69

La limusina Mercedes se detuvo en el muelle del club náutico del puerto de Alejandría. El chófer abrió la puerta y Robert Capesterre se apeó del asiento trasero. Con su traje blanco de lino de excelente corte, la camisa verde azulada y la corbata a juego, no se parecía en nada a Topiltzin.

Un conserje lo guió por una escalinata de piedra hasta una lancha que lo aguardaba. Tomó asiento en los mullidos cojines de la embarcación y disfrutó de la travesía por el puerto hasta la bocana del mismo, donde en otro tiempo se había levantado una de las Siete Maravillas del Mundo, la famosa torre de 135 metros de altura conocida como el Faro de Alejandría. Ahora, lo único que quedaba de sus ruinas eran algunas piedras que formaban una fortificación árabe.

La lancha se dirigió hacia un gran yate anclado en las proximidades del puerto, frente a una amplia playa abierta. Capesterre ya había recorrido sus cubiertas en anteriores ocasiones. Sabía que medía cuarenta y cinco metros de eslora, con sus líneas estilizadas al estilo de un avión. Había sido construido en Holanda, tenía capacidad para travesías transoceánicas y ofrecía una velocidad de crucero de treinta nudos.

El piloto de la lancha redujo la velocidad y puso la contramarcha al acercarse a la escalerilla de abordaje. Capesterre fue recibido en cubierta por un hombre vestido con una camisa abierta de seda, pantalones cortos y sandalias. Se abrazaron.

—Bienvenido, hermano —dijo Paul Capesterre—. Ha pasado mucho tiempo.

—Tienes buen aspecto, Paul. Yo diría que tú y ese Ajmad Yazid habéis ganado cuatro kilos, al menos.

—Seis.

—Casi me resulta extraño verte sin uniforme —dijo Robert. Paul se encogió de hombros.

—Me cansé de las túnicas árabes de Yazid y de ese estúpido turbante. —Se apartó un paso y sonrió a su hermano—. ¡Y vaya quién lo dice! No llevas precisamente tus galas de dios azteca.

—Topiltzin está de vacaciones temporalmente. —Robert hizo una pausa y ladeó la cabeza señalando la cubierta—. Veo que el tío Theodore te ha prestado el yate.

—Apenas lo utiliza desde que la familia dejó el negocio de las drogas. —Paul Capesterre dio media vuelta y condujo a su hermano al comedor—. Ven, he hecho preparar un almuerzo. Ahora que sé que por fin le has encontrado gusto al champán he desempolvado una botella de la mejor cosecha del tío.

Robert aceptó la copa que le ofrecía.

—Creía que el presidente te tenía en arresto domiciliario.

—La única razón de que comprase la casa de campo fue porque tiene un túnel secreto que va bajo tierra un centenar de metros y sale a un taller de reparaciones de automóviles.

—Que también es tuyo. —Naturalmente.

—Por el gran plan de papá y mamá. Robert levantó la copa y Paul lo imitó, añadiendo: —Aunque, de momento, tu posición en México parece más prometedora que la mía en Egipto.

—No te culpes por el fracaso del asunto Lady Flamborough. La familia aprobó el plan. Nadie podía prever la habilidad de los norteamericanos.

—Ese idiota de Suleiman Aziz echó a perder la operación —insistió Paul con aspereza.

—Hay noticias de supervivientes.

—Los agentes de la familia informan que la mayoría murió, incluidos Ammar y tu capitán Machado. Algunos fueron hechos prisioneros, pero no sabían nada de nuestra participación.

—Entonces, podemos considerarnos afortunados. Con Machado y Ammar muertos, ningún servicio de inteligencia del mundo puede tocarnos. Ellos eran nuestros únicos contactos.

—El presidente Hasan no ha tenido dificultades en sumar dos más dos o no estarías confinado en tu casa.

—Es cierto —asintió Robert—, pero Hasan no puede actuar contra ti sin pruebas contundentes. Si lo intentara, tus seguidores se levantarían e impedirían el juicio. El consejo de la familia es que te mantengas en un segundo plano mientras consolidas tu base de poder. Al menos durante un año más, para ver cómo sopla el viento.

—Por el momento, sopla a favor de Hasan, Hala Kamil y Abu Hamid —replicó Paul, colérico.

—Ten paciencia. Pronto, tu movimiento fundamentalista islámico te llevará al parlamento egipcio.

Paul miró a su hermano con un destello de astucia en los ojos.

—El descubrimiento de los tesoros de la Biblioteca de Alejandría puede acelerar un poco las cosas.

—¿Has leído las últimas informaciones? —preguntó Robert.

—Sí, los norteamericanos afirman que han encontrado su emplazamiento en una cueva de Texas.

—La posesión de los mapas geológicos de la Antigüedad puede favorecernos. Si indicaran el camino a unas reservas abundantes de petróleo y minerales, podrías apuntarte el éxito de la reactivación económica egipcia.

—He pensado en esa posibilidad —asintió Paul—. Si conozco bien la Casa Blanca, el presidente utilizará los objetos y documentos como mercancía para comerciar. Mientras Hasan suplica y porfía por unas miserables migajas de lo que es herencia de Egipto, yo puedo aparecer ante el pueblo y presentar el asunto como una afrenta a nuestros venerables antepasados. —Paul vaciló con la imaginación desatada. Continuó con los ojos entrecerrados—: Con la verborrea adecuada, creo que podré convertir la ley musulmana y las palabras del Corán en un grito de unión que derrumbará al gobierno de Hasan.

—Que no se te escape la risa cuando lo digas —se burló Robert—. Es cierto que los cristianos quemaron la mayor parte de los escritos en el año 391, pero fueron los musulmanes quienes destruyeron definitivamente la biblioteca en el año 646.

Un camarero empezó a servir salmón ahumado escocés y caviar iraní. Durante unos minutos, comieron en silencio. Luego, Paul comentó:

—Espero que te darás cuenta de que la tarea de conseguir esos tesoros te corresponde a ti.

Robert lo miró por encima de su copa de champán.

—¿Me lo dices a mí o a Topiltzin?

—A Topiltzin —aclaró Paul con una carcajada. Robert dejó la copa y levantó lentamente los brazos al aire como si implorara a una mosca posada en el techo. En sus ojos apareció una mirada hipnótica y habló en tono de ultratumba:

—Nos alzaremos decenas de miles, centenares de miles. Cruzaremos el río todos juntos y tomaremos lo que fue enterrado en nuestra tierra, en la tierra que nos fue robada por los norteamericanos. Muchos caerán sacrificados, pero los dioses exigen que tomemos lo que por derecho pertenece a México. —Dejó caer los brazos y sonrió—: Si logro apoderarme de los tesoros y conservarlos, ¿qué hacemos luego?

—Yo sólo quiero los mapas. Todo lo demás que podamos sacar a escondidas irá a la familia para que lo guarde o lo venda en el mercado negro a los coleccionistas acaudalados. ¿De acuerdo?

Robert se lo pensó un momento y asintió.

—De acuerdo.

El camarero trajo una bandeja con copas, una botella de coñac y una caja de habanos.

Paul encendió uno lentamente y miró a su hermano entre el humo con aire inquisitivo.

—¿Cómo te propones apoderarte de los tesoros de la biblioteca?

—Había pensado lanzar una invasión masiva de gente desarmada sobre los estados fronterizos norteamericanos cuando llegara al poder, pero esto me ofrece una buena oportunidad para hacer una prueba. —Con la vista puesta en la copa y mientras hacía girar el coñac de su interior, añadió—: Cuando haya puesto en marcha los engranajes de mi organización, reuniré a los pobres de las ciudades y a los campesinos y los trasladaré al norte hacia Roma, Texas. Puedo juntar trescientas o tal vez cuatrocientas mil personas a nuestro lado de la frontera de río Grande en cuatro días.

—¿Y la resistencia de los tejanos?

—Todos los soldados, vigilantes de fronteras y policías del estado serán insuficientes para detener la marcha. Pondré a las mujeres y niños en la primera oleada que cruce el puente y el río. Los norteamericanos son un puñado de sensibleros. Por muchos campesinos que mataran en Vietnam, no dispararán contra civiles desarmados a las puertas de su propia casa. También puedo jugar con los temores de la Casa Blanca a algún desagradable incidente internacional. El presidente estadounidense no dará la orden de disparar y cualquier resistencia estática será barrida por una oleada humana que invadirá Roma y ocupará la cavidad subterránea que contiene los tesoros de la biblioteca.

—¿Y Topiltzin los guiará?

—Sí, yo encabezaré la marcha.

—¿Cuánto tiempo crees que podrás mantenerte en la caverna? —quiso saber Paul.

—Lo suficiente para que unos traductores de lenguas antiguas estudien y seleccionen los documentos relativos a depósitos minerales desconocidos en la actualidad.

—Eso podría llevar semanas y no dispondrás de tanto tiempo. Los norteamericanos enviarán más tropas y obligarán a tu gente a volver a México en cuestión de pocos días.

—No lo harán si amenazo con prender fuego a los documentos y con destruir los objetos de arte —replicó Robert mientras se limpiaba los labios con la servilleta—. Mi reactor ya debe de estar reabastecido. Será mejor que regrese a México y ponga en marcha la operación.

En los ojos de Paul se reflejó la admiración por la capacidad inventiva de su hermano.

—Con el gobierno norteamericano contra la pared, no les quedará más remedio que negociar. Me gusta la idea.

—Desde luego, será la horda de gente más numerosa que haya invadido Estados Unidos desde la presencia británica durante la Revolución americana —añadió Robert—. Eso me gusta todavía más.

El tesoro de Alejandría
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