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Sibaritismo
Solías demostrar cierta inclinación al sibaritismo, Eliacim, cierta afición que a mí en ningún caso podía parecerme mal. La educación de los hijos, Eliacim, debe tender, según pienso, a inculcarles las normas de lo que, si no averiguan a tiempo, aprenden después desordenadamente y sin provecho para nadie, incluso con grave perjuicio para ellos mismos.
Vivir según los exigentes dictados de la no conformidad, Eliacim, es altamente educativo, excepcionalmente formativo. A los hombres que llegan a los más altos destinos, hijo mío, suelen notárseles estos saludables principios, estas rígidas e implacables normas de inadaptación y de riguroso y casi cruel control.
Sería curiosa la estadística de los pacientes y de los sibaritas en relación con los puestos que llegan a ocupar en la sociedad. (También puede admitirse la posibilidad del proceso inverso, cierto es, pero yo creo, Eliacim, que fuerza menos el poder al sibaritismo, que el sibaritismo al poder. Sería cuestión, quizá, merecedora de ser tratada con mayor atención y detenimiento.)
El sibarita, Eliacim, y tú ibas camino de haberlo sido, lleva un espejito en el corazón para conseguir reflejar, en su propio orgullo, el mundo de los demás. El conforme con todo, hijo mío, contra lo que pudiera parecer a las gentes poco atentas a este problema, lleva un espinoso cardo, o un fiero erizo, en el corazón.
A mí me hubiera enorgullecido mucho, Eliacim, llegar a hacer de ti un sibarita, un hombre que, al pasar por la calle con la cabeza alta y sin mirar a nadie, hiciera exclamar a las gentes: fíjese usted, ahí va un sibarita, se le nota en el porte, en la manera de andar, en un no sé qué que tienen los verdaderos sibaritas.
Pero, hijo mío, ¡siempre lo mismo!, me tengo que conformar con saberte héroe. ¡Qué le vamos a hacer!