25
—Mi visita es rigurosamente extraoficial —expuso Julius Schiller a Hala Kamil mientras entraban en el salón del refugio de esquí del senador Pitt, con el techo de vigas de madera—. Mis colaboradores han hecho correr la voz de que estoy de pesca en Key West.
—Entiendo —asintió Hala—. Y agradezco la oportunidad de poder hablar con alguien más que con la cocinera o los hombres del Servicio Secreto.
Hala Kamil lo había recibido vestida a la moda con un jersey de lana marrón islandés y unos pantalones a juego, que la hacían parecer aún más joven de lo que Schiller recordaba.
El hombre parecía fuera de lugar en una estación de esquí con su traje de negocios, sus lustrosos zapatos de cordones y el maletín en la mano.
—¿Puedo ayudar en algo a hacer más soportables las medidas de seguridad?
—No, gracias —respondió la secretaria general—. Nada puede aliviar la frustración de la inactividad cuando hay tanto por hacer.
—Unos días más y todo habrá terminado —trató de consolarla Schiller.
—No esperaba verlo por aquí, Julius.
—Ha surgido algo que afecta a Egipto. Nuestro presidente ha juzgado prudente consultarla sobre un suceso producido recientemente.
Hala cruzó las piernas bajo el cuerpo y bebió un sorbo de té.
—¿Debo sentirme halagada por el gesto?
—Digamos que el presidente le agradecería su colaboración.
—¿Respecto a qué?
Schiller abrió el maletín, entregó a la mujer un expediente y volvió a concentrarse en el té. Observó las suaves facciones del rostro angelical de Hala y cómo se contraían lentamente al darse cuenta del alcance de lo que estaba leyendo. Por fin, terminó la última página y cerró el informe. Dirigió una mirada penetrante a Schiller.
—¿La noticia es de dominio público?
—Sí —respondió él—. El descubrimiento de la nave se anunciará esta tarde, pero vamos a silenciar cualquier referencia a los tesoros de la Biblioteca de Alejandría.
—La pérdida de la biblioteca, hace dieciséis siglos —comentó Hala, contemplando el paisaje por la ventana—, sería comparable a si, de pronto, su presidente ordenase quemar los archivos de Washington, el Instituto Smithsoniano y la National Art Gallery.
—Una buena comparación —asintió Schiller.
—¿Existe alguna esperanza de poder recuperar los libros antiguos?
—Todavía no lo sabemos. Las tablillas de cera de la nave sólo nos proporcionan algunas pistas tentadoras. El escondite podría estar en cualquier punto entre Islandia y Sudáfrica.
—Pero ustedes tienen intención de buscarlo… —dijo ella, con creciente interés.
—El proyecto para descubrir el lugar ya se ha puesto en marcha.
—¿Quién más está al corriente?
—Sólo el presidente, yo mismo y un puñado de miembros de nuestro gobierno, de toda confianza. Y ahora usted.
—¿Por qué han contado conmigo, y no con el presidente Hasan?
Schiller se incorporó y cruzó la estancia. Luego, se volvió a Hala.
—El líder de su país tal vez no siga mucho tiempo en el poder y consideramos que la información es demasiado trascendental para caer en malas manos.
—¿Ajmad Yazid?
—Francamente, sí.
—Su Gobierno tendrá que tratar con él tarde o temprano —dijo Hala—. Si los tesoros de la biblioteca y sus valiosos datos geológicos pueden ser localizados, Yazid exigirá que les sean devueltos a Egipto.
—Lo sabemos —asintió Schiller—. Ése es el propósito de que nos hayamos reunido aquí, en Breckenridge. El presidente desea que anuncie usted el inminente descubrimiento en su mensaje a la Asamblea General.
Hala contempló a Schiller unos instantes. Luego, sus ojos se apartaron de él y en su voz apareció un tono de cólera.
—¿Cómo quiere que diga que el descubrimiento está a la vuelta de la esquina cuando la búsqueda puede prolongarse durante años? Me parece de muy mal gusto que el presidente y sus consejeros insistan en crear una mentira y en utilizarme para darle publicidad. ¿Ya estamos con otro de sus estúpidos juegos de política internacional con Oriente Medio, Julius? ¿Qué es esto, una jugada de último recurso para mantener en el poder al presidente Hasan y erosionar la influencia de Ajmad Yazid? ¿Y yo soy el instrumento que debe llevar a engaño al pueblo egipcio y hacerle creer que están a punto de encontrarse en el país ricos depósitos minerales que permitirán la recuperación de la deprimida economía y la eliminación de la terrible pobreza? —Schiller permaneció callado, sin rechazar ninguna de aquellas palabras—. Ha venido a ver a la persona equivocada, Julius. Asistiré a la caída de mi gobierno y afrontaré la muerte a manos de los asesinos de Yazid, antes de engañar a mi pueblo con falsas esperanzas.
—Unos sentimientos muy nobles —comentó Schiller sin alzar la voz—. Admiro sus principios, pero tengo la firme convicción de que nuestro plan es correcto.
—El riesgo es excesivo. Si el presidente no logra encontrar el gran conocimiento de las bibliotecas, será una invitación al desastre político. Yazid se aprovechará con una campaña propagandística que amplíe su base de poder y se hará más fuerte de lo que sus expertos sobre Egipto hayan podido imaginar. Por décima vez en otros tantos años, los expertos yanquis en política exterior aparecerán a los ojos del mundo como payasos aficionados.
—Se han cometido algunos errores —reconoció Schiller.
—Si no se hubiesen metido en nuestros asuntos…
—No estoy aquí para discutir la política sobre el Oriente Medio, Hala. He venido para pedirle ayuda.
La mujer sacudió la cabeza y apartó la mirada.
—Lo siento. No puedo hacer una declaración pública conociendo su falsedad.
Schiller la miró con cierta lástima. No la presionó más, pero juzgó preferible añadir algo a sus palabras.
—Comunicaré al presidente su respuesta —dijo, al tiempo que recogía el maletín y se encaminaba a la puerta—. Se sentirá muy disgustado.
—¡Espere!
Schiller se volvió, expectante. Hala se puso en pie y avanzó hacia él.
—Demuéstreme que su gente tiene una pista positiva para la localización del contenido de la biblioteca, algo más que un rastro nebuloso, y haré lo que pide la Casa Blanca.
—¿Hará usted el anuncio?
—Sí.
—Faltan cuatro días para el discurso. No es mucho tiempo.
—Ésas son mis condiciones —insistió Hala con brusquedad.
—Aceptadas —asintió Schiller con gesto solemne. Después, dio media vuelta y desapareció por la puerta.
Muhammad Ismail observó cómo la limusina de Schiller salía del camino particular que llevaba al refugio del senador Pitt y tomaba la autopista 9 hacia la estación invernal de Breckenridge. El árabe no vio al ocupante del asiento trasero, ni le importó.
La presencia del coche oficial, de hombres que patrullaban los jardines y hablaban por unos radiotransmisores a intervalos regulares, y de dos guardianes armados en el interior de una furgoneta estacionada a la entrada del camino le bastaban para confirmar la información que habían suministrado los agentes de Yazid en Washington.
Ismail se inclinó disimuladamente hacia un gran Mercedes Benz sedán diesel, cubriendo a un segundo hombre que, sentado en el interior del vehículo con la ventanilla abierta, observaba la casa con unos prismáticos. En la baca del coche había varios equipos de esquís. Ismail iba enfundado en un traje de esquí blanco y un pasamontañas del mismo color ocultaba sus facciones, permanentemente ceñudas.
—¿Has visto suficiente? —preguntó mientras simulaba comprobar la colocación de los esquís sobre el Mercedes.
—Un momento más —respondió el hombre de los prismáticos, estudiando el refugio que quedaba parcialmente visible entre los árboles. Alrededor de los prismáticos, sólo se apreciaba del individuo su espesa barba negra y una mata de cabello despeinado.
—Date prisa. Me estoy helando aquí fuera y sin moverme.
—Aguarda un momento.
—¿Qué te parece?
—Sólo hay un grupo de cinco hombres, tres en la casa y dos en la furgoneta. El exterior de la casa únicamente lo patrulla un hombre nunca durante más de treinta minutos cada vez. No se lo toman a la ligera, pero el frío también les afecta. Siempre siguen el mismo sendero sobre la nieve. No hay rastros de cámaras de televisión, aunque probablemente tengan una instalada en la furgoneta, que controlan desde la casa.
—Avanzaremos en dos grupos —dijo Ismail—. Uno tomará la casa y el otro matará al hombre que patrulla en el exterior y destruirá la furgoneta desde detrás, por donde menos esperan un ataque.
El observador bajó los prismáticos.
—¿Te propones atacar esta noche, Muhammad?
—No —respondió Ismail—. Mañana, cuando esos cerdos americanos se estén llenando la boca con el desayuno.
—Un ataque a la luz del día será peligroso.
—No tengo intención de arrastrarme entre la sombras como una mujer.
—Pero nuestra única ruta de huida hasta el aeropuerto será atravesando el centro del pueblo —protestó el hombre de los prismáticos—. Las calles estarán llenas de tráfico y de cientos de esquiadores. Suleiman Ammar no se arriesgaría a una aventura semejante.
Ismail de pronto dio media vuelta y abofeteó a su interlocutor con la mano enguantada.
—¡Aquí mando yo! —masculló—. Suleiman es un chacal a quien se valora en exceso. No vuelvas a mencionar su nombre en mi presencia.
El hombre de los prismáticos no se acobardó y en sus ojos apareció un destello de hostilidad.
—Harás que nos maten a todos —dijo, sin alzar la voz.
—Que así sea —siseó Ismail con un tono de voz frío como la nieve—. Si morimos para que Hala Kamil muera, el precio habrá sido barato.