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El tabaco
Cuando tú fumaste tu primer cigarrillo (quiero decir, como es natural, tu primer cigarrillo autorizado) y echaste, como para anonadarme con tu elegancia, una larga bocanada de humo por la nariz, yo estuve a punto de romper a llorar con desconsuelo, Eliacim, como una mujer muy enamorada de su marido que recibiese por teléfono la noticia de que se había quedado viuda de repente.
El tabaco, hijo mío, es bueno para la salud, aunque, a veces, resulte malo para la salud. Si a los huérfanos y a los desamparados se les supiese dar un cigarrillo a tiempo, Eliacim, habría, por el mundo adelante, mucha menos gente caracterizada de huérfano o de desamparado para cobrar el subsidio. Pero nadie ha tomado en serio este estratégico reparto de cigarrillos y así las cosas van como van.
Entre todos los tabacos que conozco, hijo, ninguno presenta las firmes virtudes curativas del tabaco habano, ese aromático combustible capaz de levantar las causas caídas o de enderezar y llevar al buen camino los corazones sin rumbo. Si yo tuviera una gran fuerza persuasiva, Eliacim, si yo fuera un gran orador político o religioso, un eficaz agitador político o un apóstol religioso de sólida clientela, emprendería una cruzada en pro del tabaco habano bajo el slogan «No dejaos quemar, quemad».
Pero yo, Eliacim, que conozco mis propias limitaciones, me conformo con fumar, de cuando en cuando, un cigarro puro que me presta una gran confianza en mí misma y que me devuelve, o me imagino que me devuelve, múltiples energías inútilmente perdidas.
Sí, Eliacim, con la vieja técnica de esta chupada por mí y esta otra por ti, paso mis solitarias veladas con cierta resignación, con toda la poca alegría de que ya voy sintiéndome capaz.
Cuando fumaste tu primer cigarrillo (ya sabes a qué clase de primer cigarrillo me refiero) y pronunciaste unas breves palabras antes de expulsar el humo, con un gesto impertinentemente gentil, por la nariz, a mí no me faltó nada para echarme a llorar con entusiasmo, como una pecadora arrepentida.