atrás, como si así pudiera ganar una mejor perspectiva de aquel incomprensible gesto.
—¿Qué... qué hace? —balbució aturdido.
—Lo único que puedo —contestó Helmut, sujetando con manos temblorosas el Colt de Alex, que al parecer había robado de su camarote—. No puedo permitir que ninguno de los dos caigamos en sus manos —Y señaló con la cabeza el submarino—. La vida de millones de personas podría depender de ello.
—Pero esto es... es una locura. Tiene que haber otro modo.
—No lo hay, Jack —dijo Elsa, sorprendiéndolo aún más si es que eso era posible—. Si nos hacen volver, obligarán a Helmut y a mi padre a construir esa terrible arma que proyectan, y no quiero cargar con eso sobre mi conciencia.
Entonces Jack dio un paso al frente, dispuesto a arrebatarle el arma a Helmut, pero este se revolvió interponiendo a Elsa entre ambos, sin dejar de apuntarle a la cabeza.
—No trate de impedirlo —dijo el físico con el dedo en el gatillo, terriblemente alterado—. Ha de entender que es lo mejor para todos.
—Por favor, Jack —le suplicó Elsa, con el cañón de la pistola clavándose en su sien—. No lo hagas más difícil.
—¡Y una mierda más difícil! —estalló el gallego—. ¡Me cago en Dios y en todos los santos! ¡Ni se os ocurra hacer esa estupidez!
Los ojos de la alemana se humedecieron mientras dirigía su mirada hacia el bote cada vez más cercano.
—No hay más remedio.
—¡Aparte el dedo del gatillo! —gritó amenazando con el dedo a Helmut, que se veía obligado a sostener la pesada pistola con ambas manos.
—¡Vamos, dispare! —vociferó en cambio el nazi, riéndose sádicamente desde su submarino—. ¡No tiene lo que hay que tener!
—¡Cierre el pico, hijoputa! —rugió el gallego, volviéndose hacia él.
El capitán de la Gestapo volvió a reír con ganas.
—No será usted tan gallito cuando hunda su barco a cañonazos.
—Que te den por el culo —replicó Jack.
Y devolviendo su atención a los dos suicidas que tenía delante, insistió vehemente.
—Os equivocáis ¿No os dais cuenta? ¡Tiene que haber otro modo!
Elsa bajó los párpados y negó con la cabeza.
—Pero yo... te quiero... —esgrimió Jack como último argumento—. Te quiero, Elsa. Por favor... no lo hagas.
La alemana posó en el gallego unos ojos verdes desnudos de esperanza. En sus pómulos se trazaron dos pinceladas húmedas.
—Lo siento —musitó ella, acariciando el rostro del hombre—. Lo siento mucho.
Jack tomó aquella blanca y delicada mano entre las suyas, apretándola con desesperación, pero al alzar la vista pudo ver una inquebrantable decisión en las pupilas de la alemana y supo que ya nada podía hacer.
—Hazlo, Helmut —dijo entonces, volviéndose hacia el amigo de su padre y agarrando ella misma el cañón del arma, presionándolo con fuerza contra su frente.
—¡No! —gritó Jack.
Pero antes de que pudiera evitarlo, Helmut apretó el gatillo.