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Unos inmensos, virtuosos labios
Tus labios, hijo mío, no eran inmensos y virtuosos, eran cometidos y de tamaño normal. Pero de haber sido inmensos y virtuosos, Eliacim, inmensos y virtuosos como el fuego, por ejemplo, yo no me hubiera atrevido a mirarlos con el descaro con el que, a veces, ¡bien pocas, por cierto!, me atreví a hacerlo.
(Piensa que una madre, hijo mío, casi siempre tiene derecho a mirar, a todas las horas del día y poniendo el gesto que mejor le parezca, los labios de su único hijo.)
Pero tus labios, Eliacim, con el paso del tiempo, hubieran podido llegar a ser inmensos y virtuosos como yo los quería, inmensos y virtuosos como yo los necesito y como tú, probablemente, de haberlos tenido, los hubieras necesitado para no morirte, para no defraudarme.
Me aterra el pensamiento de que tus labios, hijo, se hayan disuelto ya y naden, partidos en miles y miles de minúsculos fragmentos, por el frío erial de las sirenas, esos insaciables fantasmas de inmensos y virtuosos labios, de inmensos y sabiamente virtuosos labios.
Hay cosas en las que no me siento con fuerzas para pensar.