46

El coronel Morton Hollis no había recibido precisamente con júbilo la orden de abandonar a su familia en mitad de la fiesta de aniversario de su esposa. La mirada comprensiva en los ojos de ésta le había encogido el estómago, pues sabía que el cumplimiento del deber iba a salirle muy caro. Al collar de coral rojo que acababa de regalarle, Hollis había tenido que añadir la promesa de emprender el crucero de cinco días por las Bahamas que la mujer venía proponiéndole desde hacía tanto tiempo.

Ahora, Hollis se encontraba sentado ante un escritorio en un compartimiento especialmente habilitado como oficina en el avión de transporte C-140 que sobrevolaba Venezuela rumbo al sur. El coronel dio una profunda calada al enorme habano que había adquirido en la tienda de la base, ahora que el embargo de importaciones cubanas se había levantado.

Hollis estudió los últimos informes meteorológicos de la península antártica y observó las fotografías que mostraban sus costas ásperas y heladas. Desde el despegue del avión, ya había repasado mentalmente una decena de veces las dificultades que le aguardaban. Durante su breve historia, la unidad de Fuerzas de Operaciones Especiales de reciente creación había conseguido una notable hoja de servicios, pero aún no había tenido que enfrentarse a una situación de la magnitud del secuestro del Lady Flamborough.

Las Fuerzas Especiales, hijas huérfanas del Pentágono, no fueron reestructuradas bajo un mando único hasta el otoño de 1989. En esa fecha, la Fuerza Delta del ejército, cuyos miembros eran seleccionados entre las unidades de élite de los comandos y los Boinas Verdes, así como de una unidad secreta de aviación conocida por Grupo Operativo 160, se fusionaron con otras dos unidades de intervención inmediata, el equipo SEAL de la Marina y el ala de operaciones especiales de la fuerza aérea.

Las fuerzas unificadas pusieron fin a los conflictos de competencias y rivalidades de servicio y se convirtieron en una unidad con su propia escala de mandos y una dotación de doce mil hombres, acuartelados en una base de alta seguridad al sudeste del estado de Virginia, donde sus miembros recibían un duro entrenamiento en tácticas guerrilleras, paracaidismo, supervivencia en tierras vírgenes y submarinismo, con un especial énfasis en el asalto a edificios, barcos y aviones en misiones de rescate.

Hollis era un hombre de baja estatura —casi no había dado la talla mínima para pertenecer a las Fuerzas Especiales— pero poseía unos hombros muy desarrollados y casi medía lo mismo de ancho que de alto. Cuarentón, pero tremendamente fuerte, había sobrevivido a una rigurosa guerra de guerrillas simulada en los pantanos de Florida durante tres semanas, para inmediatamente lanzarse en paracaídas e iniciar un nuevo ejercicio de prácticas. Su cabello castaño, cortado muy corto, era ralo y prematuramente encanecido y tenía los ojos verde azulados, con los blancos ligeramente amarillentos debido a una excesiva permanencia al sol sin gafas protectoras.

Hombre astuto que siempre sabía mirar más allá de sus narices y trazar sus planes de acuerdo con ello, Morton Hollis dejaba muy pocos detalles al azar. Expulsó con delectación un anillo de humo del habano y se dijo que no podría contar con un equipo mejor si hubiera escogido a los ganadores de medallas de una Olimpiada militar. Sus hombres eran la élite de la élite para afrontar conflictos de baja intensidad. Los ochenta hombres del grupo, que se denominaban a sí mismos «cazadores diabólicos», habían sido seleccionados para el rescate del Lady Flamborough porque ya habían participado en prácticas de asalto en tiempo invernal contra un falso grupo de terroristas que simulaba haberse apropiado de un barco frente a las costas de Noruega, tomando como rehenes a los tripulantes. Cuarenta de los miembros del grupo serían «tiradores», mientras que la otra mitad actuaría como fuerza logística y de apoyo.

Su lugarteniente, el comandante Dillinger, llamó a la puerta con los nudillos y asomó la cabeza.

—¿Estás ocupado, Mort? —preguntó con un claro acento tejano. El coronel Hollis le hizo un relajado gesto con la mano.

—Mi oficina es la tuya —aseguró a Dillinger con jovialidad—. Entra y toma asiento en mi nuevo sofá de piel de diseño francés.

Dillinger, un hombre delgado, seco, de rostro chupado pero fuerte como el roble, contempló dubitativo el asiento de lona atornillado al piso y se instaló en él. Objeto de continuas bromas por llevar el mismo apellido que el famoso ladrón de bancos, el comandante era un maestro en el arte de la planificación táctica y de la infiltración en defensas casi imposibles de penetrar.

—¿Estudiando la operación? —preguntó al coronel.

—Sí —respondió Hollis—. Repaso las previsiones meteorológicas y las condiciones del terreno y los hielos.

—¿Ves algo en tu bola de cristal?

—Es demasiado pronto —respondió Hollis, enarcando una ceja—. ¿Qué planes está haciendo ese perverso cerebro tuyo?

—Puedo explicar de palabra y con dibujos hasta seis medios distintos de abordar una nave sin ser descubiertos. Ya me he familiarizado con el diseño y la disposición del Lady Flamborough, pero sólo puedo trazar un plan de acción a grandes rasgos, hasta que sepamos si podemos asaltarlo saltando en paracaídas, buceando bajo el agua o avanzando a pie desde tierra firme o sobre el hielo.

Hollis asintió con aire solemne y murmuró:

—En esa nave van más de cien personas inocentes, entre ellas dos presidentes de estado y la secretaria general de las Naciones Unidas. Que Dios nos ayude si se interponen en nuestra línea de fuego.

—No podemos lanzarnos al asalto con una salva de balas —replicó Dillinger, cáustico.

—Es cierto, y tampoco podemos descolgarnos de ruidosos helicópteros disparando con todas nuestras armas. Tendremos que infiltrarnos antes de que los secuestradores descubran nuestra presencia. Es fundamental que los pillemos totalmente por sorpresa.

—Eso significa que será preciso hacer un salto nocturno en paracaídas.

—Es posible —asintió Hollis, taciturno. Dillinger se movió en el sillón de lona con expresión de inquietud.

—Un salto nocturno ya es bastante peligroso, pero caer a ciegas sobre una nave sin luces puede significar una carnicería y los dos lo sabemos, Mort. De los cuarenta hombres, quince no acertarán en el objetivo y caerán al mar. Otros veinte sufrirán heridas al golpearse con los aparejos y las duras planchas metálicas del barco. Con suerte, tendré a cinco hombres en condiciones de combatir.

—No podemos descartar esa solución.

—Esperemos hasta que llegue más información —propuso Dillinger—. Todo depende de dónde esté el barco. La cosa cambia totalmente si está amarrado o si sigue navegando en aguas abiertas. Tan pronto como tengamos noticia de su situación final, trazaré un plan de asalto detallado y lo pondré en tus manos para tu aprobación final.

—Estupendo —asintió Hollis—. ¿Cómo están los hombres?

—Siguen estudiando. Cuando tomemos tierra en Punta Arenas, ya habrán memorizado el Lady Flamborough lo suficiente para recorrer sus cubiertas con los ojos cerrados.

—Esta vez, hay mucho en juego en la operación.

—Sabrán hacer el trabajo, de eso estoy seguro. La cuestión está en llevarlos a bordo de una pieza.

—Hay otra cosa… —añadió Hollis con una expresión de profunda preocupación en el rostro—. Se trata del último cálculo estimativo de los servicios de inteligencia sobre el número de secuestradores. Acaba de llegar del Pentágono.

—¿De cuántos estamos hablando? ¿Cinco, diez, doce tal vez?

Hollis titubeó antes de responder:

—Si damos por hecho que la tripulación del carguero mexicano que transbordó al crucero también iba armada… podríamos tener enfrente a un total de cuarenta hombres.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Dillinger—. ¿Vamos a enfrentarnos a un número de terroristas igual al de nuestras fuerzas?

—Parece que así será —asintió Hollis con aire sombrío. Dillinger sacudió la cabeza en gesto de perplejidad y desaprobación y se pasó una mano por la frente. Después, dirigió una colérica mirada al coronel.

—Algunos se van a llevar una buena patada en el trasero antes de que termine este baile.

En las profundidades del bunker de cemento perforado en una colina a las afueras de Washington, el teniente Samuel T. Jones llegó a toda prisa a un gran despacho, jadeando como si acabara de correr los doscientos metros lisos. De hecho, era lo que acababa de hacer, pues ésa era la distancia un par de pasos más o menos, que separaban la sala de Comunicaciones de la oficina de Análisis Fotográfico. Con las mejillas encendidas de excitación, el teniente sostenía una gran fotografía entre sus manos, levantadas a la altura de la cabeza.

Jones había corrido muchas veces por los pasillos durante los ejercicios de prácticas pero, al igual que los otros trescientos hombres y mujeres que trabajaban en el comando de adiestramiento de las Fuerzas de Operaciones Especiales, no había puesto toda su alma en la carrera hasta aquel momento. Los simulacros no le hacen a uno descargar adrenalina como cuando el asunto va en serio. Después de esperar como sabuesos en hibernación, todo el comando había cobrado vida como en un estallido cuando llegó del Pentágono la alerta sobre el secuestro del Lady Flamborough.

Al mando de las Fuerzas Especiales estaba el general de división Frank Dodge. Junto a varios miembros de su plana mayor, el general aguardaba con expectación la llegada de la fotografía más reciente del satélite con imágenes de las aguas al sur de Tierra del Fuego, cuando el teniente Jones irrumpió en la sala.

—¡Ya está aquí!

Dodge lanzó al joven oficial una severa mirada de reproche por su demostración de entusiasmo poco marcial.

—Debería haber estado aquí hace ocho minutos —gruñó.

—Es culpa mía, general. Me he tomado la libertad de eliminar los perímetros exteriores y hacer una ampliación de la zona de búsqueda inmediata antes de pasar la imagen por el ordenador para hacerla más definida.

La expresión adusta de Dodge se ablandó y el general asintió en gesto de aprobación.

—Buena idea, teniente.

Jones emitió un breve suspiro y se apresuró a colgar la última foto del satélite en un gran tablero instalado en la pared bajo una hilera de focos. Junto a la foto había otra imagen anterior en la que aparecía la última posición conocida del Lady Flamborough en un círculo rojo, su curso previo marcado en verde y su rumbo previsto en color naranja.

El teniente se apartó del tablero al tiempo que el general Dodge y sus oficiales se congregaban en torno a la foto, buscando ansiosamente con la mirada el pequeño punto que señalaba la posición del crucero.

—La última toma desde el satélite situaba el barco a sesenta millas al sur del cabo de Hornos —dijo un comandante, siguiendo en la nueva foto el curso trazado en la anterior—. Actualmente, ya debería de estar aguas adentro del paso Drake, aproximándose a las islas situadas frente a la costa de la península antártica.

Tras un minuto completo de valoraciones, el general Dodge se volvió hacia Jones.

—¿Ha estudiado usted la foto, teniente?

—No, señor. No me ha dado tiempo. La he traído corriendo lo antes posible.

—¿Y está seguro de que ésta es la última imagen transmitida?

—Sí, señor —aseguró Jones con aire confuso.

—¿No hay ningún error?

—No, señor —respondió el teniente, esta vez con firmeza—. El satélite Seasat de la NUMA ha registrado la zona con impulsos electrónicos digitales transmitidos instantáneamente a las estaciones en tierra. La imagen que están ustedes viendo ha sido tomada hace no más de seis minutos.

—¿Cuándo tendremos la próxima?

—El Landsat tiene previsto sobrevolar la zona dentro de cuarenta minutos.

—¿Y el Casper?

Jones consultó su reloj y respondió:

—Dentro de cuatro horas, si vuelve según lo previsto, podremos estudiar las imágenes que haya conseguido.

—Tráigamelas en el momento que lleguen.

—Sí, señor.

Dodge se volvió hacia sus subordinados.

—Bien, caballeros, a la Casa Blanca no le va a gustar esto. —Se acercó a una mesa y levantó el auricular del teléfono—. Póngame con Alan Mercier.

La voz del consejero de Segundad Nacional contestó, al otro extremo de la línea, veinte segundos más tarde.

—Espero que tenga buenas noticias, Frank.

—No, lo lamento —respondió Dodge—. Parece que el crucero…

—¿Se ha hundido? —le interrumpió Mercier.

—No lo sabemos con certeza.

—Entonces, ¿qué ha averiguado?

Dodge respiró profundamente antes de continuar.

—Haga el favor de informar al presidente que el Lady Flamborough ha vuelto a desaparecer.

El tesoro de Alejandría
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