59

Hollis dio unos pasos junto a la plataforma de aterrizaje que la tripulación del Lady Flamborough había preparado apresuradamente sobre la piscina del crucero. Un helicóptero «paloma mensajera» se posó en ella mientras un pequeño grupo de soldados esperaba para subir a bordo.

Hollis se detuvo al escuchar un nuevo tiroteo procedente de la mina. En su rostro se reflejaba la preocupación.

—Suba y lleve a los hombres allí —gritó con impaciencia a Dillinger—. Ahí arriba alguien esta librando una batalla que nos corresponde a nosotros.

—La mina debía ser la base para la huida de los secuestradores —intervino el capitán Collins, que no se despegaba del coronel.

—Y, gracias a mí, Dirk Pitt y sus amigos se han ido a dar de bruces con ellos —masculló Hollis.

—¿Hay alguna posibilidad de llegar a tiempo para salvar a ellos y a los rehenes? —inquirió el capitán Collins.

—Ninguna en absoluto —respondió Hollis sacudiendo la cabeza en gesto de sombría desesperación.

—Rudi Gunn agradeció la lluvia que, súbitamente, empezó a caer en abundancia. El aguacero le sirvió de eficaz protección mientras se alejaba del molino arrastrándose bajo una hilera de vagonetas de mineral vacías. Cuando hubo dejado atrás los edificios, descendió por la ladera de la montaña bajo la mina unos cientos de metros y luego empezó a dar un rodeo.

Localizó las vías y empezó a avanzar con cautela por las traviesas. Sólo podía ver unos metros delante de sus narices pero, transcurridos pocos minutos desde su huida del asalto terrorista al molino de trituración, se quedó inmóvil cuando sus ojos distinguieron varias figuras confusas entre la lluvia. Contó cuatro de ellas sentadas y otras dos de pie.

Gunn estaba ante un dilema. Estaba convencido de que los rehenes descansaban mientras los guardianes permanecían erguidos, pero no podía disparar primero y comprobar su suposición más tarde. Tendría que confiar en su indumentaria, que había tomado prestada de los terroristas, para acercarse lo suficiente y distinguir cuáles eran los rehenes y cuáles los enemigos.

El único inconveniente, aunque fundamental, era que apenas conocía dos o tres palabras en árabe.

Gunn soltó un suspiro y continúo caminando.

Salam —murmuró, repitiendo la palabra un par de veces más en una voz tranquila y controlada.

Al acercarse, pudo ver con más detalle a las dos figuras que estaban de pie y comprobó que los dos individuos sostenían sendas metralletas apuntadas hacia él.

Uno de ellos respondió con unas palabras que Gunn no pudo interpretar. Cruzó mentalmente los dedos y esperó que le hubiera preguntado el equivalente en árabe a «¿quién va?».

—Mohamed —murmuró, confiando en que el nombre del profeta le sirviera para salir del paso. Mientras lo hacía, sostuvo el Heckler & Koch cruzado sobre el pecho con el cañón hacia un lado.

Los latidos del corazón de Gunn se tranquilizaron considerablemente cuando los dos terroristas bajaron sus armas al unísono y volvieron a concentrarse en la vigilancia de los rehenes. Se movió sin levantar sospechas hasta colocarse de manera que los rehenes quedaran fuera de la línea de fuego.

Luego, con los ojos fijos en los agotados rehenes sentados en el suelo entre los raíles, sin siquiera dirigir una mirada a los dos guardianes, apretó el gatillo.

Ammar y sus hombres estaban al borde del agotamiento cuando alcanzaron las proximidades de la mina. La lluvia persistente había dejado sus ropas empapadas y pesadas. Tras un último esfuerzo para superar un gran montón de escoria de mineral, lograron refugiarse en un cobertizo que en otro tiempo había albergado piezas de maquinaria para la mina.

Ammar se dejó caer en un banco de madera, hundió la cabeza contra el pecho y fue recuperando el aliento entre jadeos. Alzó la vista cuando Ibn entró con uno de los hombres.

—Éste es Mustafá Osmán —dijo Ibn—. Dice que un grupo de comandos armados ha matado al jefe de grupo y se ha hecho fuerte en el molino con nuestro helicóptero.

Ammar apretó los labios en gesto de ira.

—¿Cómo pudisteis dejar que sucediera una cosa así?

—Nosotros… Nos pilló por sorpresa —balbució Osmán, cuyos ojos negros reflejaron el pánico que sentía—. Debieron bajar por la montaña. Redujeron a los centinelas, se apoderaron del tren y ametrallaron el edificio que usábamos como base. Cuando hemos lanzado el contraataque, nos han disparado desde el edificio del molino.

—¿Bajas? —inquirió Ammar con frialdad.

—Quedamos siete.

La pesadilla era aún peor de lo que Ammar había pensado.

—¿Cuántos son en el grupo atacante?

—Veinte, quizá treinta.

—¿Y entre siete tenéis sitiados a treinta enemigos? —replicó Ammar con un profundo tono de sarcasmo en la voz—. Vamos, dime su número. Esta vez, dime la verdad o Ibn se encargará de rebanarte la garganta.

Osmán evitó los ojos de Ammar. Estaba helado de miedo.

—No hay modo de saberlo con seguridad —murmuró—. Cuatro, o quizá más.

—¿Cuatro hombres han hecho todo esto? —dijo Ammar con asombro. Estaba a punto de estallar, pero era demasiado disciplinado para permitir que la cólera se adueñara de él—. ¿Qué hay del helicóptero? ¿Ha sufrido daños?

Osmán pareció recuperar el ánimo por un instante.

—No. Hemos ido con mucho cuidado de no disparar contra la parte del edificio donde está guardado. Por el honor de mi padre que no le hemos dado al aparato.

—Pero sólo Alá sabe si esos comandos lo han saboteado —añadió Ibn.

—Todos nosotros veremos pronto a Alá si no recuperamos ese helicóptero en buen estado —comentó Ammar con calma—. El único modo de derrotar a los defensores es lanzar un ataque en tromba y penetrar en el edificio por todos los lados, aplastándoles por una mera cuestión de superioridad numérica.

—Tal vez podríamos utilizar a los rehenes para negociar nuestra huida —propuso Ibn esperanzadoramente. Ammar asintió.

—Es una posibilidad. Los norteamericanos son débiles frente a las amenazas de muerte. Parlamentaré con nuestro desconocido oponente mientras tú te ocupas de preparar a los hombres para el asalto.

—Ten cuidado, Suleiman Aziz.

—Disponte para atacar en el momento en que me quite la máscara.

Ibn asintió con un leve gesto de cabeza y empezó a dar órdenes a los hombres inmediatamente.

Ammar arrancó la raída cortina de una ventana. La tela había sido blanca alguna vez, pero ahora presentaba un desvaído tono amarillento. Tendría que servir, se dijo. Ató la cortina a una vieja escoba y saltó del cobertizo.

Avanzó entre una fila de barracones construidos para acoger a los mineros, manteniéndose fuera de la vista del molino hasta que hubo cruzado la calle. Después, extendió la cortina tras una esquina y la agitó arriba y abajo.

No surgió ningún disparo contra el descolorido trapo, pero tampoco sucedió ninguna otra cosa. Ammar intentó establecer comunicación gritando en inglés:

—¡Queremos hablar!

Al cabo de unos segundos, otra voz respondió, también a gritos:

No hablo inglés.

Ammar se quedó desconcertado momentáneamente. ¿La policía de seguridad chilena? En tal caso, era gente mucho más preparada de lo que había creído. El árabe hablaba con fluidez el inglés y podía defenderse en francés, pero apenas conocía algunas palabras en español. Sin embargo, las vacilaciones no le llevarían a ninguna parte. Era preciso saber quién se interponía entre él y su vía de escape.

Alzó la improvisada bandera blanca, levantó la mano libre y salió al descubierto, deteniéndose en mitad del camino que conducía al molino.

Una de las palabras que conocía en español era paz y la repitió a gritos varias veces. Finalmente, un hombre abrió la puerta principal y salió lentamente al camino, cojeando, hasta detenerse a unos pasos de Ammar, a quien miró fijamente.

El desconocido era alto, con unos ojos intensamente verdes que, impertérritos, hacían caso omiso de la decena de armas que le apuntaban al corazón desde detrás de puertas y ventanas. Aquellos ojos sólo estaban concentrados en Ammar. El hombre tenía el cabello negro, largo y ondulado, la piel intensamente bronceada debido a su larga exposición al sol, unas cejas bastante tupidas y unos labios firmes que mostraban una ligera sonrisa; todos estos rasgos le daban a aquel rostro varonil, aunque no muy hermoso, una engañosa apariencia de burlona despreocupación, con un leve asomo de frialdad y firmeza. Tenía un corte en una mejilla que rezumaba sangre y una herida en el muslo, que llevaba aparatosamente vendado bajo la tela desgarrada del traje de esquí.

Su complexión tal vez fuese delgada bajo el abultado mono de esquí, extrañamente fuera de lugar, pero Ammar no logró comprobarlo con certeza. Una de las manos del hombre estaba desnuda mientras que la otra, enguantada, colgaba sin fuerza bajo una manga de la chaqueta de esquí.

Ammar sólo necesitó tres segundos para hacerse cargo de la situación; sólo tres segundos para apreciar que estaba ante un tipo peligroso. Rebuscó en su mente las pocas palabras de español que recordaba.

¿Podemos hablar? —gritó.

El atisbo de sonrisa del desconocido se abrió hasta convertirse en una mueca relajada.

¿Porqué no?

Hacer capitular usted.

—Dejémonos ya de tonterías —replicó Pitt, pasando súbitamente a hablar en inglés—. Su español todavía es peor que el mío. La respuesta a su pregunta es no: no vamos a rendirnos bajo ningún concepto.

Ammar era un profesional y se recuperó inmediatamente, pero le dejó perplejo el hecho de que su adversario llevara caras prendas de esquí en lugar de uniforme de campaña. La primera idea que le rondó por la cabeza fue que el hombre era un agente de la CÍA.

—¿Puedo preguntarle su nombre?

—Dirk Pitt.

—Yo soy Suleiman Aziz Ammar…

—Me importa un bledo quién sea usted —replicó Pitt con absoluta frialdad.

—Como usted guste, señor Pitt —aceptó Ammar. A continuación, enarcó ligeramente una de sus cejas—. ¿No estará emparentado por casualidad con el senador George Pitt?

—Yo no me muevo en círculos políticos.

—Pero conoce al hombre. Puedo apreciar cierto parecido. ¿Es su hijo, tal vez?

—¿No podemos darnos prisa? He tenido que dejar un estupendo almuerzo con champán para salir aquí, bajo la lluvia.

Ammar se echó a reír. Aquel tipo era increíble.

—Tiene usted una cosa mía. Quiero que me la devuelva en perfecto estado.

—Naturalmente, se refiere a ese helicóptero sin marcas.

—Exacto.

—Si lo quiere, amigo, tendrá que venir a por él.

Ammar abrió y cerró los puños en gesto de impaciencia. Aquello no estaba saliendo como había previsto. Con voz suave, añadió:

—Si no me lo entrega enseguida, algunos de mis hombres morirán, usted morirá y su padre morirá también, se lo aseguro.

—Se ha olvidado de incluir a Hala Kamil y a los presidentes De Lorenzo y Hasan. Y no se olvide de usted. No hay ninguna razón para que no termine criando malvas también.

Ammar miró a Pitt y notó crecer la cólera dentro de sí.

—No comprendo esa actitud de terca estupidez. ¿Qué ganará con un baño de sangre?

—Frustrar sus planes, escoria de la humanidad —replicó Pitt con brusca aspereza—. Si quiere una guerra, declárela, pero no vaya por ahí matando mujeres y niños y tomando rehenes inocentes que no pueden defenderse. Ya basta de terror. No me rijo por más ley que la mía. Por cada uno de nosotros que matéis, enterraremos a cinco de los vuestros.

—¡No he venido aquí para discutir bajo la lluvia nuestras diferencias políticas! —exclamó Ammar, luchando por controlar su irritación—. Dígame si el helicóptero ha sufrido daños.

—No tiene un solo rasguño. Y puedo añadir que los pilotos siguen en condiciones de volar. ¿Le alegra eso?

Más le vale rendir las armas y devolverme el helicóptero y la tripulación.

—A la mierda —dijo Pitt encogiéndose de hombros.

Ammar acusó el golpe de no haber logrado intimidar a Pitt. De pronto, su voz se volvió brusca y fría.

—¿Cuántos hombres tiene ahí, cuatro, tal vez cinco? Les superamos ocho a uno.

Pitt señaló con la cabeza los cuerpos esparcidos junto al molino.

—Tendrá que cambiar de táctica. Tal como yo lo veo, les llevamos nueve fiambres de ventaja en el marcador. —Luego, como si le viniera de pronto a la cabeza, añadió—: Antes de que me olvide… Le doy mi palabra de que no sabotearé su helicóptero. Será suyo intacto si puede arrebatárnoslo pero, si hace daño a alguno de los rehenes, lo haré volar en pedazos de aquí a la chatarrería más próxima. Ése es el único trato que haré.

—¿Es su última palabra?

—Por ahora, sí.

Un pensamiento cristalizó en la cabeza de Ammar y la súbita revelación cayó sobre él como una losa.

—¡Ha sido usted! —masculló con voz áspera—. ¡Usted ha guiado aquí a las fuerzas especiales norteamericanas!

—La mayor parte del asunto fue sólo cuestión de suerte —respondió Pitt con modestia—. Pero, cuando encontré los restos del General Bravo y un rollo de plástico fuera de sitio, todo encajó.

Ammar permaneció paralizado de profundo asombro unos instantes. Después se recuperó y dijo:

—No rinde usted justicia a su capacidad de deducción, señor Pitt. Estoy dispuesto a reconocer que el coyote ha agotado al zorro.

—¿Zorro? —replicó Pitt—. Se adula usted. ¿No será, más bien, al gusano?

Ammar miró a Pitt con ojos entrecerrados.

—Voy a matarlo yo mismo, Pitt, y voy a tener un gran placer viendo su cuerpo despedazado a balazos. ¿Qué me dice a eso?

En los ojos de Pitt no había furia, ni sus facciones estaban contraídas por el odio. Sostuvo la mirada de Ammar con una especie de divertido desagrado como si estuviera intercambiando la mirada con una cobra tras el cristal de un terrario.

—No sea tan exagerado —respondió, volviendo la espalda a Ammar y regresando despreocupado hasta la puerta del molino.

Furioso, Ammar lanzó al suelo la bandera de tregua y dio unos rápidos pasos en dirección contraria. Mientras lo hacía, sacó una pistola American Ruger P-85 semiautomática de 9 mm del bolsillo interior de la guerrera.

De pronto, giró sobre sus talones, se quitó la máscara y se colocó en la clásica postura agachada con la Ruger sujeta con ambas manos. En el instante en que el punto de mira estuvo alineado en el centro de la espalda de Pitt, Ammar tiro del gatillo seis veces en relampagueante sucesión.

Vio cómo las balas destrozaban el centro de la chaqueta de esquí de Pitt formando un grupo de agujeros desiguales, y observó cómo el impacto concentrado lanzaba a su odiado enemigo contra la pared del molino.

Ammar bajó lentamente su arma esperando a que Pitt cayera. No tenía la menor duda de que su rival ya estaba muerto mucho antes de tocar el suelo.

El tesoro de Alejandría
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