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Afortunadamente, la explosión de fanatismo religioso y el loco intento de Topiltzin por hacerse con el poder no terminó en un baño de sangre. No se produjeron muertes debido a malentendidos y la única tragedia de verdad fue la de las jóvenes víctimas que habían muerto ahogadas durante la primera travesía.
Suelta, la multitud pasó entre las filas de soldados y recorrió las calles de Roma en dirección a Gongora Hill. Los cánticos se habían acallado y ahora gritaban consignas en la vieja lengua azteca, incomprensibles para los norteamericanos y para la mayoría de observadores mexicanos.
Topiltzin encabezó la triunfal peregrinación por las laderas de la colina. El impostor había preparado con sumo cuidado su interpretación como redentor enviado por los dioses aztecas. La captura de los tesoros egipcios le proporcionaría la influencia y la financiación necesarias para apartar del poder al sempiterno Partido Revolucionario Institucional del presidente De Lorenzo sin pasar el estorbo de unas elecciones libres. Todo México estaba a cuatrocientos metros de caer en manos de la familia Capesterre.
Topiltzin todavía no estaba enterado de la muerte de su hermano en Egipto. Sus seguidores y consejeros más cercanos habían abandonado el camión de comunicaciones durante la excitación y no habían captado el mensaje urgente. Movido por la curiosidad de ver los tesoros de la biblioteca, el círculo más próximo a Topiltzin caminaba ahora detrás del palanquín en el que su líder era transportado por unos fanáticos seguidores.
El impostor se encontraba de pie sobre el palanquín con una túnica blanca y una capa de piel de jaguar sobre los hombros, empuñando una vara levantada con un estandarte que mostraba un águila y una serpiente. Una batería de focos portátiles estaba concentrada en el palanquín, envolviendo al hombre en un aura multicolor. El resplandor lo distrajo y, con un gesto, Topiltzin indicó que algunas de las luces barrieran la ladera delante de la columna en marcha.
Salvo algunas piezas de maquinaria pesada, la excavación parecía desierta. No se apreciaba ningún soldado de Ingenieros cerca del cráter o del túnel. A Topiltzin no le gustó lo que veía y extendió las manos indicando a la multitud que se detuviera. La orden fue repetida por unos altavoces hasta que el muro frontal de caminantes dejó lentamente de avanzar. Todos los rostros se volvieron hacia Topiltzin, aguardando su siguiente orden con aire reverente.
De pronto, un aullido, fantasmal se elevó desde la cumbre de la colina y creció hasta que su agudísimo sonido obligó a la multitud a cubrirse los oídos con las manos para que no les estallasen los tímpanos.
A continuación, una serie de luces estroboscópicas lanzó sus destellos sobre el mar de rostros. Un juego de luces que producía el mágico efecto de una aurora boreal formó un velo en el cielo nocturno. La multitud se quedó inmóvil, contemplando en trance la extraordinaria visión.
El espectáculo de las luces aumentó hasta alcanzar una intensidad indescriptible mientras el espectral chillido cortaba el aire con el efecto estremecedor de la banda sonora de una película de terror.
Los destellos de las luces y los espeluznantes sonidos aumentaron, en un crescendo sobrecogedor; de pronto, los focos estroboscópicos se apagaron y el silencio sacudió a los presentes por su súbita brusquedad.
Durante un largo minuto, el aullido resonó en los oídos de la multitud y sus ojos siguieron deslumbrados. Luego, un chorro de luz recortó muy lentamente contra el cielo nocturno la figura solitaria de un hombre puesto en pie en la cumbre de la colina. El efecto era pasmoso. La luz despedía brillantes reflejos al tocar los objetos metálicos que rodeaban su cuerpo.
Cuando el hombre quedó plenamente a la vista, pudo apreciarse que llevaba el uniforme de combate de un antiguo legionario romano.
Lucía una túnica color borgoña bajo una coraza de hierro bruñido. El casco de su cabeza y las espinilleras que protegían sus piernas refulgían espectacularmente. Llevaba al costado un gladius, una espada corta de doble filo, colgada de una cinta de cuero sujeta al hombro contrario. Uno de sus brazos sostenía el escudo oval y en la otra mano, enhiesto, un pilum, una lanza de ataque.
Topiltzin lo contempló con fascinada curiosidad. ¿Un juego, una broma, un fraude teatral? ¿Qué estaban tramando ahora los norteamericanos? Su inmensa horda de fieles permaneció en silencio, contemplando al romano como si fuera una aparición. Poco a poco, los rostros se volvieron a Topiltzin, aguardando con expectación a que su mesías hiciera el primer movimiento.
Un truco nacido de la desesperación, decidió finalmente. Los norteamericanos estaban jugando su última baza en un esfuerzo por impedir que sus ignorantes y supersticiosos seguidores se aproximaran a los tesoros.
—Podría ser un truco para secuestrarte y retenerte como rehén —dijo uno de sus colaboradores cercanos.
En el rostro de Topiltzin había una expresión de desdeñoso interés.
—Un truco, sí, pero no un secuestro. Los norteamericanos saben que la multitud se pondría furiosa si me viera amenazado. La maniobra es evidente. Salvo ese enviado cuya piel devolví a Washington, he rechazado todos los intentos de establecer contacto con los funcionarios del departamento de Estado. Esta representación teatral no es más que un torpe intento de entablar una última negociación cara a cara. Me interesa conocer qué oferta pondrán sobre la mesa.
Sin murmurar una palabra más y sin atender a los consejos de sus colaboradores, ordenó que bajaran al suelo el baldaquín y descendió de él. Los focos le siguieron mientras avanzaba colina arriba, solo y arrogante. No se le veían los pies bajo el borde de la túnica y parecía deslizarse sobre el terreno, más que andar.
Avanzó a paso medio, tanteando el revólver Colt Python de calibre 9 mm que llevaba al cinto bajo la túnica para comprobar que el seguro estaba quitado. También tenía a mano una bomba de humo anaranjado por si se hacía necesario recurrir a un efecto visual para cubrir una retirada rápida.
Se acercó hasta poder comprobar que la figura del legionario romano era un maniquí sacado de unos grandes almacenes que lucía una sonrisa insípida y unos ojos pintados que miraban al vacío. Las manos y el rostro, de yeso, estaban descoloridos y descantillados.
Una expresión inconfundible de curiosidad cubrió las facciones de Topiltzin mientras estudiaba el maniquí. No obstante, también exhibía un aire de cautela. Sudaba profusamente y llevaba la túnica blanca arrugada y pegada al cuerpo.
En ese instante, un hombre de elevada estatura con botas de montaña, pantalones vaqueros y suéter blanco de cuello alto apareció ante los focos desde detrás de unas matas y miró a Topiltzin con unos ojos más fríos que un témpano del Ártico. Cuando llegó junto al maniquí, el hombre se detuvo.
Topiltzin creyó tener la ventaja y no perdió el tiempo. Hablando en inglés, dijo despectivamente:
—¿Qué esperaba conseguir con ese muñeco y el espectáculo de luces?
—Su atención.
—Felicidades, entonces. Lo ha conseguido. Y ahora, si es tan amable de exponerme el mensaje de su gobierno…
El desconocido le miró un largo instante.
—¿Alguien le ha dicho que esa vestimenta parece una sábana el día después de la fiesta de fin de curso de una pandilla de estudiantes?
—¿Pretende insultarme su presidente enviándome un payaso? —replicó Topiltzin, irritado.
—Creo que aquí es donde debo decir que somos tal para cual.
—Tiene un minuto para exponer lo que sea. —Hizo una pausa y movió la mano en un amplio gesto, señalando a la multitud—. Luego ordenaré a mi pueblo reanudar la marcha.
Pitt se volvió hacia la parte de atrás de la colina y escrutó con aire inquisitivo los kilómetros de campo desierto y a oscuras.
—¿La marcha? ¿Hacia dónde?
Topiltzin hizo caso omiso del comentario.
—Puede empezar por su nombre, título y cargo en la administración.
—Me llamo Dirk Pitt. Mi título es señor Pitt. Mi cargo es el de mero contribuyente norteamericano y tú puedes irte derecho al infierno.
Los ojos de Topiltzin lanzaron un sombrío destello de cólera.
—Muchos hombres han tenido una muerte horrible por mostrarse poco respetuosos ante quien habla directamente con los dioses.
Pitt sonrió con la aburrida despreocupación del diablo ante las amenazas de un predicador televisivo.
—Si hemos de hablar, dejémonos ya de chachara inútil y de rodeos. Has engañado a los pobres de México con trucos escénicos, prometiéndoles una nueva vida de felicidad que no puedes proporcionarles. Eres un fraude, un absoluto engaño desde la cabeza a los pies, de modo que no me hables con esos humos. Yo no soy uno de sus ignorantes seguidores. A mí no me impresiona un criminal despreciable como Robert Capesterre.
Capesterre abrió la boca y volvió a cerrarla de golpe. Dio un paso atrás con una expresión de sorpresa en los ojos, sin acabar de creer lo que estaba escuchando.
Transcurrieron unos segundos mientras contemplaba a Pitt. Por último, preguntó en un ronco susurro:
—¿Cuánto saben del asunto?
—Lo suficiente —respondió Pitt—. La familia Capesterre y sus sucios negocios son la comidilla de Washington. Por toda la Casa Blanca se han descorchado botellas de champán cuando ha llegado la gran noticia sobre tu hermano, el que se cree un profeta musulmán. Es un rasgo de justicia que haya muerto a manos del terrorista que contrató para secuestrar el Lady Flamborough y asesinar a los pasajeros.
—Mi hermano… —Capesterre fue incapaz de pronunciar la palabra «muerto»—. No te creo.
—¿No lo sabías? —preguntó Pitt, ligeramente sorprendido.
—He estado con él hace menos de veinticuatro horas —insistió Topiltzin, obstinado—. Paul… Ajmad Yazid está sano y salvo.
—El de cadáver ambulante no es el disfraz que mejor le va.
—¿Qué esperáis conseguir tú y tu gobierno con estas mentiras?
—Me alegra que hayas planteado el tema —replicó Pitt, observando a Capesterre con frialdad—. Lo que nos proponemos es salvar los tesoros de la Biblioteca de Alejandría, y difícilmente lo podremos hacer si tú sueltas a tus partidarios en el interior de la cámara donde están depositados. Robarán todos los objetos que crean poder vender o cambiar por comida y destruirán lo que consideren sin valor, en especial los libros y rollos más preciados.
—No entrarán —respondió Capesterre con firmeza.
—¿Crees que podrás detenerlos?
—Mis seguidores hacen lo que yo ordeno.
—Los libros y grabados tienen que ser catalogados e inspeccionados por arqueólogos e historiadores cualificados —insistió Pitt—. Si quieres alguna concesión de Washington, tienes que garantizar que la biblioteca será tratada como un bien científico.
Los ojos de Capesterre escrutaron los de Pitt por un instante. Poco a poco, recuperó la calma y se enderezó todo lo posible. Aun así, Pitt le sacaba diez centímetros de estatura. Topiltzin permaneció ante él oscilando a un lado y otro como una cobra a punto de atacar. Por fin, habló con voz profunda, monocorde y amenazadora.
—No tengo que ofrecer ninguna garantía, señor Pitt. Aquí no va a haber negociaciones ni concesiones. Vuestro ejército no ha sabido rechazar a mi gente en el río y la iniciativa es mía. Los tesoros egipcios son míos. Todos los estados del sudoeste —sus ojos miraron a Pitt con el aire de un loco furioso— serán míos también. Mi hermano Paul gobernará Egipto. Nuestro hermano menor encabezará algún día el gobierno de Brasil. Por eso estoy aquí, y por eso estás aquí tú también como solitario defensor de una superpotencia mundial en un último y patético intento de negociación. Pero a tu gobierno no le queda nada que negociar. Y, al menor intento de impedir que nos llevemos el tesoro a México, ordenaré a mi gente que queme y destruya todo su contenido.
—Algo tengo que reconocer, Capesterre —murmuró Pitt con disgusto—, y es que sabes hacer planes a lo grande. Es una pena que te dejen andar suelto. Podrías hacer un buen Napoleón en una partida de póquer en un manicomio.
Un destello de irritación apareció en el rabillo de los ojos de Capesterre.
—Adiós, Pitt. Mi paciencia se ha agotado. Será una verdadera alegría para mí sacrificarte a los dioses y enviar tu piel desollada a la Casa Blanca.
—Perdona por no llevar ningún tatuaje decorativo.
La relajada indiferencia de Pitt desconcertó a Capesterre. Nadie le había menospreciado nunca de aquella manera. Topiltzin se volvió y alzó una mano hacia la multitud silenciosa.
—¿No crees que deberías hacer inventario de tu nueva riqueza antes de entregársela? —preguntó Pitt—. Piensa en la reacción del mundo cuando te acusen de permitir que tus secuaces destrocen el ataúd de oro de Alejandro Magno.
Capesterre bajó la mano lentamente. Las sienes le latían aceleradamente.
—¿Qué estás diciendo? ¿El ataúd de Alejandro Magno existe?
—Y también sus restos mortales. —Pitt indicó la entrada del túnel excavado—. ¿No te gustaría una visita comentada antes de que abras la cámara del tesoro a tu fervoroso público?
Capesterre asintió. De espaldas a la masa, extrajo el Colt del cinto bajo la túnica y lo dejó ver a Pitt bajo la ancha manga de su vestimenta. En la otra mano tenía asida la bomba de humo.
—El menor movimiento tuyo o de quien pueda ocultarse en el túnel y te parto el espinazo en dos.
—¿Por qué iba yo a querer hacerte nada? —preguntó Pitt con burlona inocencia.
—¿Dónde están los soldados que trabajaban en la excavación?
—Todos los hombres que podían empuñar un arma están en la línea defensiva junto al río.
La mentira pareció satisfacer a Capesterre quien le ordenó:
—Levántate la camisa y bájate los pantalones hasta las botas.
—¿Delante de toda esta gente? —comentó Pitt con una sonrisa.
Quiero comprobar que no estás armado ni llevas micrófonos encima.
Pitt se levantó el suéter de cuello alto por encima de los hombros y se bajó los vaqueros hasta los tobillos. No había rastro de transmisores ocultos o de armas en su cuerpo ni dentro de las botas.
—¿Satisfecho?
Topiltzin asintió y movió el arma señalando la entrada del túnel.
—Tú ve delante. Yo te seguiré.
—¿Te importa si llevo el maniquí dentro? Las armas que lleva son antigüedades verdaderas.
—Puedes dejarlas justo a la entrada.
Tras esto, Capesterre se volvió e hizo una señal a sus consejeros para indicar que todo iba bien.
Pitt terminó de arreglarse la ropa, despojó de sus armas al muñeco y entró en el pasadizo.
El techo estaba a algo menos de dos metros de altura y Pitt hubo de encogerse bajo las vigas de apoyo al avanzar. Dejó en el suelo la lanza y la espada pero se quedó el escudo, colocándoselo sobre la cabeza como para protegerse de la posible caída de rocas.
Topiltzin no protestó pues sabía que el escudo era tan inútil como un cartón contra las balas de su revólver del nueve corto.
El túnel descendía en una pronunciada pendiente a lo largo de doce metros y luego se nivelaba. El pasadizo estaba iluminado por una serie de lámparas que colgaban de las vigas. Los soldados de Ingenieros habían cortado las paredes y el suelo casi perfectamente lisos, de modo que la marcha era fácil. La única incomodidad era la atmósfera sofocante y el polvo que se levantaba en remolinos debido a sus pisadas.
—¿Recibe usted sonido e imagen, señor presidente? —preguntó el general Chandler.
—Sí, general —respondió el presidente—. La conversación nos llega con toda claridad, pero han salido fuera del campo de la cámara al entrar en el túnel.
—Volveremos a verles en la cámara del ataúd, donde tenemos otra cámara oculta.
—¿Cómo está conectado Pitt? —preguntó Martin Brogan a Chandler.
—El micrófono y el transmisor están insertados en la costura frontal del viejo escudo.
—¿Ha sufrido algún daño?
—No lo creemos.
Los altos cargos presentes en la sala de Situación permanecieron en silencio mientras sus ojos pasaban a un segundo monitor en el que podía verse la tumba excavada bajo Gongora Hill. La cámara estaba fija en un ataúd de oro situado en el centro de la estancia.
Pero no todos los ojos miraban hacia el segundo monitor. Uno de los hombres no los había apartado del primero.
—¿Quién era ése? —exclamó Nichols.
—¿A quién te refieres? —replicó Brogan frunciendo el entrecejo. Nichols señaló el monitor cuya cámara seguía mostrando la entrada subterránea a la colina.
—Una sombra ha pasado bajo la cámara y he visto una silueta introduciéndose en el túnel.
—Yo no he visto nada —dijo el general Metcalf.
—Yo, tampoco —indicó el presidente; no obstante, se inclinó hacia el micrófono situado frente a él sobre la mesa—. ¿General Chandler?
—¿Señor presidente? —se apresuró a responder el general.
—Dale Nichols asegura que ha visto a alguien entrando en el túnel detrás de Pitt y Topiltzin.
—Uno de mis ayudantes también ha creído ver algo extraño.
—De modo que no he visto visiones —suspiró Nichols.
—¿Tiene alguna idea de quién puede tratarse?
—Sea quien sea —respondió Chandler con expresión de alarma en el rostro—, no es uno de los nuestros.