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La moneda falsa
Con tu moneda falsa en el bolsillo, hijo mío, tenías un gracioso aire de monedero falso. Los monederos falsos, hijo mío, son suspicaces y taimados, como alacrantes o como segundas doncellas, y en las reuniones de familia nadie los defiende, ni siquiera tío Alberto que, como tú sabes muy bien, es un disoluto que tuvo una novia mulata y que tiene, todavía, muchos amigos en el Continente.
Cuando entraste en la mercería «La lanzadera del Láncaster» y, con tu bonita moneda falsa en el bolsillo, quisiste comprar unas ligas para regalar a tu mamá querida en el aniversario de su boda, ¡qué lejos estabas de suponer que te iban a agujerear tu moneda falsa clavándola con una punta de París en el duro mostrador!
Los golpes resonaban, seguramente, como dados sobre una tumba y tú, hijo, siempre tan sensible a los ruidos, te estremecías, bien cierta estoy, igual que un recluta ante la bata de encaje de la mujer del coronel, que, sin duda, se llama Luisa.
(Debo advertirte, hijo mío, que me imagino la bata de encaje de la mujer del coronel, de soltera Luisa Mac Ducaud, colgada sobre el respaldo de una butaquita, en una alcoba desierta para la vista pero no para alguno de los otros sentidos, tibia y a media luz. La mujer del coronel, como tú sabes, es joven y, según dicen, algo temperamental. El coronel Tomlinson también es joven, lleva muy buena carrera; en la frontera N. W. de la India se pierde la salud, pero se asciende velozmente.)