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Los fetiches
Tú, Eliacim, siempre habías sido muy aficionado a los fetiches. Sobre todos los fetiches, Eliacim, tú preferías los de hueso, los de plata, los de madera y los de hierro, por este orden; los de cobre los despreciabas y los de pasta no podías ni verlos. En esto, como en todo, hay preferencias y simpatías y aborrecimientos y antipatías. Es cosa en la que no entro.
Tus fetiches, hijo mío, tenían las más varias aplicaciones, los más diversos oficios. En tu colección de fetiches, Eliacim, había fetiches para enamorar, fetiches para conjurar los malos espíritus, fetiches para provocar las lluvias, fetiches para sanar las enfermedades, fetiches para ahuyentar el fuego, fetiches para dar felicidad a los partos, fetiches para conservar la juventud y la belleza, fetiches para orientar con bien la brújula de los viajes y fetiches para librarse de los naufragios. Estos, Eliacim, fueron los que peor resultado nos dieron, los que peor y más desconsideradamente se portaron con nosotros.
Tú siempre fuiste muy aficionado a los fetiches, hijo mío, y tu afición, con tu colección, la heredé yo.
A veces, cuando no tengo nada que hacer, limpio, uno por uno, tus fetiches; me gusta conservarlos bien.