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DE nuevo se distribuyeron en turnos, para que todos pudieran estar bien descansados cuando llegara la hora de la verdad, y como ya no había vela de la que preocuparse, ni tormenta que los desviase del rumbo o inundara la bodega de carga, la noche y el día siguiente transcurrieron en relativa calma, mientras con la brújula clavada en el dos ocho cero, la nave se abría paso entre los estertores de la borrasca que iban dejando atrás. Sin embargo, aún les quedaba un arduo trabajo por delante en las horas que restaban hasta su cita con el Deimos.
Por fortuna el encuentro iba a realizarse de noche con lo que, aliados con la oscuridad y mientras mantuvieran las distancias, sería más fácil disimular el penoso estado de la nave, algo que podría llegar a despertar la curiosidad y provocar preguntas incómodas. De todos modos, optaron por recortar con un soplete la malhadada chimenea, hasta que dejó de parecer —al menos, de lejos— que la habían atacado a dentelladas. También pintaron de negro la desastrada chabola que ahora hacía las veces de timonera, y ante el riesgo de que el nombre de Pingarrón hubiera entrado en la lista negra de la Kriegsmarine cubrieron también de pintura el nombre en ambas amuras, del mismo modo que en la popa taparon las dos letras de en medio, rebautizando a la nave con el poco heroico nombre de «PING RON». En resumen, una operación de maquillaje en toda regla destinada a engañar al capitán del buque alemán, con la esperanza de llevar a cabo el plan ideado por Helmut sin levantar demasiadas sospechas.
La tarde ya tocaba a su fin cuando Riley se encaminó hacia a su camarote.
Al entrar en el pasillo que conducía hasta él, la puerta de la habitación que correspondía a Helmut y Elsa se abrió y apareció la alemana. Aparentemente recién salida de la ducha, con una minúscula toalla que sujetaba a la altura de los senos y con la que apenas alcanzaba a cubrirse, goteando agua que iba a formar un pequeño charco alrededor de sus pies descalzos.
—Hola, capitán —le saludó cuando llegó a su altura, recostándose en el quicio de la puerta con toda naturalidad.
Él se detuvo y miró furtivamente a lado y lado, con todas las alarmas sonando en su cabeza como si se hubiera declarado un incendio a bordo.
—No te preocupes —dijo la joven con un asomo de sonrisa ladina, leyéndole el pensamiento—. Esta vez nadie va a aparecer para interrumpirnos.
Alex se cruzó de brazos y respiró hondo, aun sabiendo que era una pésima idea quedarse ahí plantado.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó sin necesidad de señalar a lo que se refería.
Elsa se encogió de hombros.
—¿No es obvio?
Riley resopló mientras sacudía la cabeza.
—Pensé que eso ya había quedado aclarado.
—No por mi parte.
—Joder... Elsa —Alex se frotó los párpados con inmenso cansancio—. De verdad, no tengo tiempo para esto.
—Entiendo... Tú solo tienes tiempo cuando a ti te apetece.
—No digas eso.
—¿Por qué? Es la verdad —alzó la voz a modo de desafío—. Solo que no quieres que ella se entere.
—Olvídate de Carmen. Esto es algo solo entre tú y yo.
—De modo que admites que sí hay algo entre tú y yo.
Alex miró al techo y bufó.
—De acuerdo, es cierto. Tuvimos una aventura —claudicó— ¿Eso es lo que quieres oírme decir? No debió haber sucedido, pero sucedió. Y no sabes cómo lo lamento.
—Mientes —afirmó ella con absoluta seguridad—. Tú me deseas. Puedo verlo en tus ojos.
—En mis ojos... —respiró hondo y dedicó una larga mirada a la punta de sus botas antes de volver a hablar—. Mira, Elsa, esto ya ha ido demasiado lejos. No sé qué diantres has visto en mí, pero te aseguro que te equivocas. Eres una mujer fabulosa y cualquier hombre en su sano juicio se cortaría un brazo por tenerte, pero...
—¿Pero?
—No pierdas el tiempo conmigo, te lo digo por tu bien.
—Mi bien es cosa mía. Y yo sigo creyendo que nosotros...
Riley la interrumpió bruscamente.
—No hay ningún nosotros, maldita sea —estalló, alzando la voz—. Me trae sin cuidado lo que creas o dejes de creer, pero ni hay ni va a haber nada entre tú y yo. Lo que pasó, pasó, y eso no puedo cambiarlo, pero te aseguro que no se va a repetir. Nunca más. ¿Está claro? Nunca. —Y señalándole la sien con el índice, concluyó—. Grábatelo de una vez en esa dura cabezota alemana.
Alex se preparaba para afrontar una nueva réplica de la joven. De modo que no supo cómo reaccionar cuando ella se llevó las manos a la cara y comenzó a sollozar quedamente.
—Por todos los santos... —musitó poniendo los ojos en blanco.
Un reguero de lágrimas se escapaba entre los dedos de Elsa, como una inocente niña que acabara de perder a su gatito.
Riley se odiaba a sí mismo por haber tenido que hablarle de ese modo, pero sentía que debía poner fin a aquella situación, y por desgracia carecía del tacto necesario para hacerlo con mejores palabras.
Con todo, no soportaba hacer daño a nadie innecesariamente y menos aún a una mujer. Se corrigió mentalmente: a una muchacha. Una muchacha que en ese momento parecía desolada, vulnerable e indefensa.
Una insistente voz en su cabeza —inquietantemente parecida a la de su madre— le ordenaba que consolase a la joven y le pidiese perdón por lo que acababa de decirle y la forma en que lo había hecho. Y estaba a punto de ceder a aquel impulso, cuando Elsa levantó la mirada, le dejó ver sus ojos enrojecidos y los regueros de rímel que le surcaban las mejillas.
—Es por ella, ¿no? ¿A ella sí la quieres?
Por un instante pensó contestarle que aquello no era asunto suyo. Pero en realidad, sí que lo era.
—Así es —afirmó encogiéndose de hombros. «Qué se le va a hacer» decía su gesto.
La muchacha respiró profundamente, exhaló el aire de los pulmones en un intento por tranquilizarse y se pasó el dorso de la mano por la nariz y los ojos.
—Me estoy comportando como una loca ¿verdad? —preguntó en voz baja descubriendo los restos de pintura de ojos en su mano, como si aquella fuera la prueba definitiva.
—Estás para que te encierren y luego tiren la llave —certificó él sin dudarlo.
Elsa se volvió hacia Alex con gesto indignado y se encontró con una sonrisa anclada en el rostro del capitán.
—Eres idiota.
—Estoy progresando —se felicitó, estirando la sonrisa—. Hace unos días era imbécil.
Aún con el rostro compungido, Elsa no pudo evitar sonreír a su vez.
—Entonces... —dijo al cabo de un momento, sujetándose la toalla y frunciendo los labios, sintiéndose repentinamente incómoda— ¿Qué va a pasar a partir de ahora?
Alex se encogió de hombros.
—No tengo respuesta para eso, señorita Weller —contestó, llamándola por su apellido intencionadamente—. Pero de momento voy a entrar ahí —añadió, señalando la puerta cerrada de su camarote—, a darme una larga y merecida ducha.
Cumpliendo lo dicho Alex entró en su camarote, para descubrir que en su ausencia había sido reconvertido en una suerte de salón de pintura. Sentada en la silla de su escritorio, Carmen daba pinceladas sobre una gran tela roja sobre la que trazaba un preciso dibujo geométrico en blanco y negro.
—¿Cómo va eso? —preguntó el capitán, acercándose a ella por la espalda.
Carmen levantó la mirada, y en respuesta extendió la tela en el suelo, del tamaño de una sábana, que mostraba una imitación bastante aceptable de la bandera de la Marina de Guerra Alemana.
—¿Qué te parece? —preguntó, orgullosa.
—Te está quedando muy bien. ¿Qué es? ¿Un bodegón?
La tangerina sonrió a medias.
—Ya casi he terminado. Enseguida despejo todo esto.
—Tranquila —alegó él, mientras se abría el mono de trabajo—. Voy a ducharme, y mientras tú acaba con la bandera, que nos va a hacer falta de aquí a nada. —Se encaminó al baño, y como recordando algo en el último momento, se volvió con gesto inquisitivo—. Por cierto... ¿de dónde habéis sacado la tela roja?
Sin darle la menor importancia, Carmen sacó de una bolsa un gran retazo rectangular de trapo amarillo, con un águila imperial en el centro bajo el lema «Una, Grande y Libre».
Cuando Riley regresó de la revitalizadora ducha, encontró que Carmen había cumplido su palabra y el camarote estaba como debía estar, e incluso había vuelto a colocar el vaso y la botella vacía de Jack Daniel’s sobre el escritorio.
La única y notable diferencia era que la misma Carmen permanecía sentada en la silla, con las piernas cruzadas en dirección a la puerta del baño y las manos en el regazo, como si hubiera estado aguardando pacientemente a que por ella apareciera Alex.
Este, con la toalla alrededor de la cintura, se sorprendió al verla allí, sin hacer nada aparte de esperarle.
—Pensé que te habrías ido —dijo, arrepintiéndose al momento de la posible mala interpretación de su comentario—. Es decir... no es que no me alegre de que...
—Cállate, Alex.
Se levantó con un gesto fluido, casi felino, se irguió frente a Riley y posó en él sus pupilas. Tan segura y dueña de sí misma y de la situación como si en lugar de hallarse en el maltrecho camarote de un carguero vistiendo ropa prestada, se encontrara en un elegante salón de baile, rodeada de admiradores y luciendo uno de sus deslumbrantes saris de seda y gasa que valían lo que la fortuna de un hombre —y que en no pocas ocasiones era justo lo que habían costado.
Mudo y de pie en el centro del camarote, Riley observó cómo ella se acercaba al ajado tocadiscos, seleccionaba uno de los vinilos y, tras extraerlo de su funda, lo ponía bajo el brazo de la aguja y liberaba el pestillo, haciendo que el plato comenzara a girar sobre su eje a cuarenta y cinco revoluciones por minuto.
Carmen dirigió de nuevo su atención hacia él, y la sincopada estática del disco pareció marcar el ritmo de aquellos pies morenos con rastros de henna, que fueron a detenerse frente a los suyos en el preciso instante en que el saxo de Ben Webster hacía vibrar el aire de la habitación con las primeras notas de I wished on the moon, y la voz de Billie Holiday le seguía como el perro fiel a su amo, acariciando su oído como lo hacían en ese mismo momento los dedos de Carmen con su nuca.
Luego, de una forma lenta y casi inapreciable, los pies de ella comenzaron a moverse al compás de la pieza de jazz, invitándole a él a hacer lo mismo con una sonrisa. Al instante siguiente ambos se mecían quedamente y Alex la abrazaba por la cintura, atrayéndola hacia sí hasta que ella apoyó la cabeza en su pecho.
La suave melodía ahogaba el rumor de los motores, y cerrando los ojos, ambos podían pensar que se encontraban de vuelta en algún club de Tánger, disfrutando de una noche como hacían tantas otras parejas, como nunca lo habían hecho antes, como quizá jamás podrían hacerlo.
—¿Sabes que también es la primera vez que bailamos? —susurró Carmen, leyéndole una vez más el pensamiento.
—Soy un bailarín pésimo —contestó a su oído, soslayando el significado de la pregunta.
En el gramófono, Lady Day fundió su voz con la del saxo y pareció apretar un nudo invisible alrededor de sus caderas.
Ella paseó la mano por el pecho, los hombros y el cuello de Alex, demorándose en los cortes aún frescos del torso, la vieja herida de bala del hombro, los moratones de su cara y por último en la cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda que un día los unió.
—Me pregunto qué hubiera pasado si tú y yo... —murmuró.
—No lo hagas, por favor.
—No sabes lo que iba a decir.
—Eso no importa. Cualquier «hubiera» solo servirá para lastimarnos, para hacer más dolorosa esta... esta...
—Esta despedida.
Alex no contestó, asintiendo con su silencio.
No hacía falta que le preguntara si iba a volver, porque ambos sabían la respuesta.
Entonces ella dio un paso atrás y lo miró fijamente, con las pupilas titilando.
—¿Me amas?
El capitán del Pingarrón se quedó sin palabras.
Jamás habría esperado escuchar aquella pregunta en boca de Carmen, como nadie espera que Jesucristo llame en persona a su puerta para preguntarle si cree en él.
—Más que a mi vida —consiguió decir con un nudo en la garganta.
Las miradas de ambos se entrelazaron en el aire surcado por las últimas notas de la canción, y Riley descubrió cómo una lágrima resbalaba por la mejilla de ella dibujando un difuminado trazo de sombra de ojos hasta la comisura de sus labios, que se estiraron en una sonrisa de alivio.
Carmen volvió a abrazarlo y ambos se estrecharon contra el cuerpo del otro como si así pudieran detener el tiempo. Sin necesidad de decirse nada más, porque ya no había nada más que decir. Sin plantearse otra existencia que el ahí y el ahora.
Aunque hubieran descubierto el amor cuando solo les quedaban unas horas hasta la inapelable medianoche.
Aunque ese baile que ya terminaba, pudiera ser el primero y último de sus vidas.