42

Exactamente catorce horas y cuarenta y dos minutos después de que el helicóptero del ejército uruguayo los depositara en la plataforma de aterrizaje del Sounder, Pitt y sus compañeros localizaron el casco de un barco naufragado, de unas dimensiones que se correspondían con las del Lady Flamborough, a una profundidad de 1020 metros.

En el momento de efectuarse el hallazgo, el casco hundido apareció como un pequeño punto oscuro en una llanura, fuera de la plataforma continental. Cuando el Sounder estuvo más cerca, el operador del sonar redujo el ángulo de rastreo hasta que la imagen borrosa de un barco se convirtió en una forma discernible.

El buque oceanógrafico no iba dotado del sistema de visión submarina —valorado en cinco millones de dólares— que Pitt y Giordino habían utilizado a bordo del Polar Explorer. No llevaba cámaras de vídeo en color instaladas en el sensor del sonar que arrastraba detrás. La misión científica del barco era únicamente la de cartografiar grandes parcelas del lecho marino y su equipo electrónico estaba diseñado para reconocimientos a distancia, pero no para tomas detalladas de primeros planos de objetos de fabricación humana en el fondo del mar.

—Tiene la misma configuración —dijo Gunn—, aunque la imagen es muy vaga. Podrían ser imaginaciones mías, pero parece tener una chimenea en forma aerodinámica en la parte de popa de la superestructura. Los costados parecen altos e intactos. El barco reposa en el fondo sobre la quilla, escorado no más de diez grados a un costado.

—Tendremos que bajar cámaras hasta el casco para identificarlo sin lugar a dudas —murmuró Giordino.

Pitt no hizo comentarios y continuó mirando la grabación obtenida del sonar mucho después de que el objeto desapareciera tras la popa del Sounder. Las esperanzas de encontrar con vida a su padre se diluían y se sintió como si estuviera contemplando un ataúd en el momento de rellenar de tierra la fosa.

—Buen trabajo, chico —le dijo Giordino—. Nos has llevado justo a la diana.

—¿Cómo ha sabido dónde debíamos mirar? —quiso saber Frank Stewart, capitán del Sounder.

—He supuesto que el Lady Flamborough no había cambiado de dirección después de cruzarse con el General Bravo —explicó Pitt—, y, dado que los aviones no han vuelto a verlo desde que se cruzó con el Cabo Gallegos, he creído que lo mejor era concentrar la búsqueda en un área al este de la última posición conocida que nos facilitó el Landsat.

—En pocas palabras, siguiendo un estrecho pasillo entre el General Bravo y el Cabo Gallegos —añadió Giordino.

—Eso es —asintió Pitt.

—Lamento que no sea una ocasión indicada para celebrar el éxito —añadió Gunn, mirándolo a los ojos.

—¿Querrá enviar un sumergible a control remoto? —preguntó Stewart.

—Ahorraremos tiempo si dejamos a un lado la cámara y bajamos directamente a echar un vistazo con nuestros propios ojos. Además, los brazos manipuladores del sumergible nos serán de utilidad si queremos rescatar algo del naufragio.

—La tripulación puede tener el Deep Rover preparado para la inmersión en media hora —dijo Stewart—. ¿Lo querrá tripular usted?

—Sí, yo bajaré en el batiscafo.

—A mil metros de profundidad, estará rozando el límite de su resistencia.

—No se preocupe —intervino Rudi Gunn—. El Deep Rover tiene un índice de Habilidad de cuatro a uno a esa profundidad.

—Yo —declaró el capitán—, antes me lanzaría por las cataratas del Niágara en un Volkswagen que descender a mil metros bajo el agua en una burbuja de plástico.

Stewart, con sus hombros estrechos y su cabello castaño largo y alisado, tenía el aire de un vendedor de alimentos para animales de ciudad de provincias y de responsable de una tropa de niños exploradores. Era un hombre maduro y sabía nadar, pero recelaba de las profundidades y no había querido aprender a sumergirse. Se acomodaba a las exigencias y deseos de los científicos en lo que se refería a los estudios oceanógraficos, como lo haría en cualquier relación con un cliente, pero el gobierno del barco era asunto exclusivamente de él y cualquier científico que intentara hacer de Long John Silver con su tripulación era llamado al orden inmediatamente.

—Esa burbuja de plástico —lo corrigió Pitt—, es una esfera acrílica de más de doce centímetros de grosor.

—Me conformo con sentarme en cubierta bajo el sol y decir adiós a todo aquel que se atreva a sumergirse en ese artefacto —murmuró Stewart al tiempo que salía por la puerta.

—Ese tipo me cae bien —comentó Giordino con el entrecejo fruncido—. Carece absolutamente de tacto, pero me gusta.

—Los dos tenéis algo en común —señaló Pitt con una sonrisa.

Gunn congeló una imagen del barco naufragado en la cinta de vídeo donde tenían registrada la grabación del sonar y la estudió, pensativo. Después, alzó las gafas situándolas en su frente y se frotó los ojos.

—El casco parece intacto. No hay rastro de roturas. ¿Por qué diablos se hundió?

—Más incluso —musitó Giordino—. ¿Por qué no hay restos del naufragio en la zona?

—¿Recordáis el Cyclops? —inquirió Pitt mientras contemplaba la confusa imagen—. También se perdió sin dejar rastro.

—¿Cómo vamos a olvidarlo? —gruñó Giordino—. Todavía llevamos las cicatrices de esa aventura.

—Con toda franqueza —comentó Gunn volviéndose hacia Pitt—, no se puede comparar un barco sin apenas carga y construido hacia el cambio de siglo con un moderno crucero de pasajeros dotado de mil sistemas de seguridad y de todo tipo de salvavidas.

—A ese barco no lo ha hundido ninguna tormenta —dijo Pitt.

—¿Un golpe de mar, entonces?

—O tal vez algún banco de arena le abrió una brecha en la quilla —apuntó Giordino.

—Muy pronto lo sabremos —dijo Pitt pausadamente—. Dentro de un par de horas, estaremos posados en su cubierta principal.

El Deep Rover parecía construido para orbitar el espacio, más que para surcar las profundidades oceánicas. Tenía una forma que sólo podía ser del gusto de un marciano. La esfera, de dos metros y medio de diámetro, estaba dividida por un gran anillo y se alzaba sobre unas cajas rectangulares que contenían las baterías de 120 voltios. De la parte posterior de la esfera surgía todo tipo de extraños apéndices: impulsores y motores, bombonas de oxígeno, cilindros para la extracción del dióxido de carbono, mecanismos de amarre, cámaras y una unidad de sonar. Sin embargo, eran los instrumentos manipuladores que se extendían en la parte frontal de la burbuja lo que habría hecho palidecer de envidia a cualquier robot que se preciara. En pocas palabras, se trataba de dos brazos mecánicos terminados en unas «manos» que tenían una sorprendente capacidad para realizar las mismas tareas que unas extremidades de carne y hueso, y algunas más. Un sistema sensorial interactivo posibilitaba el control de los movimientos del brazo y la mano hasta la milésima de centímetro, mientras que el control de fuerza permitía al instrumento tanto sostener con delicadeza una taza de café con su plato como agarrar y levantar un horno de hierro.

Pitt y Giordino deambularon pacientemente en torno al Deep Rover mientras dos mecánicos se apresuraban a hacer los últimos retoques. El batiscafo se hallaba sujeto a una plataforma en el interior de una cámara como una caverna que llamaban «la charca de la luna». La base en la que se apoyaba la plataforma formaba parte del casco del Sounder y podía descender hasta siete metros de profundidad bajo la quilla. Por último, uno de los mecánicos hizo un gesto de asentimiento.

—Cuando ustedes quieran.

Pitt puso la mano en la espalda de Giordino.

—Después de ti.

—Muy bien, yo me ocuparé de los brazos articulados y de las cámaras —replicó Al con tono jovial—. Tú conduces. Ten mucho cuidado con el tráfico de hora punta.

—¡Recuérdele —gritó Stewart desde una pasarela sobre la cámara, haciendo que su voz resonara en ésta— que si me devuelve el batiscafo en una pieza, le daré un beso enorme!

—¿A mí también? —respondió Giordino en respuesta, siguiendo la broma.

—Sí, también a usted.

—¿Podré quitarme la dentadura postiza?

—Podrá quitarse lo que quiera.

—¿Un beso es lo que ofrece como estímulo? —replicó Pitt con fingida aspereza, agradeciendo al capitán que intentara hacerles olvidar lo que podían encontrar allá abajo—. Antes me largaría en línea recta hacia África que volver aquí.

—Necesitará una carga extra de oxígeno para eso —dijo Stewart.

Gunn se acercó, haciendo caso omiso del alegre diálogo, con unos auriculares en la cabeza y el cable colgándole en la pierna. Intentó comunicar las instrucciones en tono neutro, pero su voz no conseguía ocultar el nerviosismo.

—Estaré controlando vuestra señal de localización y vuestras comunicaciones. Cuando tengáis el fondo a la vista, efectuad una vuelta de trescientos sesenta grados hasta que el sonar capte el pecio. Entonces, dadme vuestro rumbo. Espero que me informéis de cada paso.

—Estaremos en contacto —afirmó Pitt mientras estrechaba la mano de Gunn. Éste miró a su amigo con aire desolado.

—¿Seguro que no prefieres quedarte y que baje yo?

—Tengo que verlo con mis propios ojos.

—Está bien, buena suerte —murmuró Gunn. A continuación, dio rápidamente media vuelta y ascendió una escalerilla hasta salir de «la charca de la luna».

Pitt y Giordino se instalaron en los asientos, situados en paralelo como los de un avión de pasajeros. Los mecánicos bajaron la mitad superior de la esfera hasta ajustaría con el anillo hermético y comprobaron todos los cierres. Giordino empezó a repasar la lista de comprobaciones previas a la inmersión.

—¿Motor?

—Motor en marcha —dijo Pitt.

—¿Radio?

—¿Nos recibes, Rudi?

—Alto y claro —respondió Gunn.

—¿Oxígeno?

—Veintiuno coma cinco por ciento.

Cuando hubieron terminado, Giordino anunció:

—Listos. Cuando os parezca, Sounder.

—Todo a punto para la maniobra, Deep Rover —respondió Stewart con su habitual tonillo de ironía—. Traigan unas langostas para la cena.

Dos submarinistas perfectamente equipados se acomodaron en la plataforma mientras ésta descendía lentamente hasta el agua, que pronto envolvió la esfera transparente. Pitt alzó la mirada a las luces parpadeantes de la cámara y vio las siluetas ondulantes de varias personas inclinadas sobre la barandilla superior, contemplando la operación. Todo el grupo de oceanógrafos y tripulantes se acercó a observar la inmersión, rodeando a Gunn y prestando atención a los informes que llegaban del sumergible. Pitt se sintió como un pez exhibido en un acuario.

Cuando el batiscafo estuvo completamente sumergido, los buzos procedieron a soltar el aparato de la base a la que había estado sujeto. Uno de los submarinistas alzó una mano para indicar que la operación había terminado. Pitt sonrió, respondió levantando el pulgar en gesto de asentimiento y, seguidamente, señaló al frente.

Una serie de mandos situados al final de los apoyabrazos de los asientos guiaba las extremidades manipuladoras, mientras que en los propios apoyabrazos iban incorporados los controles de los propulsores submarinos. Pitt pilotó el Deep Rover como si fuera un helicóptero bajo el agua. Con una ligera presión de los codos, el batiscafo se levantó de la plataforma Después, llevó los brazos hacia adelante y los propulsores horizontales hicieron que el vehículo avanzara hasta quedar flotando libremente entre dos aguas.

Pitt se separó unos treinta metros de la plataforma y detuvo el sumergible para comprobar la orientación en la brújula. A continuación, puso en marcha los propulsores verticales e inició el descenso.

El Deep Rover se hundió rápidamente y las aguas, cada vez más en tinieblas, engulleron en sus profundidades al extraño artefacto. El vibrante verde azulado de la superficie oceánica pasó rápidamente a un suave tono gris. Un pequeño tiburón azul de un metro de longitud se acercó nadando sin esfuerzo hacia el sumergible, dio una vuelta a su alrededor sin encontrar nada aprovechable y continuó su solitario viaje por las aguas brumosas.

En el interior del batiscafo no se apreciaba ninguna sensación de movimiento. El único sonido era el ligero crepitar de la radio y el pitido del localizador. El agua se convirtió en una cortina de negrura que envolvía su pequeño círculo de luz.

—Cuatrocientos metros y bajando —informó Pitt con la misma calma que un piloto anunciando la altitud de vuelo.

—Cuatrocientos metros —repitió Gunn por los auriculares.

En condiciones normales, en el interior del sumergible no habrían faltado las bromas y el sarcasmo para pasar el tiempo pero, en esta ocasión, Pitt y Giordino se mantuvieron en un extraño silencio. Durante el descenso, su conversación se redujo a apenas unas breves frases.

—Ahí tenemos a un auténtico encanto de criatura —comentó Giordino, señalando hacia el frente.

Pitt vio al animal en el mismo instante que su compañero. Se trataba de uno de los habitantes más feos de las profundidades. El perfil de su cuerpo, largo y en forma de anguila, despedía una luminiscencia como un rótulo de neón. Sus mandíbulas rígidas y entreabiertas no podían cerrarse del todo debido a los dientes, largos y afilados, que le servían más para retener a sus presas que para morderlas. Sus ojos lanzaban una mirada maliciosa y de su mandíbula inferior sobresalía una trompa, unida a una barba luminiscente, que le servía para atraer a su siguiente víctima.

—¿Qué te parecería alargar el brazo articulado para capturar esa cosa? —preguntó Pitt.

Antes de que Giordino pudiera responder, Gunn intervino:

—Uno de los científicos quiere saber qué habéis visto.

—Un pez dragón —respondió Pitt.

—Quiere una descripción.

—Dile que le haremos un dibujo cuando volvamos —gruñó Giordino.

—Pasando los ochocientos metros —informó Pitt.

—Cuidado con no chocar contra el fondo —recomendó Gunn.

—Estaremos ojo avizor. Ninguno de nosotros desea que el viaje sea sólo de ida.

—No está de más que alguien se preocupe de revisar los procedimientos de seguridad. ¿Cómo está el oxígeno?

—Perfectamente.

—Ya debéis de estar cerca.

Pitt redujo la velocidad de descenso del Deep Rover con un ligero deslizamiento del apoyabrazos móvil. Giordino concentró la vista hacia abajo, vigilando cualquier signo de la proximidad del fondo. Pitt habría jurado que su amigo no parpadeó una sola vez en los ocho minutos que tardó el lecho marino en materializarse gradualmente debajo del sumergible.

—Estamos abajo —anunció Giordino—. Profundidad, mil quince metros.

Pitt aumentó la potencia de los propulsores verticales, haciendo que el batiscafo detuviera su descenso a tres metros de los sedimentos grises. Debido a la presión del agua, el peso de la embarcación había aumentado durante el descenso. Pitt abrió una válvula del tanque de lastre y, vigilando el indicador de presión, lo llenó con el aire suficiente para conseguir una flotabilidad equilibrada.

—Vamos a iniciar la exploración —notificó a Gunn.

—El barco debería estar aproximadamente en el rumbo uno uno cero grados —respondió Gunn entre crepitaciones.

—Afirmativo —dijo Pitt—. Tenemos un objetivo en el sonar a doscientos veinte metros, rumbo uno uno dos grados.

—Entendido, Deep Rover.

Pitt se volvió hacia Giordino y comentó:

—Bien, veamos qué podemos descubrir.

Aumentó la potencia de los propulsores horizontales y avanzó en una amplia curva, estudiando el yermo paisaje marino que se abría ante él mientras Giordino lo guiaba mediante la lectura del rumbo que señalaba la brújula.

—Un par de puntos a la izquierda. Demasiado. Muy bien, ahora lo tienes. Continúa recto.

Las palabras de Pitt no reflejaban el menor asomo de emoción y sus facciones estaban extrañamente en calma. Cada vez más preocupado, se preguntó qué era lo que iba a encontrar allí abajo.

Recordó la escalofriante historia de un submarinista que trabajaba en el rescate de un transbordador hundido tras una colisión. El submarinista estaba dedicado a su tarea en el pecio, a treinta metros bajo el agua, cuando notó que alguien le daba unos golpecitos en el hombro. Cuando dio media vuelta, se encontró frente a frente con el cuerpo de una hermosa muchacha que lo contemplaba a través de sus ojos ciegos, con un brazo extendido hacia adelante y tocándolo como si le pidiera que la tomara de la mano. El submarinista tuvo pesadillas durante años, tras lo sucedido.

Pitt había visto muchos cadáveres con anterioridad: congelados, como los tripulantes del Serapis; abotargados y grotescos como la dotación del yate presidencial, el Eagle, o en estado de descomposición en diversos aviones hundidos frente a las costas islandesas y en un lago de las Rocosas de Colorado. Si cerraba los ojos, aún podía visualizarlos uno por uno.

Rogó a Dios no tener que contemplar el cadáver flotante de su padre. Cerró los ojos un instante y estuvo a punto de enviar el Deep Rover contra el fondo. Pitt deseaba que su último recuerdo de su padre fuera el de un hombre vivo y animado, vibrante, y no el de un ente fantasmal en el mar o el de un cadáver ridículamente maquillado en un ataúd.

—Un objeto en el sedimento, a la derecha —indicó Al Giordino, haciendo salir a Pitt de sus morbosos pensamientos. Pitt se inclinó hacia adelante y prestó atención.

—Es un barril de doscientos litros. Y hay tres más a la izquierda.

—Los hay por todas partes —dijo Giordino—. Esto parece un depósito de chatarra.

—¿Alguna marca?

—Sólo algunas palabras escritas en español. Probablemente información sobre el peso y el volumen del bidón.

—Me acercaré más al que tenemos delante. Todavía está derramándose parte de su contenido, formando un hilillo que asciende hacia la superficie.

Pitt acercó la esfera del Deep Rover hasta escasos centímetros del bidón hundido. Los focos del batiscafo mostraron una sustancia oscura que formaba volutas en el aire al escapar por la rosca del tapón.

—¿Petróleo? —aventuró Giordino. Pitt sacudió la cabeza en gesto de negativa.

—El color se parece más al óxido. No, espera: es rojo. ¡Por todos los santos, es pintura roja al óleo!

—Al lado del bidón hay otro objeto cilíndrico.

—¿Puedes reconocer de qué se trata?

—Diría que es un gran rollo de tela plástica.

—Creo que tienes razón.

—No sería mala idea llevar eso a bordo del Sounder para examinarlo. Manten la posición y lo cogeré con los brazos articulados.

Pitt asintió en silencio y mantuvo el batiscafo inmóvil contra la ligera corriente del fondo oceánico. Giordino asió los mandos y dobló las articulaciones de las sofisticadas extremidades mecánicas del mismo modo que un ser humano doblaría los codos para abrazar a un amigo. Después, cerró las manos de la herramienta hasta tener agarrado con fuerza el objeto por su extremo inferior.

—Ya lo tengo —anunció—. Necesitaremos un poco de potencia ascensional para sacar eso del sedimento.

Pitt obedeció y el Deep Rover se alzó lentamente con el rollo de plástico, envuelto en una nube de fango. Durante unos instantes, no pudieron ver nada. Después, Pitt hizo avanzar en horizontal al sumergible hasta encontrarse de nuevo en aguas limpias.

—Ya deberíamos tener el barco a la vista —dijo Giordino—. El sonar muestra un objeto de grandes dimensiones delante de nosotros, ligeramente a la derecha.

—Aquí os tenemos casi encima de él —informó Gunn.

Como una imagen fantasmagórica en un espejo oscuro, el barco surgió de entre las sombras. Agrandado por la distorsión que producía el agua, el casco ofrecía un aspecto imponente.

—Tenemos contacto visual —anunció Giordino.

Pitt redujo la velocidad del sumergible hasta detenerlo a siete metros de la quilla. Después, lo hizo ascender junto al casco y avanzar sobre la cubierta de proa.

—¿Qué diablos…? —soltó de pronto Pitt, para añadir seguidamente—: Rudi, ¿de qué colores era el casco del Lady Flamborough?

—Un momento. —No transcurrieron más de diez segundos antes de que Gunn respondiera—: Azul celeste, tanto la superestructura como el casco.

—Este barco tiene el casco rojo y la obra muerta blanca.

Gunn no hizo ningún comentario inmediatamente. Cuando al fin habló, su voz sonó avejentada y cansada.

—Lo siento, Dirk. Debemos de haber tropezado con algún barco desaparecido en la Segunda Guerra Mundial, hundido por los torpedos de algún submarino alemán.

—Imposible —murmuró Giordino—. El barco está como nuevo, sin la menor señal de corrosión o de adherencias, y puedo ver diversas burbujas de aire y de petróleo que escapan de su interior. No puede llevar aquí abajo más de una semana.

—Negativo —escucharon decir a Stewart por los altavoces—. En esta zona del Atlántico, el único barco cuya desaparición se ha denunciado durante los últimos seis meses es el crucero que buscamos.

—Pues esto no es ningún crucero —replicó Giordino.

—Un momento —intervino Pitt—. Vayamos hasta la popa y veamos si podemos identificarlo.

Con una hábil maniobra, hizo que el batiscafo se deslizara hasta el costado del buque y avanzó en paralelo a él. Cuando llegaron a la popa, Pitt viró el vehículo y lo detuvo. El sumergible permaneció allí, inmóvil, a apenas un metro del nombre del barco, cuyas letras estaban grabadas en relieve y soldadas al casco.

—¡Oh, Dios mío! —musitó Giordino con incredulidad y asombro en la voz—. Nos han tomado el pelo.

Pitt, sentado a los mandos, no mostraba desconcierto ni sorpresa, sino que sonreía como si hubiera perdido el juicio. El rompecabezas no estaba resuelto, ni mucho menos, pero las piezas vitales ya estaban en su sitio. Las letras blancas en relieve sobre las planchas de acero pintado de rojo no decían Lady Flamborough.

Lo que podía leerse en ellas era General Bravo.

El tesoro de Alejandría
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