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La caracola de nácar
Pulida por todo vuestro llanto, Eliacim, por tu llanto y el de tus compañeros, la tersa caracola de nácar que acaricio como pudiera mimar la garganta de una doncella, hijo mío, me silba, en las yemas de los dedos, con una suavidad que nunca sabré agradecerle bastante.
Al lado de tu retrato, Eliacim, de uno de tus retratos, de aquel en el que apareces con una rosa en la mano, debajo de tu retrato, hijo mío, duerme la caracola de nácar cuando yo, ya muy tarde y muy triste, me canso de acariciarla.
La otra noche, Eliacim, la caracola de nácar me dio un susto tremendo, un susto del que tardé varios días en reponerme. Prefiero no decírtelo porque, además de que, hasta que llegases al final, también tú ibas a asustarte, la cosa, afortunadamente, no tuvo la menor importancia.
Las conchas de nácar, hijo mío, pulidas por el llanto de tanto joven marino, suelen tener sentimientos muy delicados.