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Aquel jarrón que estalló en mil pedazos
Tenía en gran aprecio aquel jarrón que, en tu primer aniversario, hijo mío, estalló en mil pedazos sin que nadie lo tocara.
No era auténtico (ya lo sé), pero tenía una airosa línea y un ave del paraíso, con siete plumas con los colores del arco iris en la cola, que le daban un gran empaque, una lucida y orgullosa presencia.
Aunque, al principio, pensé guardar los pedazos para pegarlos, uno a uno, con el mayor cuidado, después, cuando vi que recomponerlo era imposible, decidí tirar los pedazos, uno a uno, a la basura. Al final, Eliacim, los recogí, uno a uno, los envolví, uno a uno y cada uno en su papel de seda, y los escondí, sin que nadie me viera para no tener que andar explicando a nadie lo que a nadie le importa, en el cajón de mi armario.
En tus aniversarios siempre, Eliacim, y en los restantes días, cuando me siento aún más sola que de costumbre, me encierro en mi cuarto, abro, tarareando cualquier cancioncilla, para disimular, el armario, y contemplo y acaricio, uno a uno, los mil pedazos de aquel hermoso jarrón que estalló, sin que nadie lo tocara, el día de tu primer aniversario.
(He hecho la observación, Eliacim, de que los pedazos del jarrón estallado están calientes, muy calientes, en tus aniversarios, y después, poco a poco, se van enfriando hasta el aniversario del año siguiente, que vuelven a tener fiebre. Quizás, hijo mío, sea éste un hecho sobrenatural; en todo caso, yo no lo sé interpretar.)
El gran aprecio que tenía por aquel jarrón que, en tu primer aniversario, hijo mío, estalló en mil pedazos sin que nadie lo tocara, se me ha ido quitando. Ahora, lo que tengo en gran aprecio son sus pedazos.