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Valses vieneses
Hubo un tiempo, Eliacim, en el que a ti y a mí nos gustaron los valses vieneses, los forzosamente alegres valses vieneses, que conviene escuchar vestidos de árbol y con los ojos entornados con suavidad, con una fingida delicadeza.
Yo recuerdo, como si hubiera sido ayer, la noche que te pasaste bailando valses vieneses con aquella insignificante muchacha a la que envidié y odié con todas las fuerzas de mi corazón; con aquella insignificante muchacha, ¿cómo se llamaba?, que rompió a llorar, en medio de un enorme escándalo, cuando tú quisiste besarla.
Los valses vieneses, Eliacim, no son propicios para el amor, los dos lo sabemos. Los valses vieneses, hijo mío, son más bien aptos para adiestrarse en las acompasadas artes del matrimonio. El amor, Eliacim, es una arritmia.
Cuando en la radio suena, por no muy rara casualidad, un vals vienés, Eliacim, «Olas del Danubio», por ejemplo, o «Las patinadoras», o «Voces de primavera», yo me descalzo y salto por encima de los muebles, hijo mío, hasta caer rendida y casi sin respiración.
Entonces, Eliacim, lloro un poco, de un modo bastante silencioso, y beso tu fotografía. Después, suelo dormirme.
Sí, Eliacim, acuérdate, hubo un tiempo, incluso ya lejano, en el que a ti y a mí nos hacían muy felices los valses vieneses, los desoladores y alegres valses vieneses, que conviene bailar descalzos o, en todo caso, con unos escarpines de oro.
Por aquel tiempo, hijo mío, aún nos sonreía, ¡y qué traidoramente!, la sangre que navegaba por nuestras venas. Pero aquel tiempo, Eliacim, pasó ya para los dos. Sería muy difícil poder volver a vivirlo, por lo menos con el ímpetu de entonces.