17
Cuando Pitt hubo penetrado por la abertura del casco, hizo una pausa y permaneció inmóvil, dejándose caer lentamente de rodillas. Escuchó los latidos de su corazón y el aire que escapaba por la válvula de expulsión de aire y esperó a que sus ojos se acostumbraran finalmente a la fluida penumbra.
No sabía qué esperaba encontrar en realidad. Lo que descubrió fue un número considerable de vasijas de terracota, cántaros, tazas y platos perfectamente ordenados en estanterías adosadas a los mamparos. Uno de los objetos era un gran cazo de cobre que había palpado mientras inspeccionaba el casco, y que estaba cubierto por una gruesa pátina de verdor.
Al principio creyó que sus rodillas se apoyaban en la sólida superficie de la cubierta pero, al tantear el terreno con las manos, descubrió que estaba arrodillado en la superficie enlosada de unos fogones. Alzó la vista y observó que las burbujas se elevaban y se extendían en una capa temblorosa. Se incorporó y emergió en una cámara de aire. Puesto en pie, la cabeza y los hombros de Pitt quedaban por encima del nivel del agua en el fiordo.
—Estoy en la cocina de la nave —notificó al grupo que, fascinado, esperaba sobre el hielo—. La mitad superior está seca. Voy a tomar unas vistas con la cámara.
—Entendido —asintió Giordino lacónicamente.
Pitt empleó los minutos siguientes en grabar en vídeo el interior de la cocina por encima y por debajo del nivel del agua, mientras mantenía un animado diálogo sobre el inventario. Encontró un armario abierto, ocupado por varias vasijas de cristal de formas elegantes. Tomó una y miró el interior. Contenía monedas. Sacó una de ellas, la limpió de algas con los dedos enguantados y la filmó con una mano. La superficie de la moneda presentaba un color dorado.
Una sensación de temor reverencial inundó a Pitt. Echó un rápido vistazo alrededor como si esperara que una tripulación de fantasmas —o, al menos, los esqueletos de los marinos— surgieran por la escotilla para acusarlo de ladrón. Pero no había tripulación alguna. Pitt estaba solo, manipulando objetos pertenecientes a otros hombres que habían caminado por la misma cubierta, que habían preparado allí sus comidas y habían dado cuenta de ellas en aquella estancia. Unos hombres que llevaban muertos dieciséis siglos.
Empezó a preguntarse qué les habría sucedido. ¿Cómo habían podido terminar sus días allí, en el norte helado, si no existía la menor noticia histórica de tal viaje? Los tripulantes debían haber muerto de frío, pero ¿dónde estaban sus cuerpos?
—Será mejor que subas —dijo Giordino—. Llevas ahí abajo casi treinta minutos.
—Todavía no —replicó Pitt. Treinta minutos, se dijo. A él le habían parecido sólo cinco. Había perdido la medida del tiempo, señal indudable de que el frío empezaba a afectarle el cerebro. Depositó de nuevo la moneda en la vasija de cristal y continuó la inspección.
El techo de la cocina se alzaba medio metro por encima de la cubierta principal, situada encima, y las ventanillas en forma de arco que normalmente servían de respiraderos para la ventilación estaban cerradas con tablones en la parte superior del mamparo delantero. Pitt forzó una de ellas pero no encontró detrás otra cosa que un sólido muro de hielo.
Hizo una medición aproximada y observó que el nivel del agua era superior hacia la parte de proa de la cocina. Pitt interpretó este dato como una indicación de que la sección central del casco estaba apoyada en la pendiente de la orilla del fiordo, enterrada bajo el hielo.
—¿Has encontrado algo más? —preguntó Giordino con ardiente curiosidad.
—¿Como qué?
—¿Restos de la tripulación?
—Lo siento, pero no hay huesos a la vista. —Pitt metió la cabeza bajo el agua y estudió la zona en torno a él para asegurarse. El compartimiento estaba vacío y libre de restos.
—Probablemente, fueron presa del pánico y abandonaron el barco en el mar —sugirió Giordino.
—Nada apunta a una escena de pánico —replicó Pitt—. Esta cocina podría pasar una inspección de orden y limpieza.
—¿Puedes penetrar en el resto de la nave?
—Hay una escotilla en el mamparo de proa. Voy a ver qué encuentro al otro lado.
Se agachó y penetró por la baja y estrecha abertura, teniendo buen cuidado de arrastrar tras él el conducto del aire y el cable de comunicaciones. La oscuridad era opresiva. Sacó la linterna de buceo del cinturón de lastre y pasó su haz de luz por un pequeño compartimiento.
—Ahora estoy en una especie de almacén. Aquí el nivel del agua es más bajo. Me llega apenas por las rodillas. Sí, veo algunas herramientas: los útiles del carpintero de a bordo, varias anclas de reserva, una romana…
—¿Una romana? —lo interrumpió Giordino.
—Sí, una balanza antigua con un gancho y un contrapeso.
—¡Ah!
—También hay un puñado de hachas, redes de pesca y plomos. Espera un momento a que saque unas fotos.
Una estrecha escalerilla de madera conducía hacia arriba por una abertura de la cubierta principal. Después de tomar varias instantáneas, Pitt comprobó su estado con cautela y le sorprendió descubrir que aún era lo bastante firme para sostener su peso.
Subió lentamente los peldaños y asomó la cabeza entre los restos destrozados de un camarote de cubierta. Apenas se veía nada, salvo unos cuantos restos enterrados en el hielo. El camarote estaba casi aplastado por la masa de hielo.
Descendió la escalerilla y penetró chapoteando por otra escotilla que daba a la bodega de carga. Pasó la luz de la linterna de estribor a babor y, de pronto, se quedó paralizado de sorpresa.
No era sólo una bodega de carga. Era también una cripta.
El frío extremo había transformado la bodega, libre de agua, en una cámara criogénica. Ocho cuerpos en un estado de casi perfecta conservación estaban agrupados en torno a una pequeña estufa de hierro en la parte de proa. Cada uno de los cuerpos estaba cubierto por una capa de hielo y daba la sensación de que hubieran sido envueltos individualmente en un saco de plástico grueso y transparente.
Las expresiones de sus rostros reflejaban paz y tenían los ojos abiertos. Como maniquíes en un escaparate, los cuerpos estaban colocados en diferentes posiciones como si alguien hubiera preparado la escena minuciosamente. Cuatro de ellos estaban sentados en torno a una mesa en actitud de comer, con los platos entre las manos y las copas levantadas hasta los labios. Dos estaban recostados hombro con hombro contra el casco, leyendo lo que Pitt supuso que serían unos rollos de pergamino. Otro estaba inclinado sobre un cofre de madera, mientras que el último aparecía sentado en actitud de escribir.
A Pitt le pareció haber entrado en una máquina del tiempo. No podía creer que tuviera ante sí a unos hombres que habían sido ciudadanos de la Roma imperial. A unos antiguos marineros que habían visitado puertos enterrados muchos siglos antes entre las ruinas de civilizaciones posteriores. A unos ancestros surgidos de más de sesenta generaciones atrás.
Aquellos navegantes no estaban preparados para el frío del Ártico. Ninguno de ellos llevaba ropas gruesas, sino que iban envueltos en unas bastas mantas. Parecían de pequeña estatura en comparación con Pitt, que le sacaba la cabeza a cualquiera de ellos. Uno de los cuerpos pertenecía a un hombrecillo calvo, con unas canas ensortijadas en los costados. Otro era pelirrojo, con el cabello hirsuto y una barba tupida. La mayoría iba afeitada. Por lo que pudo deducir tras la costra de hielo, el más joven tenía unos dieciocho años y el mayor, cerca de cuarenta.
El marinero que había muerto escribiendo llevaba un casquete de cuero ajustado a la cabeza y unas largas bandas de lana envolviéndole las piernas y los pies. Estaba inclinado sobre un pequeño montón de tablillas de cera colocadas en la mellada superficie de una pequeña mesa plegable. Aún tenía el punzón entre los dedos de su mano derecha.
La tripulación no parecía haber fallecido de inanición o de muerte lenta a causa del frío. El final les había llegado de pronto, inesperadamente.
Pitt adivinó la causa. Todos los respiraderos habían sido sellados para combatir el frío y la única abertura para ventilación se había obturado con el hielo. Las ollas con la última comida estaban sobre el pequeño fogón de aceite. El calor y el humo no tenían salida al exterior y el monóxido de carbono, de efecto mortal, se había ido acumulando en la bodega. La pérdida de conciencia había llegado sin aviso y todos habían muerto donde estaban.
Casi como si temiera despertar al marino, muerto hacía tantos siglos, Pitt rompió con mucho cuidado el hielo que cubría las tablillas de cera hasta que pudo soltarlas. Luego abrió la cremallera de la parte frontal del traje de buceo y las guardó en el interior.
Pitt dejó de notar la agonía del dolor, el sudor nervioso que brotaba de sus poros ni los escalofríos. Su mente estaba tan absorta en la morbosa escena que no escuchaba las repetidas demandas de Giordino para que le respondiera.
—¿Sigues con nosotros todavía? —insistió Giordino—. ¡Contesta, maldita sea!
Pitt murmuró unas cuantas palabras ininteligibles.
—Repite. ¿Tienes algún problema?
El tono de preocupación en la voz de Giordino despertó por fin a Pitt de aquella especie de letargo.
—Informa al comandante Knight que sus peores temores están confirmados —respondió—. La antigüedad del barco es auténtica. Y, por cierto —añadió con voz monótona y lacónica—, también puedes decirle que si necesita testigos, puedo presentar a toda la tripulación.