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Loza y cristal
Tú entraste con pie firme, con tan firme pie que retemblaron las anaquelerías donde esperaban su destino los objetos de loza y cristal, en el almacén de objetos de loza y cristal, y dijiste, con cierto ademán autoritario: envíen a mi casa una cristalería fina, para doce personas, y una fuente de loza decorada lo bastante honda como para que quepa en ella, incluso con holgura, un cordero asado de diez o doce libras, aproximadamente.
Los objetos de loza, Eliacim, y cristal con los que tú llenabas la casa cada vez que traías invitados, que era, por aquel tiempo, con cierta frecuencia, se alineaban, cuando volvía la paz, en el office y hacían un efecto relativamente deslumbrador.
Nuestra asistenta de entonces, Eliacim, aquella joven viuda que se escapó, al final, con un minero italiano, me dijo un día:
—Señora, mi novio me dijo que pidiese a la señora permiso para cantar en el office unas tarantelas. Yo me permití contarle, señora, el bello aspecto que presentaba el office con los objetos de loza y cristal que últimamente había adquirido el hijo de la señora, y mi novio, señora, me dijo, ¡oh, Lucía! (mi novio, señora, siempre me llamaba Lucía, Lucía Gigli, y, a veces, también Lucía Cechi), yo me sentiría muy feliz si tu señora me permitiese cantar unas tarantelas en su office acompañándome del laúd o, cuando menos, de la bandurria. ¿Querrás decírselo? Yo cumplo haciéndoselo saber, señora, y rogándole que atienda su súplica.
Yo le dije que sí, hijo mío, pero el minero italiano, cuando llegó el día marcado, no pudo venir. Nuestra asistenta de entonces, Eliacim, me dijo que se había visto atacado por un muy molesto ataque de sarna.
Y nuestros objetos de loza y cristal, tus objetos de loza y cristal, Eliacim, envejecieron en silencio.