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Un oficial de caballería relativamente simpático
Lo conocí en casa de los Fergusson, Eliacim, y era, según todos los síntomas, oficialmente simpático, aunque yo creo que su simpatía no pasaba de ser una simpatía relativa, si bien, sin duda alguna, muy plausible. Alto, apuesto, marcial, imitaba como nadie el croar de la rana, el rebuzno del asno, el piar del pajarillo, el graznar del cuervo y el coclear de la gallina. El rugir del león, el relinchar del caballo, el mugir del ternero, sobre todo en los agudos, el ladrar del perro y el aullar del lobo, ya no le salían tan bien.
El joven oficial hacía juegos de manos de gran efecto y de difícil ejecución, hablaba en latín con un acento muy chistoso, sabía algunos rudimentos de gimnasia sueca y bailaba a las mil maravillas. Las chicas casaderas se lo rifaban. Es un encanto, decían, un verdadero encanto.
El joven oficial de caballería cuidaba, estallante de mimo, a su madre vieja y paralítica, una pobre señora que se hacía sus necesidades por encima, y redactaba las oraciones con las que los niños pobres de su distrito imploraban la ayuda del Cielo.
Mirándolo muy fijamente, podría adivinarse, tras su enharinada y rígida careta de simpatía, de simpatía por todos celebrada, un inteligente y dolorido poso de amargor.
Tú, Eliacim, como eras tan sensato, perdóname, quizá no hubieras adivinado, por ti solo, lo que ahora te digo. Pero para eso hubiera estado yo a tu lado, sin despegarme de ti, para explicártelo.
Después de la velada en casa de los Fergusson, Eliacim, volví a encontrarme algunas veces con el joven oficial. Lo vi en los sitios más dispares, en el parque echándole migas de pan a los pájaros, en la parada del autobús mirando fijamente a una azarada muchacha, en la oficina de correos comprando unos sellos de avión, en casa de algunos comunes amigos luciendo sus seguras habilidades, y siempre me pareció hondamente y pudorosamente acongojado.
Sus chistes, Eliacim, aunque variados y casi siempre graciosos, solían tener un remoto doble sentido tras el cual se adivinaba el hambre. Yo no sé si estaré haciendo demasiado honor al joven y relativamente simpático oficial de caballería, Eliacim, al imaginármelo tan bellamente desgraciado, pero lo cierto, hijo, es que tu madre, cuando le miraba a la cara, notaba como si se le encogiera el ánimo.
Afortunadamente, hace ya algún tiempo que no veo al joven oficial. Quizá lo hayan destinado fuera de las Islas. Quizá, también, haya muerto su madre y ya no se crea en la obligación de tener que resultar simpático a las gentes.