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Las palomas
Blancas, color ceniza, color café, las palomas, Eliacim, vuelan y vuelan por encima de nuestras cabezas, habitando su mundo de crueles corrientes de aire, su limbo de densas y plúmbeas nubes; su paraíso de verdiazules montañas con las crestas duramente dibujadas.
Las palomas, hijo mío, las odiosas palomas, las egoístas y antiguas palomas, baten el aire con desconsideración, con una despectiva confianza, como si el aire fuese suyo, y se van volando, en grupos de cinco o seis, por encima de los tejados de las casas, de los tejados de los hospitales, de los metálicos tejados de los mercados de frutas y verduras, de los mercados de carne, de los mercados de pescado.
Las palomas, Eliacim, también vuelan sobre las fuentes, sobre los ríos, sobre las lagunas, sobre el mar, envenenando las aguas y clavando contra el suelo, con invisibles y largos alfileres, a los niños que se miraban, absortos, en las aguas.
En un mundo mejor, Eliacim, en un mundo más justo y razonable, las palomas vivirían en islas desiertas y lejanas, en islas a las que fuera muy difícil ir e imposible volver, en islas que semejasen inmensas alas desgajadas y blancas, sin un árbol ni un solo animal.
Pero si ese mundo feliz se produjese, Eliacim, si ese mundo desplazase al nuestro, tan doloroso, el desván de los mundos rebosaría astillas y ruinoso polvo de fallidos propósitos, de intenciones que no podían vivir más que en nuestra atmósfera.
Lo que tampoco sería solución, hijo mío.