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Empezaron a llegar a miles el primer día, a decenas de miles el día siguiente. Procedentes de todo el norte de México, hombres y mujeres impulsados por los apasionados llamamientos de Topiltzin llegaron en coche, en abarrotados autobuses y camiones, o incluso a pie, hasta la polvorienta población de Miguel Alemán, situada al otro lado del río, frente a Roma. Las carreteras asfaltadas de Monterrey, Tampico y Ciudad de México hacia la frontera tejana quedaron saturadas por una caravana continua de vehículos.
El presidente De Lorenzo intentó detener la avalancha humana que avanzaba hacia la frontera. Ordenó a las fuerzas armadas del país que bloquearan las carreteras, pero fue como pedir a los soldados que detuvieran una riada furiosa. En las afueras de Guadalupe, una unidad militar a punto de ser arrollada por una masa de cuerpos abrió fuego contra la multitud, matando a cincuenta y cuatro personas, mujeres y niños en su mayoría.
Sin advertirlo, De Lorenzo había caído en el juego de Topiltzin. Aquélla era exactamente la reacción que Robert Capesterre había esperado. Estallaron disturbios en la capital federal, y De Lorenzo se dio cuenta de que debía dar marcha atrás o vería crecer rápidamente la agitación social hasta prender la mecha de una posible revolución. Envió un mensaje a la Casa Blanca en la que expresaba excusas por no poder controlar la marea humana y retiró a los soldados, muchos de los cuales desertaron para unirse a la cruzada.
Sin ningún freno ante sí, la multitud afluyó en masa hacia el río Grande.
Los planificadores profesionales contratados por la familia Capesterre y los seguidores de Topiltzin-Robert montaron una ciudad de tiendas de campaña de cinco kilómetros cuadrados, instalaron cocinas y organizaron la intendencia. Se trajeron y montaron retretes y no se dejó nada al azar. Muchos de los pobres que llegaron con la marcha en su vida habían comido y estado mejor. Sólo las nubes de polvo y el humo de los tubos de escape de los motores diesel escapaban al control humano.
A lo largo de la orilla mexicana del río aparecieron pancartas pintadas a mano que proclamaban «USA nos robó nuestra tierra», «Queremos la devolución de la tierra de nuestros antepasados», «Las antigüedades pertenecen a México», y otros parecidos. La gente repetía las consignas en inglés, español y náhuatl. Topiltzin se mezclaba con las masas, agitándolas en un frenesí raramente visto fuera de Irán.
Los equipos de noticias de televisión tuvieron un día de campo filmando la colorista manifestación. Las cámaras, con sus cables zigzagueando sobre el terreno, hasta las más de dos decenas del farallón rocoso que separaba Roma del río, con los objetivos concentrados en la orilla opuesta.
Los incautos corresponsales que se mezclaban entre la multitud no sabían que las familias campesinas que entrevistaban habían sido cuidadosamente seleccionadas y aleccionadas. En la mayoría de los casos, la gente sencilla y de aspecto miserable eran actores preparados que hablaban un inglés fluido, pero que respondían a trompicones, con un acento muy marcado. Sus lacrimógenas llamadas a instalarse permanentemente en California, Arizona, Nuevo México y Texas levantaron una oleada de apoyo sentimental a lo largo de la nación cuando los reportajes aparecieron en los noticiarios vespertinos y en los programas matinales de debate.
Los únicos que permanecieron firmes, sin dejarse impresionar, fueron los esforzados miembros del Cuerpo de Fronteras de Estados Unidos. Hasta entonces, la amenaza de una incursión masiva sólo había sido una pesadilla. Ahora, estaban a punto de presenciar cómo sus peores temores se hacían realidad.
Los patrulleros de fronteras rara vez habían hecho uso de las armas durante su servicio, dispensando a los emigrantes ilegales un trato humanitario y respetuoso antes de enviarles de nuevo a su país. Por eso, vieron con desaprobación el despliegue de fuerzas del ejército a lo largo de la ribera estadounidense del río, como nidos de hormigas camufladas. Para ellos, la larga fila de armas automáticas y los veinte tanques con sus mortíferos cañones dirigidos hacia México sólo presagiaban una catástrofe y una carnicería.
Los soldados eran jóvenes y efectivos en el combate, pero estaban preparados para enfrentarse a un enemigo combatiente. La posibilidad de encontrarse ante una oleada de civiles desarmados los inquietaba.
El comandante de las fuerzas, general de brigada Curtís Chandler, había cerrado el puente con tanques y blindados, pero Topiltzin había contado con aquella contingencia. La orilla mexicana estaba repleta de pequeñas embarcaciones de todas clases, balsas de madera y cámaras de neumático de camión, recogidas en trescientos kilómetros a la redonda. Una serie de puentes de cuerda para cruzar a pie fueron extendidos y preparados en la ribera para ser transportados y tendidos por la primera oleada invasora.
El oficial de inteligencia del general Chandler calculó una fuerza de choque de unos veinte mil fanáticos en el primer contingente, antes de que la flotilla volviera, cargara y transbordara a la segunda oleada. No había modo de imaginar el número de los que pasarían a nado. Una de las agentes femeninas de los servicios de información se había infiltrado en el camión comedor utilizado por los colaboradores de Topiltzin y se enteró de que la invasión se lanzaría a última hora de la tarde, después de que el mesías azteca agitara a sus devotos hasta el paroxismo. Sin embargo, no pudo averiguar la fecha exacta.
Chandler había cumplido tres períodos de servicio en Vietnam y sabía por propia experiencia lo que era matar a muchachas y niños fanatizados que acosaban por sorpresa a los soldados en la selva. Dio orden de que se disparase por encima de la cabeza de la multitud cuando empezara el paso del río.
Si la descarga de advertencia no surtía efecto… Chandler era un soldado que cumplía su deber sin vacilaciones. Si recibía la orden, utilizaría las fuerzas bajo su mando para repeler la invasión pacífica aunque con ello causara un baño de sangre.
Pitt salió a la terraza solarium del piso superior de la tienda de Sam Trinity y miró por el telescopio que el tejano utilizaba para observar las estrellas. El sol se había puesto tras la cadena de colinas al oeste y la luz diurna se difuminaba ya, pero el espectáculo que se había preparado al otro lado del río Grande estaba a punto de empezar. Se encendieron unas baterías de focos multicolores, algunos iluminando el cielo y otros enfocados sobre una alta torre erigida en el centro de la ciudad de tiendas.
Pitt reguló el telescopio y observó, ampliada, una pequeña figura que vestía una túnica blanca hasta los pies y un pintoresco tocado en la cabeza. El hombre estaba de pie sobre una estrecha plataforma en lo alto de la torre y Pitt dedujo, por el agitado movimiento de sus brazos levantados, que el centro de la atención de la multitud estaba dirigiendo a ésta una fervorosa arenga.
—Me pregunto quién será el tipejo con ese vestuario tan raro que está agitando a los nativos.
Sandecker estaba sentado junto a Lily, examinando los datos tomados por el aparato durante el sondeo del terreno. Levantó la vista ante el comentario de Pitt y respondió en un gruñido:
—Probablemente es ese falso Topiltzin.
—Pues sabe influir en las masas como el mejor de los predicadores.
—¿Alguna señal de que intentarán cruzar esta noche? —preguntó Lily. Pitt se retiró del telescopio y sacudió la cabeza en gesto de negativa.
—Están trabajando duro en la flota, pero dudo que estén preparados hasta dentro de cuarenta y ocho horas. Topiltzin no lanzará su gran golpe hasta estar seguro de contar con los titulares en todos los medios de comunicación.
—Topiltzin es un alias —le informó Sandecker—. Su nombre auténtico es Robert Capesterre.
—Pues ha conseguido organizar un fraude grandioso.
—A ese Capesterre le falta esto para apoderarse de México —dijo el almirante levantando el pulgar y el índice separados apenas un par de centímetros.
—Pues si esa aglomeración al otro lado del río sirve de indicio, parece que el tipo anda también tras todo el sudoeste de Estados Unidos.
—No soporto seguir aquí con los brazos cruzados —declaró Lily, poniéndose en pie y desperezándose—. Nosotros hacemos todo el trabajo y los ingenieros del ejército se llevan toda la gloria. Nos han impedido supervisar la excavación y no nos dejan entrar en la finca de Sam… Creo que es una desconsideración por su parte.
Pitt y Sandecker se echaron a reír al escuchar el término que había escogido la muchacha.
—¿Una desconsideración? Yo emplearía una palabra más fuerte… —comentó el almirante.
—¿Cómo es que no hay noticias del senador? —insistió Lily, mordiendo la punta de un lápiz con gesto nervioso—. Ya debería habernos dicho algo.
—No sé —respondió Sandecker—. Lo único que me dijo cuando le expuse la petición de Dirk fue que conseguiría de algún modo el visto bueno.
—Ojalá supiéramos de verdad cómo está el asunto —murmuró Lily.
Sam Trinity apareció al pie de la escalera con un delantal a la cintura.
—¿Alguien querrá un plato de mi famosa enchilada Trinity?
—¿Es muy picante? —preguntó Lily, con una mirada aprensiva.
—Señorita, puedo hacerlo suave para tu estómago como el malvavisco o ardiente como el ácido de una batería de automóvil. Como tú lo prefieras.
—Mejor como el malvavisco —se decidió Lily sin dudarlo.
Antes de que Pitt y Sandecker pudieran intervenir, Trinity dio media vuelta y observó en la penumbra una caravana de luces que se acercaba por la carretera.
—Debe de ser otro convoy de tropas —anunció—. No circulan más coches ni camiones en esta dirección desde que el general cerró las carreteras y desvió el tráfico por el norte.
Pronto contaron cinco camiones encabezados por un zumbador, el vehículo todoterreno de la nueva generación que había sustituido al duradero jeep. El camión que cerraba la marcha llevaba un remolque con una pieza de equipo cubierta con una lona. El convoy no se desvió de la carretera hacia el lugar de acampada de la unidad de ingenieros en Gongora Hill ni continuó hacia Roma como hubiera sido de esperar. Los camiones siguieron al zumbador por el sendero que conducía al Circo Romano de Sam y se detuvieron entre la gasolinera y la tienda. Los pasajeros saltaron del zumbador y miraron a su alrededor.
Pitt reconoció de inmediato tres rostros familiares. Dos de los hombres vestían de uniforme y el tercero llevaba un suéter y pantalones tejanos. Pitt pasó las piernas sobre la barandilla de la terraza con cuidado y bajó el cuerpo hasta quedar a unos palmos del suelo. Después, soltó las manos y fue a caer justo delante de los recién llegados, exhalando un gemido ante la punzada de dolor de su pierna herida. Los hombres quedaron tan sorprendidos ante su repentina aparición como él lo estaba de la suya.
—¿De dónde caes? —preguntó Al Giordino con una ancha sonrisa. Sus facciones se veían pálidas a la luz de los focos y llevaba un brazo en cabestrillo, pero mantenía su expresión ceñuda habitual.
—Lo mismo iba a preguntarte yo.
—No creía que volviéramos a encontrarnos tan pronto —intervino en la conversación el coronel Hollis.
—Ni yo —añadió el comandante Dillinger. Pitt notó una gran sensación de alivio al estrechar las manos que le tendían.
—Decir que me alegro de verlos no resulta muy original, ¿verdad? ¿Cómo es que están aquí?
—Su padre utilizó su capacidad de convicción ante la Junta de Estado Mayor —explicó Hollis—. Casi no me había dado tiempo de terminar el informe sobre la misión del Lady Flamborough cuando recibí la orden de reunir las unidades y acudir aquí inmediatamente, por tierra y utilizando carreteras secundarias. Todo muy secreto y clandestino. Me han indicado que el comandante de campo no será advertido de nuestra misión hasta que me presente a él.
—Es el general Chandler —dijo Pitt.
—Sí, Chandler el Trampa de Acero. Serví a su mando en la OTAN hace ocho años. Todavía piensa que los blindados pueden ganar una guerra por sí solos. Así que le ha tocado el trabajo sucio de interpretar el papel de Horacio defendiendo el puente.
—¿Cuáles son sus órdenes, Hollis?
—Colaborar con usted y la doctora Sharp en el proyecto que se traen entre manos. El almirante Sandecker hará de enlace directo con el senador y el Pentágono. Eso es todo lo que sé.
—¿Ninguna mención a la Casa Blanca? —Nada que conste por escrito.
Hollis se volvió cuando Lily y el almirante, que habían bajado por el camino más largo utilizando las escaleras de la tienda, aparecieron en la puerta. Mientras Lily abrazaba a Giordino y Dillinger se presentaba a Sandecker, Hollis llevó aparte a Pitt.
—¿Qué diablos se está organizando aquí? —murmuró—. ¿Un circo?
—No sabe lo mucho que se ha acercado —sonrió Pitt.
—¿Y cuál es el papel de mis fuerzas especiales?
—Cuando empiece el alboroto —dijo Pitt, con una expresión de fúnebre seriedad—, su misión será volar la colina.