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Miel de abejas
Tu decisión parecía que iba a desembocar por otros cauces, hijo mío, más duros, más gallardos, más violentos, pero, a pesar de tu evidente decisión, te limitaste a decir: desde mañana necesito almorzar con miel de abejas, es un producto que robustece el organismo y prolonga la vida. Bien, hijo, almorzarás con miel de abejas. Y ahí acabó todo.
De la miel de abejas, Eliacim, pronto te cansaste, esa es la verdad. La miel de abejas es empalagosa al paladar y pesada al estómago. La miel de abejas es algo demasiado natural, demasiado elemental para el hombre de la ciudad.
No quise decirte: ¿lo ves?, ¿no te decía yo (podía habértelo dicho) que acabarías no pudiendo con la miel de abejas? No quise decírtelo, hijo, por dos razones: para evitar que pudieras contestarme airadamente, fea costumbre que en todo momento procuré quitarte, y porque yo, hijo mío querido, siempre, siempre callé todo aquello que sospechase que te pudiera herir.
La miel de abejas, Eliacim, es cosa mucho más fuerte, compacta y consistente que el ánimo de los muchachos de la ciudad, aunque estos muchachos de la, ciudad, hijo mío, tengan en ocasiones, como tú tenías entonces, pretensiones atléticas.
La miel de abejas, Eliacim, es el alimento de los pardos y toscos osos del bosque, de los renegridos y toscos leñadores del bosque, de los crueles y toscos cazadores de osos del bosque. Y jamás, hijo mío, de los jóvenes que, algunas veces, leen atentamente a Lord Byron.
Eran muchas las cosas que tenías que haber aprendido aún, Eliacim. Yo pienso que fue tan precipitada como prematura tu deserción.