31

TODO lo que tenían de peculiares y poco agraciados aquellos tres marroquíes, lo tenían de versados y metódicos en el arte de provocar dolor.

Llevaban ya más de media hora consagrándose a la tarea de torturar a Alex a conciencia. Le habían amordazado antes de iniciar el proceso, golpeándole seguidamente en cada centímetro cuadrado de su cuerpo con un listón de madera, a patadas o usando un puño americano cuando pretendían ser más precisos. Primero le habían clavado agujas bajo las uñas; luego, usando una navaja de barbero le habían sembrado el cuerpo de finos cortes en los que habían frotado sal y vinagre a conciencia, y con la misma navaja, le habían arrancado de cuajo la uña del dedo medio de la mano derecha; también le habían dislocado el anular y el meñique de la mano izquierda, que ahora se veían retorcidos en un ángulo extraño, como ramas rotas. Pero donde de verdad se habían cebado con gusto había sido en la cara, que tras la tormenta de golpes parecía la de un boxeador aficionado tras doce asaltos frente a Joe Louis.

Increíblemente aún no había perdido ningún diente, pero los labios semejaban dos salchichas moradas y sangrantes, y tenía el rostro tan hinchado por los golpes recibidos, sobre todo en el lado derecho, que apenas lograba ver algo a través de la mínima hendidura que le quedaba entre los párpados inflamados.

A esas alturas incluso le habían quitado la mordaza de la boca, pues apenas tenía ya fuerzas para hablar, y aun menos para gritar. Hacía mucho rato que Alex había cruzado la barrera del dolor insoportable, y cada nuevo golpe que recibía era ya como una gota de agua en un barril que rebosaba por todas partes. Hay un límite en el tormento que se puede infligir a un hombre antes de que pierda el conocimiento o se desangre, y los tres marroquíes —que afirmaban haber luchado en las filas franquistas durante la guerra civil, donde decían haberse hecho expertos en diversos métodos de tortura— sabían dónde estaba ese límite y comprendieron que con Alex habían llegado a él; así que decidieron detenerse y esperar a que regresara Smith para que concluyera el interrogatorio. Más tarde, si aquel daba su conformidad, ya tendrían tiempo para saldar cuentas por la más que probable muerte de su primo Abdulá —que resultó, para más inri, ser familia de todos ellos—, cumpliendo su última amenaza de cortarle los testículos con la navaja, muy despacio, para luego hacérselos tragar debidamente condimentados.

Cuando lo dejaron de nuevo solo en la habitación, Alex Riley ya no tenía fuerzas ni para respirar. Parecía que le habían roto varias costillas, y con cada inspiración sentía como si se le clavaran en el pecho como afilados cuchillos. Las heridas untadas con sal y vinagre —ese había sido un detalle de pésimo gusto— le ardían como hierro candente, y hubiera regalado gustosamente el Pingarrón, a cambio de una dosis de morfina que le aliviase aquel intolerable dolor. Un dolor que no había sido más que el preludio de lo que aquellos tres sádicos pensaban hacerle si Smith lo dejaba en sus manos. Cosa que intuía era naipe fijo en aquella partida, dijera lo que dijera.

Porque esa era otra. Aquellos cabrones no le habían formulado ni una sola pregunta, y mucho se temía que el escocés, ya fuera porque se convenciera de que Alex no sabía una palabra de esa maldita Operación Apokalypse o porque creyera que seguía ocultándole la verdad, decidiría deshacerse de él de forma definitiva y, más que probablemente, a continuación haría lo propio con los tripulantes del Pingarrón. Si es que no lo había hecho ya.

Ese funesto presagio le llenó de desesperación, y echando la cabeza hacia atrás se quedó mirando la sucia bombilla del techo y rogó a Dios —del que solo se acordaba cuando venían muy mal dadas—, que por favor le ayudara a que sus amigos no corrieran su misma suerte.

Y justo entonces, lo que a Alex le pareció una voz de un ángel atendiendo a sus plegarias opinó a cosa de un metro por encima de su cabeza:

—Paisa, tú no tener buena cara.

Tardó lo suyo el capitán del Pingarrón en comprender que no se trataba de un emisario divino enviado para mofarse, sino de una voz humana, real. En concreto, la de un niño marroquí que, asomado al pequeño ventanuco con las manos en los barrotes, observaba con ojos de asombro a aquel ecce homo amarrado a una silla.

—Eh, muchacho... —le llamó Alex en susurros, en cuanto fue capaz de enfocar la vista—. ¿Me oyes?

—Yo oír a tú, pero poco.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, esforzándose por que el dolor no le deformase la voz.

—Abdul.

—Hola, Abdul. ¿Podrías decirme... dónde estamos?

El zagal le dedicó una mirada de extrañeza, antes de contestar:

—En Tánger, paisa.

—Entiendo... Yo me llamo Alex... Alex Riley, y soy capitán de un barco... ¿Te gustan los barcos?

—Abdul no gustar barcos —contestó, categórico—. Abdul no saber nadar.

—Claro, claro... —repuso, escupiendo la sangre que le llenaba la boca—. Abdul... ¿Quieres ganar dinero? ¿Mucho dinero?

Al jovencito se le pusieron los ojos como platos, pero hábilmente preguntó antes:

—¿Cuánto?

—Te pagaré cien pesetas... si me haces un pequeño favor.

—Pero ¿dónde tener tú dinero? —observó el zagal, viéndolo en calzoncillos—. Tú desnudo.

—Aquí no tengo, pero te lo daré después. Te lo juro.

—Yo no creer.

—Mil pesetas.

—Tú no tener ni ropa, paisa —observó, perspicaz—. ¿Tener mil pesetas?

—En mi barco. Te doy mi palabra de que te pagaré, Abdul... Pero tienes que ayudarme primero.

El muchacho miró a un lado y a otro, como asegurándose de que no había cristianos en la costa, y advirtió con gravedad:

—Si tú no pagar, el diablo llevar tu alma.

—Que el diablo se lleve mi alma... si no te pago —ratificó Alex, que en su cabeza estaba trazando un desquiciante plan a toda prisa—. Pero ahora necesito que hagas algo por mí... ¿Conoces bien la ciudad?

—Conosco.

—Estupendo. Pues escúchame con atención, Abdul, porque quiero que hagas exactamente lo que te voy a decir...

A continuación, Alex le dio al muchacho unas instrucciones muy precisas, que le hizo repetir dos veces para asegurarse de que las había entendido correctamente.

—¿Lo tienes claro? —le preguntó al cabo.

—Abdul no tonto —replicó con orgullo—. Ni sordo.

—Vale, vale... Pero ahora necesito que corras... todo lo deprisa que puedas. Si no regresas antes de que los hombres malos vuelvan —le advirtió— te quedarás sin el dinero.

—Abdul correr mucho y volver pronto.

Dicho esto, el joven se fue sin más, abofeteando el suelo con sus sandalias.

Alex se quedó mirando el vacío ventanuco, cavilando sobre el hecho de que su vida y la de sus amigos estuvieran en manos de un mozalbete al que ni siquiera había visto bien la cara.

Resulta difícil medir el tiempo cuando se está maniatado, sufriendo un dolor atroz y esperando una muerte horrible que puede sobrevenir en cualquier momento. En esas circunstancias cada minuto se hace eterno, así que el capitán del Pingarrón no habría sabido decir si había transcurrido media hora o media noche, cuando de nuevo se abrió la puerta de la habitación y apareció en ella el agente Smith, con su gabardina y sombrero de espía.

—Dios mío —murmuró, quedándose en la puerta—. ¿Qué... qué le han hecho esos salvajes?

Alex levantó la cabeza y le miró con su ojo sano.

—Imagino... —contestó, mientras un hilillo de sangre caía de su boca— que lo que usted les dijo que hicieran.

—No, por todos los santos —dijo, agachándose y limpiándole la sangre de la cara con su propio pañuelo—. Yo solo les pedí que le ablandaran un poco. Esto es... es... del todo intolerable.

—Eso mismo les decía yo... —tosió dolorido—. Pero ni caso.

—No sabe cuánto lo siento —se excusó de nuevo, apoyándole la mano en el hombro—. Le aseguro que yo no quería que esto sucediera, y permítame que le ofrezca mis más sinceras disculpas.

—Pues me va a perdonar usted... que no se las acepte.

—Claro, claro... —asintió, comprensivo—. Pero, dígame —añadió, cambiando sutilmente de registro—. Regresando de nuevo al tema que nos atañe, y después de todo lo que ha pasado... ¿Hay algo que desee compartir conmigo?

Alex era consciente de que no saldría vivo de un segundo baile con los parientes de Abdulá. Tenía que ganar tiempo.

—La Operación Apokalypse... —inspiró profundamente antes de proseguir— Creemos que se trata de un plan nazi para atacar la ciudad de Portsmouth con un... con una nueva arma. Una especie de superbomba... capaz de arrasar una ciudad por completo.

El capitán del Pingarrón dijo todo esto mirando fijamente a los ojos al agente del MI6, pero este no alteró el gesto ni un ápice. No parecía en absoluto alarmado. Ni tan siquiera sorprendido.

—Ya... —fue su único comentario, cuando vio que Riley ya no iba a añadir nada más— ¿Eso es todo?

Alex era conocedor de la proverbial flema británica. Pero eso ya rozaba el ridículo.

—¿Ha entendido lo que le he dicho? —insistió—. Los alemanes planean atacar y destruir Portsmouth. Matar a cientos de miles de compatriotas suyos.

—Le he entendido perfectamente, capitán Riley —replicó el escocés—. Pero sigo esperando a que me cuente algo que no sepamos.

Los esquemas mentales de Alex se derrumbaron como un castillo de naipes.

—¿Lo... lo saben?

—Por supuesto que lo sabemos —sonrió con suficiencia—. El nuestro es el mejor servicio secreto del mundo. Lo sabemos todo sobre la Operación Apokalypse.

Definitivamente, aquello cada vez tenía menos sentido. Más bien ninguno, para ser precisos.

—Pero... entonces... —sacudió la cabeza, esforzándose por aclararse las ideas— ¿Qué demonios hago yo aquí? —dirigió la vista a sus ligaduras, y de nuevo al agente— ¿Por qué me han secuestrado y torturado... si ya saben todo eso?

—¿Aún no lo comprende? —Smith se puso en pie, esbozando un mohín decepcionado— No se trata de lo que nosotros sepamos. Se trata de lo que usted sabe. Eso es lo que quiero averiguar.

—¿Lo que yo sé? Pero... ¿por qué? ¿Qué importancia tiene eso?

Smith chasqueó la lengua.

—Puede que ninguna, o puede que mucha —aclaró crípticamente—. Pero en cualquier caso, necesito que me cuente más cosas.

—Se lo he dicho absolutamente todo.

Escupió la sangre que se le había acumulado en la boca al hablar.

—Entiendo... —asintió Smith, limpiándose las manos con el pañuelo, y tirándolo al suelo—. Creo que usted no termina de ser consciente de la situación, capitán Riley.

—Oh, sí —replicó con un gesto de dolor en su rostro deformado—. Créame cuando le digo que soy muy consciente de la situación.

El escocés se llevó las manos a la espalda y comenzó a pasear por la habitación.

—Lo que usted no entiende —prosiguió, como si Alex no hubiera abierto la boca— es que se trata de un asunto de máxima importancia para mi gobierno, y usaremos cualquier medio a nuestro alcance para evitar que salga a la luz.

—Y eso incluye la tortura.

—Cualquier medio —repitió Smith—. Aunque algunas personas inocentes tengan que sufrir las consecuencias.

—Ya le he dicho que mi tripulación no sabe más que yo mismo de esa maldita operación suya. Y lo que yo sé, ya se lo he contado ¿Qué puedo hacer para que me crea?

—Nada, en realidad.

—Entonces, ¿qué quiere de mí?

—Asegurarme.

—¿De qué?

—De que cualquier posible filtración quedará sellada —expuso con frialdad, como si estuviera hablando de una cañería rota—. Puede que sepa algo de lo que ni siquiera es consciente, y no podemos arriesgarnos. Ni con usted... ni con nadie más.

—Pues se va a llevar una sorpresa si cree que capturar a mi gente va a ser tan fácil como les ha sido conmigo. Son una tripulación de curtidos marineros, bien armados y entrenados, y no dude que estarán alerta. Le aseguro que si usted o alguno de sus sicarios intenta abordar el Pingarrón, le volarán la cabeza de un disparo.

Smith se detuvo en su paseo circular para mirarlo de hito en hito.

—Por favor, capitán, déjese de bromas —le reprendió, como a un alumno desobediente—. Además, no me estaba refiriendo solo a los tripulantes de su barco.

Alex se quedó mirando a Smith, tratando de adivinar su pensamiento.

—Creo que usted —prosiguió el escocés, reanudando su camino— tiene una amiga íntima aquí, en Tánger. ¿Me equivoco?

—¿Está usted hablando de...? —Riley no fue capaz de terminar la frase.

—Carmen Debagh, creo que es su nombre, ¿no? —dijo Smith, como si se acabara de acordar—. Una mujer muy hermosa, según dicen... y muy conocedora de todo lo que sucede en esta ciudad. Y claro, siendo su amante, usted no tendrá secretos para ella, ¿no es así?

Alex no lograba salir de su estupor, logrando apenas balbucear una objeción.

—Pero ella... Yo... No puede hablar en serio.

—Mucho me temo que sí —asintió contrito como si lo lamentara de verdad, cosa que a esas alturas Alex sabía que era solo una falsa pose—. Ya le he dicho que no podemos arriesgarnos. Con nadie.

—¡Joder! —explotó, debatiéndose en la silla—. ¡Ni siquiera he hablado con Carmen desde hace una semana! ¡Ella no sabe nada, maldito cabrón!

Smith lo miró con la indiferencia del verdugo, y sonrió.

—Puede que no, o puede que sí... —dijo encogiéndose de hombros—. Sea como sea, serán mis «ayudantes» —añadió, inclinando la cabeza hacia la puerta— quienes se encarguen de averiguarlo.

La mera idea de imaginar a Carmen en manos de aquellos monstruos le provocó unas arcadas que le ascendieron por la garganta y le inundaron la boca con el amargo sabor de la bilis.

—Te juro —masculló entre dientes— que si le pones un solo dedo encima a Carmen, te mataré yo mismo.

El agente del MI6 se cruzó de brazos y alzó su pelirroja ceja con británica condescendencia.

—Creo, capitán Riley, que no está usted en situación de proferir amenazas.

Pero justo en ese instante, como el redoble del tambor antes del salto del trapecista, se pudo oír cómo un tamboreo de pasos apresurados iba a detenerse a pocos metros del ventanuco.

—Quién sabe —dijo entonces Alex, esbozando una media sonrisa—. En realidad... puede que sí que lo esté.

No terminó de pronunciar esa premonición, que comenzaron a oírse fuertes golpes contra la puerta de la casa y gritos exhortando a que la abrieran en nombre del Tercio.

El agente Smith se quedó paralizado, escuchando con atención sin comprender lo que sucedía.

No fue hasta que oyó el sonido de las llaves abriendo la cerradura, que se volvió hacia la puerta y salió por ella dando un portazo, al tiempo que exclamaba:

—¡Deteneos, no abráis la puerta!

Pero ya era demasiado tarde.

En cuanto uno de los esbirros, intimidado por el requerimiento, franqueó el paso a los soldados, una estampida de más de una docena de legionarios tomó la casa por asalto. Lo siguiente que Alex pudo oír fue un crescendo de improperios en árabe, español e inglés que, en pocos segundos, se convirtieron en un estrépito de golpes, muebles y huesos rotos, y no pocos lamentos en la lengua de Mahoma.

Tras unos segundos de caos, con sorprendente rapidez se pasó del escandaloso fragor de la pelea al silencio casi absoluto. Un silencio solo salpicado por alguna que otra pregunta sin respuesta entre los recién llegados, que terminó cuando de golpe se abrió la puerta de la habitación.

Frente a Alex, enmarcado en el umbral, un legionario con brazos arremangados en jarras, grandes patillas y galones de sargento, exhibía una feroz sonrisa de marrajo a la que le faltaban tres incisivos.

—Me cago en la puta de oros... —murmuró dándole un beso al medallón de la Virgen que llevaba al cuello, al ver a Riley atado a la silla y completamente indefenso—. He tenido que ser muy bueno en otra vida para que Dios me quiera tanto.