Agente

OFICINAS del MI6

Londres

El agente examinaba el contenido de la carpeta, con la advertencia TOP SECRET sellada en rojo en la portada. En total se trataba de solo tres páginas escritas a máquina a doble espacio indicando, como era habitual, solo aquello que le era imprescindible saber para llevar a cabo su misión.

Como era lógico, ese documento no podía salir bajo ningún concepto de aquella habitación, así que el agente se esforzaba por memorizar los nombres, lugares y fechas relativos a aquella nueva misión, que por todo lo demás resultaba meridianamente clara. Venía a ser lo que en el argot de la agencia llamaban una «limpieza a fondo». Es decir, la eliminación inmediata de todas las personas o documentos que estuvieran detallados en la lista, así como de cualquiera que hubiera tenido contacto con la información que se trataba de proteger. Podía equipararse con taponar una fuga en una tubería y luego desinfectarlo todo concienzudamente para que no quedara rastro alguno. Por eso le habían llamado a él, porque era condenadamente bueno haciendo limpiezas.

Tras quince minutos de minuciosa lectura, el agente levantó la mirada de la mesa.

Frente a él, el teniente coronel Stewart Menzies seguía sentado en su silla, con los codos apoyados sobre la mesa, manos entrelazadas y expresión ceñuda en su severo rostro. Era el director de la agencia prácticamente desde el comienzo de la guerra, y su prestigio a ojos del gobierno y la ciudadanía aún no se había repuesto del maldito «Incidente Venlo», en el que la Abwehr les había pasado la mano por la cara convirtiéndolos en el hazmerreír de los servicios secretos del mundo.

Pero eso iba a cambiar muy pronto.

—¿Está todo claro? —preguntó Stewart Menzies, cuyo nombre en clave dentro del MI6 era simplemente «C», herencia de su antecesor en el cargo.

El agente lo miró con sus fríos ojos azules.

—¿La fuente es fiable?

«C» ladeó una sonrisa amarga.

—Las fuentes nunca son fiables —repuso—. Pero hay órdenes de lo más alto de que igualmente lo hagamos. Los posibles beneficios superan en mucho a los riesgos.

El agente asintió, no porque ello le constara, sino porque no era asunto suyo. Él solo tenía que «limpiar».

—¿Cuándo? —preguntó a continuación.

—Volará esta misma tarde haciendo escala en Lisboa —dijo «C», poniendo sobre la mesa un billete de avión, un pasaporte y un salvoconducto—. En su destino, le estarán esperando unos agentes locales de los que puede esperar una total colaboración. Procure ser rápido y contundente, pero también todo lo discreto que le sea posible. Nada de explosiones ni acciones que puedan levantar las sospechas de las autoridades locales o, aún peor, de nuestros enemigos. ¿Me comprende?

—Rápido y discreto —repitió el agente, como una estrofa que ya hubiera escuchado demasiadas veces—. ¿Algo más?

—Antes de proceder, debería interrogar al primer sujeto de la lista y averiguar lo que sabe, y si ha compartido la información con alguien más... para que no queden cabos sueltos.

—Así lo haré —asintió de nuevo.

—Ah, y una última cosa —advirtió «C», alzando el índice—. Aunque el informe subraya que es prioritario destruir cualquier documento, cabe la posibilidad de que recupere cierto... artefacto, que también podría resultar muy valioso para la agencia. Se trata de un objetivo secundario pero muy importante, así que haga lo que sea necesario para hacerse con él.

El agente sonrió a medias e inclinó la cabeza.

—Haré todo lo que esté en mi mano, señor.

Tras oír aquello, el teniente coronel se puso en pie con gesto satisfecho, y el hombre al otro lado de la mesa le imitó de inmediato.

—Buena suerte —le dijo, ofreciéndole la mano—. Y no olvide que hay mucho en juego. Gran Bretaña confía en que cumpla con su misión.

El otro se la estrechó formalmente, cuadrándose acto seguido.

—Gracias, señor —contestó—. No le defraudaré ni a usted ni a la patria.

Girando sobre sus talones, dio media vuelta y salió en dos zancadas por la puerta.

Stewart Menzies se quedó de pie, contemplando con la mirada vacía la puerta que se cerraba frente a él, mientras sus pensamientos volaban en dirección a una pequeña ciudad al norte de África. Una pequeña ciudad sin importancia en la que, por un capricho del destino, se podía llegar a dirimir el futuro del Imperio Británico.