41
Un fuerte aguacero empapaba Montevideo, la capital de Uruguay, mientras el pequeño reactor descendía entre las nubes y se alineaba con la pista de aterrizaje. Poco después de haber tocado tierra, el aparato se desvió de la terminal comercial y rodó por una pista auxiliar hacia un puñado de hangares flanqueados por una hilera de cazas de combate. Un coche Ford con distintivos militares apareció en el asfalto y guió al piloto del reactor hacia una zona de aparcamiento reservada para aviones de personalidades.
El coronel Rojas se encontraba en la oficina de uno de los hangares, observando la maniobra tras una ventana a cubierto de la lluvia. Cuando el avión se aproximó, pudo distinguir las letras NUMA en el rótulo de color azul marino que ocupaba la parte inferior del fuselaje. El sonido de los motores se apagó. Un minuto después, tres hombres descendieron del aparato, subieron rápidamente al Ford para escapar del chaparrón y fueron conducidos al interior del hangar donde los esperaba Rojas.
El coronel salió a la puerta de la oficina y estudió a los recién llegados, que cruzaban el enorme suelo de asfalto escoltados por su ayudante, un joven teniente.
El más bajo de los tres, un hombre con una mata de pelo negro rizado y revuelto y un pecho como un acorazado, caminaba pavoneándose con relajada energía. Sus brazos y sus manos parecían trasplantados de un oso. Su mirada era ceñuda, pero sus labios mostraban una dentadura blanca y uniforme en una irónica sonrisa.
El tipo delgado de las gafas de concha, con sus hombros y sus caderas muy estrechos, tenía el aspecto de un contable que se dispusiera a auditar los libros de la empresa. Llevaba un maletín y dos libros bajo el brazo. También sonreía, pero su mueca parecía maliciosa. Rojas lo catalogó como un tipo agradable, que se divertía con facilidad, pero muy competente en su trabajo.
El hombre que cerraba la marcha, el más alto del trío, tenía el cabello negro y ondulado y un rostro bronceado de facciones angulosas y cejas pobladas. Lo envolvía un aire de absoluta indiferencia, como si fuera capaz de mostrar la misma sangre fría ante una condena de cárcel que ante la perspectiva de unas vacaciones en Tahití. Rojas no se dejó engañar. La mirada penetrante del hombre lo delataba. Mientras que los otros dos paseaban la mirada por el hangar al avanzar, el tercero clavó en Rojas unos ojos ardientes como el sol a través de dos lupas gemelas.
El coronel se adelantó unos pasos para saludarlos.
—Bienvenidos a Uruguay, caballeros. Coronel José Rojas, a su servicio. —A continuación se dirigió al hombre más alto en un perfecto inglés con un ligero acento que había adquirido en su estancia en Gran Bretaña—; Esperaba con impaciencia conocerlo desde nuestra conversación telefónica, señor Pitt.
Pitt se adelantó entre sus amigos y estrechó la mano de Rojas.
—Gracias por venir a recibirnos. —Volvió la cabeza y presentó al hombre de las gafas—. Éste es Rudi Gunn, y el tipo patibulario de mi derecha es Al Giordino.
Rojas inclinó ligeramente la cabeza y dio unos ociosos golpecitos con el bastón ligero contra la pernera de su pantalón, perfectamente planchado.
—Presento excusas por recibirlos en un lugar tan espartano, pero un ejército de periodistas de todo el mundo ha invadido nuestro país como la peste desde el secuestro. Me ha parecido más conveniente que nos viéramos lejos de esa horda.
—Una idea muy acertada —asintió Pitt.
—¿Les apetece descansar un rato después del largo vuelo y cenar en nuestro club de oficiales de la fuerza aérea?
—Gracias por la invitación, coronel —respondió Pitt cortésmente—, pero, si no le importa, nos gustará ir al grano enseguida.
—Bien, si lo prefieren así, les informaré sobre nuestras operaciones de rastreo.
Dentro de la oficina, Rojas presentó al capitán Ignacio Flores, que había coordinado la búsqueda por mar y aire. Después, indicó con un gesto a los tres norteamericanos que se situaran en torno a una gran mesa cubierta de cartas marítimas y fotografías obtenidas desde satélites.
Antes de iniciar su exposición, Rojas miró a Pitt con aire solemne.
—Lamento mucho que su padre fuera uno de los pasajeros a bordo del barco. Cuando hablamos por teléfono no mencionó usted el parentesco.
—Está usted bien informado —reconoció Pitt.
—Estoy en comunicación con el consejero de Seguridad del presidente cada hora.
—Le alegrará saber que los agentes de inteligencia de Washington que me han aleccionado sobre la situación alabaron su eficacia.
El porte oficial y estirado de Rojas desapareció como por ensalmo. El coronel no esperaba un cumplido semejante y empezó a relajarse.
—Lamento no poder darle noticias alentadoras. No ha habido novedades desde que salió usted de Estados Unidos. Lo que sí puedo, en cambio, es ofrecerles una copa de nuestro buen brandy uruguayo.
—Me parece una idea excelente —intervino Giordino sin la menor vacilación—. Sobre todo en un día lluvioso.
El coronel hizo un gesto a su ayudante.
—Teniente, haga los honores.
A continuación, Rojas se inclinó sobre la mesa y juntó varias ampliaciones en blanco y negro de fotografías tomadas desde un satélite hasta formar un mosaico que mostraba las aguas oceánicas hasta trescientos kilómetros de la costa.
—Supongo que están familiarizados con la fotografía de satélite.
Rudi Gunn asintió.
—La NUMA tiene actualmente tres programas oceanógraficos desde satélite para el estudio de corrientes, contracorrientes, vientos en superficie y hielos marinos.
—Pero ninguno de ellos está enfocado sobre este sector del Atlántico Sur —dijo Rojas—. La mayoría de los sistemas de información geográfica están dirigidos al norte.
—Sí, tiene toda la razón. —Gunn se ajustó las gafas y examinó las fotografías colocadas sobre la mesa—. Veo que han utilizado un satélite de estudio de recursos terrestres.
—Sí, el Landsat.
—Y han empleado un potente sistema óptico para distinguir los barcos en el agua.
—Hemos tenido la suerte de nuestro lado —explicó Rojas—. La órbita polar del satélite lo lleva sobre el océano frente a Uruguay sólo una vez cada dieciséis días. Ha llegado en el momento oportuno.
—El principal uso del Landsat es la investigación geológica —dijo Gunn—. Las cámaras suelen desactivarse cuando el satélite órbita sobre los océanos para ahorrar energía. ¿Cómo han conseguido las imágenes?
—Inmediatamente después de ordenada la búsqueda —expuso Rojas—, se alertó a nuestro servicio meteorológico para que proporcionara informes sobre el estado del tiempo a las patrulleras y a los aviones. Uno de los meteorólogos tuvo una inspiración y consultó la órbita del Landsat, comprobando que estaba a punto de pasar sobre la zona de rastreo. Envió una petición urgente al gobierno norteamericano para que lo pusiera en funcionamiento. Las cámaras se activaron con una hora de plazo y las señales fueron enviadas a una estación receptora en Buenos Aires.
—¿Aparecería en una foto del Landsat un objeto del tamaño del Lady Flamborough? —preguntó Giordino.
—No verías los detalles como en una imagen de alta definición de un satélite espía de Defensa —respondió Pitt—, pero debería ser visible como un punto.
—Lo ha descrito perfectamente —dijo Rojas—. Véanlo por ustedes mismos.
Colocó una gran lupa, incorporada a un armazón y dotada de una luz, sobre una pequeña zona del mosaico de fotos. Después, se hizo a un lado y Pitt fue el primero en mirar.
—Distingo dos, no, tres barcos.
—Los hemos identificado a los tres. Rojas se volvió y asintió con la cabeza al capitán Flores, que empezó a leer en voz alta una hoja de papel, luchando con el inglés como si recitara delante de una clase. —El barco más grande es un carguero chileno de mineral el Cabo Gallegos, en ruta de Punta Arenas a Dakar con un cargamento de carbón.
—¿El que va hacia el norte y justo entra en la imagen por la parte inferior? —preguntó Pitt.
—Sí —asintió Flores—. Ése es el Cabo Gallegos. El más próximo a la parte superior de la imagen lleva rumbo al sur y navega bajo pabellón mexicano. Es un buque contenedor, el General Bravo, que transporta suministros y material para perforaciones petrolíferas con destino a San Pablo.
—¿Dónde está San Pablo? —quiso saber Giordino.
—Es una pequeña ciudad portuaria en el extremo sur de Argentina —respondió Rojas—. El año pasado dieron con un yacimiento petrolífero en la zona.
—El barco que está entre ellos y más próximo a la costa es el Lady Flamborough.
Flores pronunció el nombre del crucero como si mencionara a un difunto. El teniente ayudante de Rojas apareció con una botella de brandy y cinco copas. El coronel alzó la suya.
—A su salud —brindó.
—A su salud —respondieron los norteamericanos.
Pitt dio un largo sorbo que, según juró más tarde, le quemó las amígdalas y reanudó el estudio del minúsculo punto durante varios segundos antes de pasar la lupa a Gunn.
—No logro descubrir su rumbo —confesó.
—Después de escapar de Punta del Este, el crucero se dirigió al este sin variar el rumbo un solo grado.
—¿Se ha puesto usted en contacto con los otros barcos?
—Sí, pero ninguno de los dos ha informado haber visto al crucero.
—¿A qué hora se produjo el paso del satélite?
—Exactamente a las tres y diez.
—Las fotografías se hicieron con infrarrojos.
—En efecto.
—El tipo que pensó en usar el Landsat se merece una medalla —comentó Giordino cuando le llegó su turno en el visor.
—Ya está en marcha un ascenso —repuso Rojas con una sonrisa.
Pitt se volvió hacia el coronel.
—¿A qué hora despegaron los aviones de reconocimiento?
—Los aparatos empezaron la búsqueda con las primeras luces. A mediodía ya habíamos recibido y analizado las imágenes del Landsat, y entonces pudimos calcular la velocidad y el rumbo del Lady Flamborough y dirigir nuestras patrulleras y aviones hasta un punto de intercepción.
—Pero sólo encontraron un mar vacío.
—Efectivamente, así sucedió.
—¿No encontraron restos del naufragio?
—Nuestras patrulleras encontraron algunos objetos flotando —confirmó el capitán Flores.
—¿Los han identificado?
—Subieron parte de los restos a bordo y los examinaron, pero los desecharon rápidamente. Parecen proceder de un carguero, más que de un crucero de lujo.
—¿Qué clase de objetos eran?
Flores rebuscó en un maletín y sacó un delgado expediente.
—He recibido un breve inventario del capitán del barco de búsqueda. En la lista aparece una silla vieja, dos chalecos salvavidas descoloridos, con una antigüedad de al menos quince años y con las instrucciones de uso marcadas en un español casi ilegible, varias cajas de madera sin marcas, un colchón de litera, envases de alimentos, tres periódicos, uno de Veracruz, México, y los otros dos de Recife, Brasil…
—¿De qué fechas? —lo interrumpió Pitt.
Flores dirigió una mirada de desconcierto a Pitt durante unos segundos y, a continuación, apartó la mirada.
—El capitán no las facilitó —respondió.
—Un descuido que deberá ser corregido —intervino Rojas en tono severo, captando de inmediato los pensamientos de Pitt.
—Si no es demasiado tarde ya —añadió Flores con inquietud—. Debe admitir, coronel, que esos objetos parecen ser basura flotante, no los restos de un naufragio.
—¿Podría mostrarnos las coordenadas de los barcos según aparecen en la foto del satélite? —solicitó Pitt.
Flores asintió y empezó a marcar las posiciones en una carta náutica.
—¿Otra copa, caballeros? —ofreció Rojas.
—Este brandy suyo tiene mucha personalidad —comentó Gunn, alzando el vaso hacia el teniente—. Detecto en él un ligero sabor a café.
—Es demasiado dulce —afirmó Giordino—. Me recuerda el regaliz.
—También contiene anís —dijo Rojas, volviéndose hacia Pitt—. Y a usted, señor Pitt, ¿qué le parece?
Pitt alzó su vaso y lo estudió bajo la luz de la lámpara.
—Yo diría que tiene más de cien grados.
Los norteamericanos nunca dejaron de sorprenderlo, se dijo Rojas. Concentrados en su trabajo en un momento dado, eran capaces de ser auténticos bufones un minuto después. El coronel se preguntaba a menudo cómo podían conformar una de las superpotencias planetarias.
Instantes después, Pitt soltó una de sus contagiosas carcajadas.
—Era una broma. Dígale a su tío que, si alguna vez se decide a exportarlo a Estados Unidos, yo seré el primer comprador de la cola.
Flores dejó el compás de dirección y dio unos golpecitos con el dedo en la carta náutica, señalando un pequeño cuadrado marcado a lápiz.
—Los barcos estaban aquí a las tres y diez de la madrugada de ayer.
Todos volvieron a centrar su atención en la carta, colocándose en torno a la mesa.
—Los tres navegaban en cursos convergentes —comentó Gunn, al tiempo que sacaba una pequeña calculadora del bolsillo y empezaba a pulsar botones—. Si hacemos un cálculo aproximado de velocidades, pongamos treinta nudos para el Lady Flamborough, dieciocho para el Cabo Gallegos y veintidós para el General Bravo… —dejó la frase en el aire mientras escribía unas anotaciones en el margen de la carta náutica. Unos instantes después, volvió a erguirse mientras subrayaba con un lápiz el resultado de sus cálculos—. No me sorprende que el carguero chileno no tuviera contacto visual con el crucero. Según los datos, se debió cruzar con él a unos sesenta y cuatro kilómetros al este.
Pitt estudió las líneas marcadas en la carta con aire pensativo.
—En cambio, parece que el transporte de contenedores mexicano pasó a apenas tres o cuatro kilómetros del Lady Flamborough.
—No es sorprendente que no lo vieran —dijo Flores—, si tenemos en cuenta que el crucero navegaba sin luces.
—¿Recuerda la fase de la luna, capitán? —preguntó Pitt a Flores.
—Sí, está entre luna nueva y cuarto creciente.
—No es suficiente para iluminar el crucero si el vigía del puente no estaba mirando en la dirección adecuada.
—Supongo que han efectuado una búsqueda exhaustiva a partir de ese punto —comentó Pitt. Flores asintió.
—Sí, los aviones rastrearon una zona de doscientas millas al este, al norte y al sur.
—Pero no encontraron rastro del Lady Flamborough.
—Exacto. Sólo el transporte de contenedores y el carguero.
—Tal vez el crucero volvió sobre sus pasos y luego se desvió hacia el norte o hacia el sur —sugirió Gunn.
—También hemos pensado en ello —informó Flores—. Los aviones rastrearon todo el mar al oeste, entre este punto y tierra firme, cuando volvieron a sus bases para repostar y reemprender la búsqueda.
—A la vista de los hechos —afirmó Gunn con voz lúgubre—, me temo que el único lugar donde puede haber ido a parar el Lady Flamborough es el fondo del mar.
—Anota su última posición, Rudi —ordenó Pitt— y calcula qué distancia pudo recorrer antes de que llegaran los aviones de reconocimiento.
Rojas contempló a Pitt con interés.
—¿Puedo preguntarle qué pretende hacer? Es inútil seguir buscando. Ya hemos barrido toda la superficie de la zona donde desapareció.
Pitt pareció fijar su mirada más allá de Rojas como si el coronel fuera transparente.
—Como acaba de decir mi colaborador, el único lugar donde puede estar el Lady Flamborough es en el fondo.
—¿Puedo serle de alguna ayuda?
—El Sounder, un barco oceanógrafico de la NUMA dedicado a la investigación en aguas profundas, debe llegar a la zona de rastreo a última hora de esta tarde. Le agradeceríamos que nos prestara un helicóptero para trasladarnos hasta él.
—Me encargaré de que tengan uno preparado —asintió Rojas, para añadir a continuación—: Se da usted cuenta de que lo que se propone es como ir tras un pez en concreto en un área de diez mil kilómetros cuadrados de océano, ¿verdad? Podría llevarle toda la vida encontrarlo.
—No —replicó Pitt—. Veinte horas como mucho.
Rojas era un hombre pragmático, poco dado a fantasías. Volvió la mirada hacia Giordino y Gunn esperando ver reflejado en sus ojos el escepticismo, pero observó que los dos se mostraban absolutamente de acuerdo con la afirmación.
—Bueno —dijo entonces—, supongo que no hablará en serio cuando marca ese plazo.
Giordino alzó una mano y se estudió las uñas con gesto de despreocupación.
—Si he de juzgar por la experiencia —respondió—, Dirk ha sido excesivamente prudente en el cálculo.