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El rótulo medía diez metros de largo y estaba situado detrás del desvío de la autovía. El enorme panel horizontal se apoyaba en unos postes de madera blanqueada por el sol y agrietada por el tiempo que estaban inclinados hacia atrás uniformemente en un ángulo inverosímil. Unas floridas letras rojas sobre un desvaído fondo plateado anunciaban: el circo romano de sam.

Los surtidores de gasolina frente a la tienda-almacén estaban nuevos y relucientes y anunciaban un carburante con mezcla de atanol a cuarenta y ocho centavos el litro. La tienda era de adobe y estaba construida siguiendo el modelo de las easas indias de Arizona, de techos cuadrados con las vigas de troncos redondos sobresaliendo de las paredes. El interior estaba limpio y en los estantes se acumulaban, perfectamente ordenados, dulces, chucherías y refrescos. Era uno más de los miles de pequeños oasis aislados que salpicaban las carreteras a lo largo y ancho del país.

Sam, en cambio, no hacía juego con la decoración.

No llevaba gorra de béisbol con un anuncio de tractores. No caminaba arrastrando las botas de vaquero ni lucía sombrero de ala ancha ni pantalones tejanos descoloridos. Sam llevaba por atuendo un polo verde de manga corta, unos pantalones amarillos y unos zapatos de golf de piel de cocodrilo, de excelente calidad, con los clavos correspondientes. Su cabello canoso, bastante corto, quedaba cubierto por una gorra deportiva de cuadros escoceses.

Sam Trinity permaneció a la puerta de la tienda hasta que el polvo levantado por los rotores del helicóptero desapareció arrastrado por una leve brisa. Después, dejó atrás el sendero de asfalto sosteniendo en la mano un palo de golf al estilo de Bob Hope y se detuvo a unos seis metros de la portezuela del aparato. Garza fue el primero en bajar y se acercó al hombre.

—¡Qué tal, viejo topo!

El rostro moreno de Trinity se abrió en una gran sonrisa tejana.

—¡Herb, tú por aquí! Me alegro de verte. Sam se quitó las gafas poniendo al descubierto unos ojos azules entrecerrados debido al fuerte sol del sur de Texas. A continuación, volvió a colocárselas como una cortina. Era un hombre alto, enjuto como un poste, con los brazos delgados y los hombros estrechos, pero su voz estaba llena de vigor y de fortaleza.

Garza realizó las introducciones pero resultó evidente que Trinity apenas se fijaba en los hombres. Se limitó a hacer un gesto con la mano y dijo:

—Me alegro de conoceros a todos. Bienvenidos al Circo Romano de Sam. —Tras aquellas palabras, advirtió el rostro de Pitt, la presencia del bastón y la cojera que sufría—. ¿Te has caído de una moto?

—Son las consecuencias de una pelea en un salón.

—Creo que me caes bien, muchacho. Sandecker saltó atléticamente al suelo con ambas piernas separadas e indicó el palo de golf con un gesto de cabeza.

—¿Dónde juegan a golf por esta zona?

—Carretera abajo, en Río Grande City —contestó Sam Trinity con jovialidad—. Hay varios campos desde aquí a Brownsvilíe. Precisamente volvía ahora de hacer un recorrido rápido con unos viejos amigos del ejército.

—Nos gustaría echar un vistazo a tu museo —comentó Garza.

—Será un honor. Vosotros mismos. No sucede todos los días que alguien venga en un aparato volador como ése para ver mis cacharros. ¿Os apetece algo de beber, una soda o cerveza? Tengo una jarra de margarita, preparada en el congelador.

—Un margarita sería estupendo —dijo Lily, secándose el sudor del cuello con un pañuelo.

—Acompaña a tus amigos hasta el museo, Herb. La puerta está abierta. Yo vendré enseguida.

Un camión con remolque se detuvo a repostar y Trinity se quedó a charlar un momento con el camionero antes de volver a la parte posterior de la tienda.

—Ese Sam es un tipo muy amistoso.

—Puede ser más amistoso que una ranchera tejana —asintió Garza—. Pero si se pone a malas, puede ser más duro que un filete de noventa centavos.

Garza los condujo a un edificio de adobe situado detrás de la tienda. En el interior apenas cabían dos coches, pero estaba abarrotado de vitrinas y de figuras de cera vestidas de legionarios romanos. La sala de exposición estaba impoluta, sin una mota de polvo en los cristales. Los objetos estaban limpios de óxidos y perfectamente bruñidos.

Lily portaba un maletín que depositó con cuidado sobre una vitrina; abrió los cerrojos y sacó un grueso volumen con ilustraciones y fotografías que parecía un catálogo. Empezó a comparar los objetos con los que aparecían en el libro.

—Tiene buen aspecto —comentó tras estudiarlo—. Las espadas y las puntas de lanza coinciden con armas del siglo IV.

—No te emociones —le aconsejó Garza con expresión seria—. Sam fabricó lo que estamos viendo aquí y, probablemente, lo envejeció con ácidos y exponiéndolo al sol.

—Sam no falsificó todo eso —se limitó a afirmar Sandecker. Garza lo miró con interés y escepticismo.

—¿Cómo puede decir eso, almirante? No se tiene noticia de contactos precolombinos en el golfo.

—Ahora, sí.

—Todo esto es nuevo para mí.

—El hecho se produjo el año 391 de nuestra era —le explicó Pitt—. Una flota de naves remontó río Grande hasta el lugar donde hoy está situada Roma. En alguna parte, en una de las colinas que rodean el pueblo, unos mercenarios romanos, sus esclavos y unos sabios egipcios enterraron una enorme colección de objetos procedentes de la Biblioteca de Alejandría…

—¡Lo sabía! —exclamó Sam Trinity desde la puerta abierta. Estaba tan excitado que casi dejó caer la bandeja con los vasos y la jarra de combinado que llevaba en las manos—. ¡Por todos los diablos, lo sabía! ¡Es verdad que los romanos pisaron el suelo de Texas!

—Tenía razón, Sam —asintió Sandecker—, y los que dudaban de usted se equivocaban.

—¡Todos estos años sin que nadie me creyera! —murmuró Sam, atolondrado—. Incluso después de leer la piedra, me acusaron de haber grabado la inscripción yo mismo.

—¿Piedra? ¿Qué piedra? —preguntó Pitt, incisivo.

—Ésa del rincón. La hice llevar a la Universidad de Texas pero lo único que me dijeron fue «buen trabajo, Sam, tu latín no está nada mal». Se han burlado de mí durante años por insistir en un cuento increíble tan bien escenificado.

—¿Existe alguna traducción de la inscripción? —preguntó Lily.

—Ahí, en la pared. La hice mecanografiar y la colgué en un marco.

Lily observó las palabras escritas y las leyó en voz alta mientras los demás se reunían en torno a ella.

Esta piedra marca el camino al lugar

donde ordené enterrar las obras

de la gran sala de las Musas.

Escapé a la matanza de nuestros

hombres a manos de los bárbaros

y me dirigí al sur, donde fui aceptado

como sabio y profeta

por un pueblo primitivo constructor de pirámides.

Les he enseñado cuanto sé

de las estrellas y las ciencias, pero ellos

apenas han dado uso práctico a mis

enseñanzas. Prefieren adorar a dioses paganos

y seguir las exigencias de sacrificios humanos de sus

ignorantes sacerdotes.

Siete años han transcurrido desde mi llegada.

Mi regreso aquí está lleno de pesar

ante la visión de los huesos de mis camaradas.

Me he ocupado de su inhumación. Mi barco está

dispuesto y pronto zarparé hacia Roma.

Si Teodosio vive aún, seré ejecutado.

Pero acepto el riesgo sin vacilación

por ver a mi familia una última vez.

Para quien esto lea, en caso de que yo muera,

la entrada a la cámara está

enterrada bajo la colina. Debe ponerse al norte

y mirar recto al sur, al acantilado del río.

Junio Venator

10 de agosto de 398

—De modo que Venator sobrevivió a la batalla, sólo para morir siete años más tarde en el viaje de regreso a Roma —murmuró Pitt.

—Tal vez lo consiguió y fue ejecutado sin llegar a hablar —añadió Sandecker.

—No; Teodosio murió en el año 395 —intervino Lily intrigada—. ¡Pensar que el mensaje ha estado aquí todo este tiempo, ignorado y considerado una falsificación!

—¿Sabéis algo de ese tipo, Venator? —intervino Sam Trinity arqueando las cejas.

—Le hemos estado siguiendo los pasos —confirmó Pitt.

—¿Ha buscado usted esa cámara? —quiso saber Sandecker. Trinity asintió con la cabeza y respondió:

—He cavado en todas esas colinas, pero no he encontrado otra cosa que esto que ven aquí.

—¿A qué profundidad ha excavado?

—Hace unos diez años utilicé una retroexcavadora e hice un agujero de siete metros de hondo, pero sólo encontré esa sandalia de ahí.

—¿Puede enseñarnos el lugar donde descubrió la piedra y los demás objetos? —le pidió Pitt.

El viejo tejano se volvió a Garza.

—¿Tú crees que está bien, Herb?

—Te doy mi palabra, Sam; puedes confiar en ellos. No son ladrones de antigüedades.

—Está bien —asintió Trinity con un enérgico gesto de cabeza—. Vamonos de excursión. Podemos ir en mi todo terreno.

Sam Trinity condujo el vehículo por un camino de tierra que subía entre varias casas modernas y se detuvo frente a una valla de alambre de espinos. Saltó del coche, desenganchó una sección del alambre y lo apartó a un lado. Montó de nuevo tras el volante y continuó por un sendero casi invisible entre la crecida maleza.

Cuando el todo terreno con tracción a las cuatro ruedas llegó a lo alto de una larga pendiente poco pronunciada, el conductor detuvo la marcha y paró el motor.

—Bien, aquí es. Gongora Hill. Hace mucho tiempo alguien me dijo que la colina llevaba el nombre de un poeta español del siglo XVII. No puedo imaginar cómo nadie pudo bautizar este montón de polvo en honor de un poeta.

Pitt señaló una colina baja a unos cuatrocientos metros al norte.

—¿Cómo llaman a ese altozano de ahí?

—No sé si tiene nombre —respondió Trinity.

—¿Dónde descubrió la piedra? —preguntó Lily.

—Un momento. Es un poco más allá. Sam Trinity puso de nuevo en marcha el motor y condujo el vehículo a marcha lenta ladera abajo, sorteando los árboles y los matorrales tupidos. Tras un par de minutos de avanzar dando tumbos, frenó junto a un curso de agua poco profundo. Se apeó del coche, se acercó a la orilla y bajó la vista.

—Justo aquí descubrí una esquina de la piedra, sobresaliendo de la ribera.

—Este arroyo estacional serpentea entre la colina Gongora y la de más allá —apuntó Pitt.

Trinity asintió con la cabeza antes de replicar:

—Es cierto, pero la piedra de la incripción no pudo viajar desde la segunda hasta la ladera de la colina de Gongora, a no ser que fuera arrastrada por alguien.

El almirante Sandecker se mostró de acuerdo con el viejo Sam y añadió:

—Esto no es una llanura aluvial. La erosión y unas lluvias intensas a lo largo de un período prolongado tal vez podrían haber desplazado la piedra cincuenta metros desde la cumbre de Gongora, pero no medio kilómetro desde la segunda cumbre.

—¿Y los demás objetos? —inquirió Lily—. ¿Dónde los encontró?

Trinity hizo un amplio gesto con la mano señalando un tramo de río.

—Estaban esparcidos un poco más abajo en esta ladera, y continuaban casi por el centro del pueblo.

—¿Efectuó usted una medición topográfica y marcó la localización de los descubrimientos?

—Lo siento, pero como no soy arqueólogo, no se me ocurrió señalar los agujeros.

En los ojos de Lily hubo un destello de decepción, pero no dijo nada.

—Seguro que usó un detector de metales —intervino Pitt.

—Sí, señor. Hecho con mis propias manos —respondió Trinity con aire orgulloso—. Lo bastante sensible como para captar una moneda pequeña a medio metro bajo tierra.

—¿Quién es el propietario de las tierras?

—Quinientas hectáreas de estas colinas han pertenecido a mi familia desde que Texas era una república.

—Eso nos ahorra un montón de papeleo legal —comentó Sandecker con satisfacción.

Pitt consultó su reloj. El sol empezaba a ponerse tras la sucesión de colinas. Intentó visualizar la lucha entre los indios y los romano-egipcios que se batían en retirada hacia el río y la flota de antiguas naves. Casi pudo escuchar los gritos de los combatientes, los alaridos de dolor, el choque de las armas. Le pareció estar reviviendo aquella jornada aciaga tan lejana en el tiempo. Regresó al presente mientras Lily continuaba interrogando a Trinity.

—Es extraño que no encontrara huesos en el campo de batalla.

—Los primeros navegantes españoles que embarrancaron en la costa tejana del golfo y consiguieron regresar a Veracruz y Ciudad de México hablaron de indios que practicaban el canibalismo —le respondió Garza.

Lily hizo una mueca de desagrado y añadió:

—No se puede afirmar con certeza que se comieran a los muertos.

—Tal vez a algunos solamente —dijo Garza—. Y los demás restos que no fueran pasto de los perros de la tribu o de los animales salvajes debieron de ser enterrados más tarde por ese Venator. Los pocos que pudieran quedar deben de haberse convertido en polvo.

—Herb tiene razón —intervino Pitt—. Los huesos que quedaran en la superficie se desintegrarían con el paso del tiempo.

Lily guardó silencio unos instantes, contemplando con un arrobamiento casi místico la cresta cercana de la colina de Gongora.

—No puedo creer que estemos realmente a pocos metros de los tesoros.

Una calma helada pareció extenderse sobre los presentes durante unos segundos. Finalmente, Pitt se hizo eco de los pensamientos de los demás.

—Un montón de hombres valientes murió aquí hace dieciséis siglos para preservar el conocimiento de su tiempo —murmuró apenas, con los ojos vueltos hacia el pasado—. Creo que ya es hora de recuperarlo.

El tesoro de Alejandría
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