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La sed
Si tuviera una permanente gran sed, hijo mío, estaría todo el día bebiendo y mis recuerdos, a lo mejor, eran más amables y acogedores. Pero, ¡lo que son las cosas!, no tengo casi sed y beber me cuesta un trabajo inmenso. (Con esto, Eliacim, de mi falta de sed, mis recuerdos son, por lo común, desolados y con el horizonte pintado de negro.)
La sed, Eliacim, es el cable que la Providencia tiende a los cariñosos, a los pobres, a los enfermos, a quienes, como yo, aunque a mí me la haya negado, vivimos con la espalda apoyada entre la inercia y la casualidad, como de milagro.
La sed, hijo mío, es palabra que no debiera atreverme a pronunciar ante ti, que estás sediento entre tanta agua, pero que, aunque sé el daño que te hago, tampoco puedo callar.