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En la cocina del avión, una de las azafatas torció la cabeza, escuchando algo.
—¿Qué es ese ruido tan raro que viene de la cabina? —preguntó.
Gary Rubin, el sobrecargo, salió al pasillo entre los asientos y miró hacia la proa del avión. Desde allí, escuchó una especie de rugido amortiguado y continuo, que le recordó una lejana corriente de agua.
Diez segundos después del salto del impostor, el temporizador del brazo articulado puso éste en movimiento, cerrando la escotilla del compartimiento inferior de la cabina y poniendo fin al extraño sonido.
—Ha cesado —dijo el sobrecargo—. Ya no lo oigo.
—¿Qué crees que ha sido?
—No sé. Nunca había oído nada parecido. Por un momento, he creído que habíamos sufrido una pérdida de presión.
Se encendió la luz de llamada de un pasajero y la azafata apartó su cabellera rubia del rostro al tiempo que se adentraba en la zona del pasaje.
—Será mejor que lo compruebes con el capitán —añadió la muchacha, volviendo la cabeza hacia él.
Rubin vaciló, recordando la orden de Lemke de no molestar a los pilotos salvo si era un asunto importante. Más valía asegurarse que lamentarse después, se dijo. La seguridad de los pasajeros se imponía a todo lo demás. Cogió el teléfono de comunicaciones internas y pulsó el botón de llamada a la cabina.
—Capitán, aquí el sobrecargo. Acabamos de advertir un ruido extraño delante de la zona de pasaje. ¿Tienen problemas ahí dentro?
No recibió ninguna respuesta.
Lo intentó tres veces, pero el intercomunicador siguió mudo. Rubin permaneció allí unos instantes, desconcertado, preguntándose por qué no respondía la cabina de vuelo. En doce años a bordo de aviones, jamás le había sucedido algo semejante.
Aún estaba intentando resolver el misterio cuando la azafata llegó corriendo a su lado y dijo algo. Al principio, Rubin no le hizo caso, pero el tono de urgencia de su voz penetró finalmente hasta su cerebro.
—¿Qué… qué has dicho?
—¡Estamos volando sobre tierra!
—¿Tierra?
—Justo debajo de nosotros —insistió ella con una mirada de desconcierto—. Un pasajero me lo ha enseñado.
—Imposible. —El sobrecargo sacudió la cabeza con gesto de incredulidad—. Tenemos que estar en mitad del océano. Probablemente ha visto las luces de unos barcos de pesca. El capitán dijo que tal vez los viéramos durante nuestro descenso para el estudio meteorológico.
—Míralo tú mismo —suplicó ella—. Nos acercamos rápidamente a tierra. Creo que estamos aterrizando.
El sobrecargo se acercó a la ventanilla de la zona de cocina y miró por ella. En lugar de las aguas oscuras del Atlántico, divisó un resplandor blanco. Una inmensa capa de hielo se deslizaba bajo el avión a menos de 300 metros de su panza. Lo bastante cerca para que los cristales de hielo reflejaran los flashes parpadeantes de las luces de posición. Paralizado y desconcertado, intentó encontrar algún sentido a lo que sus ojos le decían que estaba sucediendo.
Si se trataba de un aterrizaje de emergencia, ¿por qué no había advertido de ello el capitán? Los rótulos de Abróchense el cinturón y No fumar seguían apagados.
Casi todos los delegados de las Naciones Unidas estaban despiertos, leyendo o conversando. Sólo Hala Kamil dormía a pierna suelta. Varios representantes de México que volvían de una reunión económica en la sede del Banco Mundial estaban reunidos en torno a una mesa en la sección de cola. Miguel Salazar, director de Finanzas Exteriores, hablaba en tono sombrío. En torno a la mesa reinaba una atmósfera impregnada de derrota. México había sufrido un catastrófico colapso económico y se encontraba en quiebra técnica, sin perspectivas de ningún recurso monetario.
Rubin notó un escalofrío de miedo y unas palabras surgieron involuntariamente de su boca:
—¿Qué diablos está pasando aquí?
La azafata mostraba una expresión parecida. Su rostro palideció y sus ojos se agrandaron de miedo.
—¿No deberíamos empezar el procedimiento de emergencia?
—No alarmes a los pasajeros. Todavía no. Deja que hable primero con el capitán.
—¿Queda tiempo?
—No lo sé.
Controlando el miedo, Rubin se dirigió con paso rápido, casi al trote, hacia la cabina de los pilotos fingiendo un bostezo de aburrimiento para desviar la curiosidad de cualquier pasajero ante su andar apresurado. Cerró tras él la cortina que separaba el vestíbulo de embarque de la cabina principal. A continuación, empujó la puerta. Estaba cerrada.
Dio unos golpecitos frenéticos con los nudillos. Dentro, no hubo respuesta. Incrédulo, con la mente en blanco, contempló con desconcierto la delgada barrera que le impedía el acceso a la cabina. Luego, en un destello de desesperación, alzó el pie y dio una patada a la puerta.
El delgado panel estaba construido para abrirse hacia afuera, pero el golpe la lanzó contra la mampara interior. Rubín cruzó el umbral y observó el reducido espacio de la cabina de vuelo.
Incredulidad, desconcierto, miedo, horror… Todas estas emociones formaron un torbellino en su mente, como una inundación precipitándose por una presa agrietada.
Tras una rápida mirada, identificó a Hartley tumbado sobre su panel y a Oswald tendido en el suelo boca arriba, con los ojos sin vida fijos en el techo de la cabina. Lemke parecía haberse desvanecido.
Rubin trastabilló sobre el cuerpo de Oswald, se inclinó sobre el asiento vacío del piloto y miró por el parabrisas, sobrecogido de terror.
La enorme cumbre del glaciar de Hofsjokull apareció ante la proa de la aeronave a menos de quince kilómetros de distancia. La luz titilante de la aurora boreal recortó la silueta de la masa de hielo, bañando la desigual superficie de unos tonos grises y verdes espectrales.
Llevado de la desesperación y del pánico, el sobrecargo se lanzó al asiento del piloto y asió con gesto ceñudo los mandos del aparato y tiró del timón de profundidad hacia su pecho.
No sucedió nada.
El timón se negó a ceder pero, cosa extraña, el altímetro mostró un lento pero sostenido aumento de altitud. Tiró nuevamente de los mandos, pero esta vez con más fuerza. Ahora, notó que cedía ligeramente. Le sorprendió la resistencia que encontraba.
No tenía tiempo de pensar en lo que estaba haciendo. Era demasiado inexperto para darse cuenta de que estaba tratando de tomar el mando sobre el piloto automático por la fuerza bruta cuando sólo era precisa una presión de quince kilos para vencer su resistencia.
El aire frío y cortante hacía que el glaciar pareciera casi al alcance de la mano. Empujó los mandos hacia adelante e insistió en tirar del timón de profundidad hacia su cuerpo. La columna de control cedió perezosamente, como el volante de un coche lanzado por la autopista que hubiera perdido la servodirección, y retrocedió palmo a palmo.
Con lentitud, el Boeing levantó el morro y pasó sobre el pico helado, a unos treinta metros por encima de la cumbre.
Abajo, en el glaciar, el hombre que había matado en Londres al genuino piloto del vuelo 106, Dale Lemke, para ocupar su lugar, observaba ahora a lo lejos a través de unos prismáticos de visión nocturna. La aurora boreal se había difuminado hasta convertirse en un mortecino resplandor, pero la cresta mellada del Hofsjokull seguía recortándose contra el cielo.
El aire estaba impregnado de expectación. Los únicos sonidos procedían del equipo de dos hombres que empezaban a cargar los focos y el radiofaro en la bodega de un helicóptero.
Los ojos de Suleiman Aziz Ammar se habituaron a la oscuridad y pudo distinguir las crestas agrietadas que recorrían la muralla de hielo. Ammar permaneció como una estatua, contando los segundos a la espera de la pequeña llamarada distante que señalaría el final del vuelo 106.
Sin embargo, el tan esperado resplandor del incendio no llegó nunca.
Ammar bajó los prismáticos y exhaló un suspiro. A su alrededor se extendía la quietud del glaciar, fría y remota. Se quitó la peluca canosa y la arrojó a la oscuridad. Después, se quitó un par de botas fabricadas especialmente para él y sacó de su interior unas alzas de diez centímetros que llevaba en los talones. Entonces advirtió la presencia a su lado de su sirviente y amigo, Ibn Telmuk.
—Buen trabajo de camuflaje, Suleiman. No habría sabido reconocerte —dijo Ibn, un hombre moreno con una gran mata de cabello ensortijado, negro como el ébano.
—¿Está cargado el equipo? —preguntó Ammar.
—Todo está a bordo. ¿Has tenido éxito en tu misión?
—Ha habido un ligero error de cálculo. No sé cómo, el avión ha pasado por encima del pico. Alá ha concedido a Hala Kamil unos minutos más de vida.
—Ajmad Yazid no estará contento.
—Kamil morirá según lo previsto —replicó Ammar, confiado—. No he dejado nada al azar.
—El avión todavía vuela.
—Ni siquiera Alá puede mantenerlo en el aire indefinidamente.
—Has fallado, Ammar —dijo una nueva voz. El aludido se volvió y sostuvo la helada y ceñuda mirada de Muhammad Ismail. El rostro redondo del egipcio era una curiosa mezcla de maldad y de inocencia infantil. Sus ojos negros almendrados miraban por encima de un poblado mostacho con perversa intensidad, pero carecían de poder de penetración. Era una mirada jactanciosa sin sustancia, una mera fachada de rudeza, pero la única habilidad de aquel hombre era tirar del gatillo.
Ammar no había tenido voz en la elección de Ismail para el grupo, pues el oscuro mullah venido del campo le había sido impuesto por Ajmad Yazid. El líder islámico administraba su confianza como un avaro, racionándola solamente entre aquellos que, en su consideración, poseían un espíritu combativo y una devoción tradicionalista a las leyes originales del Islam. Para Yazid, la firmeza en las convicciones religiosas contaba más que la competencia y la profesionalidad.
Ammar profesaba ser un sincero creyente de la fe, pero Yazid no se fiaba de él. La costumbre de aquel hombre de acción de hablar de los líderes musulmanes como si fueran simples mortales iguales a los demás no le sentaba bien a Yazid, quien había insistido en que llevara a cabo sus mortíferas misiones bajo la cauta vigilancia de Ismail. Ammar había aceptado la presencia de su perro guardián sin protestas, pues era un maestro en el arte del engaño. Muy pronto, convirtió el papel de Ismail en el de un peón que utilizaba para sus propios propósitos de información. Sin embargo, la estupidez de los árabes era fuente de constantes irritaciones para Ammar. El razonamiento analítico, desapasionado, estaba fuera de su alcance. Sacudió la cabeza apesadumbrado y, con voz paciente, explicó la situación a Ismail.
—Puede haber sucedido algo imprevisible: una corriente de aire ascendente, un mal funcionamiento del piloto automático o de los altímetros, un cambio repentino del viento. Hay cien posibles causas de que el avión no se haya estrellado contra el pico, pero he tenido en cuenta todas las posibilidades. El piloto automático está fijado en un rumbo hacia el polo y no le quedan más de noventa minutos de vuelo.
—¿Y si alguien descubre los cuerpos de la cabina y uno de los pasajeros sabe pilotar el avión? —insistió Ismail.
—Recuerda que examinamos con detalle los expedientes de todos los que van a bordo. En ninguno se indicaba que tuviera experiencia como piloto. Además, destrocé la radio y los instrumentos de navegación. Todo intento de tomar los controles será en vano. No funciona la brújula, no hay puntos de referencia que puedan indicar una dirección. Hala Kamil y sus compañeros de cama de las Naciones Unidas desaparecerán en las frías aguas del océano Glacial Ártico.
—¿No existe ninguna posibilidad de que sobrevivan? —preguntó Ismail.
—Ninguna —respondió Ammar—. Absolutamente ninguna.