51
—Ahí abajo debe haber un millón de icebergs, al menos —murmuró Giordino, desolado—. Sería más fácil descubrir a un camarero enano en una colonia de pingüinos. Podríamos tardar días.
El coronel Hollis estaba del mismo humor:
—Tiene que haber uno que coincida con el contorno y las dimensiones del Lady Flamborough. Siga buscando.
—Ten en cuenta —dijo Gunn a Giordino— que los icebergs antárticos tienden a ser planos. La superestructura oculta bajo el velo de plástico proporcionará al crucero una forma piramidal.
El ojo de Dillinger estaba ampliado cuatro veces su tamaño detrás de la lente de aumento.
—La definición es asombrosa —murmuró—. Y aún será mejor cuando veamos qué hay al otro lado de esas nubes.
El grupo estaba reunido en torno a una pequeña mesa en la sala de comunicaciones del Sounder, examinando una enorme foto en color procedente del Casper. Las vistas tomadas en el reconocimiento aéreo habían sido procesadas y enviadas por el receptor láser del barco oceanógrafico apenas cuarenta minutos después de tomar tierra el aparato.
La detallada fotografía mostraba un mar de icebergs desprendidos de la banquisa de Larsen, en el lado este de la península antártica, y podían distinguirse cientos más cerca de los glaciares de la vertiente oeste de la tierra de Graham.
Pitt estaba concentrado en otra cosa. Sentado ligeramente aparte, estudiaba una gran carta náutica que tenía desplegada sobre los muslos. De vez en cuando alzaba la vista y escuchaba, pero no participaba en la conversación.
Hollis se volvió al capitán Stewart, que estaba junto al receptor y llevaba puestos unos auriculares con micrófono incorporado.
—¿Cuándo llegará la foto de infrarrojos del Casper?
Stewart alzó la mano para pedir que no lo interrumpiera. Se apretó los auriculares contra los oídos y escuchó la voz procedente de la sede central de la CÍA en Washington. Después, hizo un gesto de asentimiento a Hollis.
—El laboratorio fotográfico de Langley dice que empezarán a transmitir dentro de medio minuto.
Hollis deambuló de un extremo a otro de la pequeña sala de comunicaciones como un gato al escuchar el sonido del abrelatas. Luego se detuvo y contempló con curiosidad a Pitt, que se dedicaba a medir distancias con un compás, ajeno a la expectación general.
En las últimas horas, el coronel Hollis había aprendido muchas cosas sobre aquel hombre de la NUMA, no de boca del propio Pitt sino por los comentarios de los hombres de a bordo, que hablaban de él como si fuera una especie de leyenda viviente.
—Ahí viene —anunció Stewart. Se quitó los auriculares y aguardó pacientemente a que saliera la fotografía, del tamaño de una página de periódico, por el receptor láser. Tan pronto como terminó la transmisión, tomó la foto y la colocó sobre la mesa. Todos se pusieron de inmediato a inspeccionar la línea de la costa en el extremo superior de la península.
—Los técnicos del laboratorio fotográfico de la CÍA han convertido una película especial ultrasensible en una termografía por medio de un ordenador —explicó Stewart—. Las diferencias en radiación infrarroja quedan expuestas en distintos colores. El negro representa las temperaturas más bajas. La escala sigue por el azul marino, el azul celeste, el verde, el amarillo y el rojo, señalando las temperaturas sucesivamente superiores hasta terminar en el blanco, la más caliente.
—¿En qué grado de la escala podemos esperar que aparezca el Lady Flamborough? —preguntó Dillinger.
—En el tramo superior, entre el amarillo y el rojo.
—Más bien en el azul marino —intervino Pitt.
Todos se volvieron hacia él con gesto enfadado, como si acabara de estornudar en mitad de una partida de ajedrez.
—En tal caso, será imposible identificarlo y jamás lo encontraremos.
—La radiación calórica de los motores y generadores nos señalará su posición con la misma claridad que una pelota de golf en el campo —protestó Gunn.
—No, si la sala de máquinas está parada.
—¿Crees que el barco desconectó todos sus sistemas? —inquirió Dillinger con incredulidad.
Pitt asintió y contempló a los demás con una mirada casual, relajada, más perturbadora que si hubiera arrojado un cubo de agua fría sobre el entusiasmo de un descubrimiento. Por último, sonrió y dijo:
—Estamos cayendo en el persistente error de subestimar al entrenador del equipo contrario.
Los cinco hombres se miraron entre sí y de nuevo a Pitt, esperando alguna aclaración por su parte.
Pitt dejó las cartas náuticas a un lado y se levantó de la silla. Se acercó a la mesa, tomó la foto de infrarrojos y la dobló por la mitad, dejando a la vista únicamente el extremo sur de Chile.
—Así pues —continuó Pitt—, ¿no han advertido que cada vez que el barco cambió de aspecto o alteró su rumbo, lo hizo inmediatamente después del paso de uno de nuestros satélites por la zona?
—Un ejemplo más de precisión en la planificación —reconoció Gunn—. Las órbitas de los satélites científicos de recogida de datos son seguidas por la mitad de los países del mundo. Es tan fácil conseguir esa información como conocer las fases de la luna.
—Muy bien, pongamos que el jefe de los secuestradores conocía las órbitas y calculó cuándo debían de estar enfocadas en su dirección las cámaras de los satélites —intervino Hollis—. ¿Y qué?
—¿Qué? Que el tipo, para evitar cualquier riesgo, apagó todos los sistemas de a bordo e impidió la detección mediante fotografías de infrarrojos. Y, sobre todo, evitó así que el calor pudiera fundir la fina capa de hielo que cubre el velo de plástico.
Cuatro de entre los cinco encontraron muy posible la teoría de Pitt. El quinto hombre era Gunn. Éste, el cerebro más rápido del grupo, advirtió el punto débil de la argumentación antes que los demás.
—Olvidas que las temperaturas en torno a la península son muy inferiores a cero —protestó—. Sin energía, no hay calor. Todos los ocupantes del barco morirían congelados en pocas horas. Eso significaría que los secuestradores se estaban suicidando al tiempo que mataban a sus prisioneros.
—Rudi tiene razón —declaró Giordino—. No podrían sobrevivir ahí sin cierto grado de calor y una indumentaria protectora adecuada.
Pitt sonrió como si le hubiera tocado la lotería.
—Estoy de acuerdo con Rudi en un ciento por ciento.
—Está usted dando vueltas en círculo —se quejó Hollis irritado—. Vaya al grano.
—No es nada complicado: el Lady Flamborough no ha penetrado en aguas antárticas.
—¿Que no ha entrado en la Antártida? —repitió Hollis maquinalmente—. Acepte los hechos, hombre. La última foto del satélite mostraba la nave a medio camino entre el cabo de Hornos y el extremo de la península antártica, navegando con rumbo sur a toda máquina.
—No tiene otro sitio adonde ir —añadió Dillinger.
Pitt dio unos golpecitos con el índice en el mapa, señalando la masa de islas de tortuoso perfil que salpicaban la zona del estrecho de Magallanes.
—¿Se apuestan algo?
Hollis se irguió y frunció el entrecejo, desconcertado por unos instantes. Entonces lo vio claro. La confusión desapareció y un destello de completa comprensión brilló en sus ojos.
—El barco retrocedió sobre sus pasos —dijo con voz monocorde.
—Rudi dio con la clave —reconoció Pitt—. Los secuestradores no tenían intención de suicidarse, ni de arriesgarse a ser detectados por las fotos de infrarrojos. En ningún momento tenían pensado dirigirse al continente antártico, sino variar el rumbo al noroeste y rodear las islas desiertas de la zona del cabo de Hornos.
—Las temperaturas no son en absoluto tan gélidas en Tierra del Fuego —comentó Gunn, aliviado—. Todos a bordo del barco sin calefacción lo pasarían mal, pero sobrevivirían.
—Entonces, ¿a qué viene el disfraz del iceberg? —preguntó Giordino.
—Para simular que se ha desgajado de un glaciar.
—¿Glaciares tan al norte? —insistió Giordino, estudiando la foto de infrarrojos.
—En un radio de ochocientos kilómetros en torno al puerto de Punta Arenas donde nos encontramos, existen varios de ellos que bajan desde las montañas hasta el mar —respondió Pitt.
—¿Dónde supone que está? —quiso saber Hollis.
Pitt tomó un mapa que mostraba las desoladas islas costeras al oeste de Tierra del Fuego.
—Hay dos posibilidades en el radio de acción del Lady Flamborough desde el punto en que fue localizado por última vez por el satélite. —Hizo una pausa para marcar con un aspa dos nombres del mapa e indicó—: Directamente al sur de aquí, fluyen glaciares de los montes Italia y Sarmiento.
—Desde luego, están apartados de cualquier ruta.
—Pero demasiado próximos a los campos petrolíferos —le corrigió Pitt—. Un avión de reconocimiento de la empresa de prospecciones volando a baja altura podría identificar el falso iceberg. Si yo estuviera en la piel de los secuestradores, seguiría otros ciento sesenta kilómetros al noroeste, lo cual me situaría cerca de un glaciar de la isla de Santa Inés.
Dillinger estudió durante unos instantes sobre el mapa la tortuosa costa de la isla citada. Repasó la fotografía en color, pero el extremo meridional de Chile estaba cubierto por las nubes. Dejó a un lado la foto y observó con la lente de aumento la mitad superior de la imagen de infrarrojos que Pitt había doblado para reducir la zona de búsqueda.
Al cabo de unos segundos, alzó de nuevo la vista con expresión maravillada y complacida.
—A menos que la naturaleza haga icebergs con una proa en punta y una popa redondeada, creo que hemos descubierto nuestro barco fantasma.
Hollis tomó la lupa de manos de su subordinado y examinó la pequeña forma alargada.
—Efectivamente, tiene el contorno de un barco. Y, como ha dicho Pitt, no hay rastro de irradiación calórica. Da una temperatura casi tan fría como la del glaciar. No es un negro absoluto, pero sí un azul muy oscuro.
—Sí, ya lo veo —confirmó Gunn—. El glaciar termina en un fiordo que se abre a una bahía salpicada de pequeñas islas. Hay un par de icebergs de tamaño medio, desprendidos de la pared del glaciar. Nada más. El agua está razonablemente libre de hielos. —Hizo una pausa, con una expresión de curiosidad en los ojos tras las gafas—. Me pregunto por qué habrán anclado el Lady Flamborough justo debajo del extremo del glaciar.
Pitt hizo un gesto de preocupación ante el comentario.
—Déjame ver —exigió. Se abrió paso entre Dillinger y Gunn, se inclinó sobre la imagen y miró por la potente lupa. Instantes después, se incorporó con el rostro contraído en una mueca de creciente rabia.
—¿Qué has visto? —preguntó el capitán Stewart.
—Tienen intención de matarlos a todos.
Stewart se volvió hacia los demás, perplejo.
—¿Cómo puede saberlo? —les dijo.
—Cuando una porción de hielo se desprenda del glaciar y caiga sobre el barco —explicó Giordino con toda crudeza—, el crucero se hundirá bajo el peso y será aplastado contra el fondo. No se encontrará nunca el menor rastro de él.
Dillinger dirigió una dura mirada a Pitt.
—Después de tantas ocasiones desaprovechadas, ¿de verdad cree que finalmente tienen intención de asesinar a la tripulación y a los pasajeros?
—Sí, así lo creo.
—¿Y por qué no lo hicieron antes?
—Toda esa serie de engaños y disfraces sólo tenían por objeto ganar tiempo. Quienquiera que ordenara llevar a cabo el secuestro tenía razones para mantener con vida a los presidentes Hasan y De Lorenzo. No sé decir cuáles, pero…
—Yo sí puedo —lo interrumpió Hollis—. El instigador del golpe es Ajmad Yazid. Sus planes eran tomar el control del poder en Egipto poco después de anunciarse que el presidente Hasan y la secretaria general de la ONU, Hala Kamil, habían sido raptados y, presumiblemente, asesinados por un grupo de terroristas en pleno mar. Una vez Yazid y sus secuaces hubieran establecido una sólida base popular, ese hombre proyectaba lanzar la noticia de que sus agentes habían localizado el barco y, fingiéndose un enviado de Dios lleno de buena voluntad, anunciar su mediación en la liberación de los rehenes.
—Astuto bastardo… —murmuró Giordino—. Seguro que habría sido candidato destacado al premio Nobel de la Paz si además, hubiese conseguido salvar las vidas del presidente De Lorenzo y del senador Pitt.
—Desde luego, Yazid se habría ocupado inmediatamente de que Hasan y Kamil sufrieran un infortunado accidente a su regreso a Egipto.
—Y hubiese salido del asunto limpio como la nieve —gruñó Giordino.
—Un plan maquiavélico —asintió Pitt—. Sin embargo, según los últimos informes, los militares egipcios se mantuvieron neutrales y los ministros de Hasan se negaron a dimitir y disolver el actual gobierno.
—Sí —confirmó Hollis—. Eso ha dado al traste con el plan que Yazid había trazado con tanta meticulosidad.
—Y se ha encontrado contra las cuerdas —añadió Pitt—: Se han acabado las tácticas dilatorias y las mascaradas; esta vez, está obligado a enviar al olvido al Lady Flamborough o afrontar la amenaza de que los servicios de inteligencia demuestren su participación en la operación.
—Una teoría muy sólida —asintió Hollis.
—De modo que, mientras estamos aquí, el jefe de los secuestradores está jugando a la ruleta rusa con el glaciar —dijo Gunn en voz baja—. Él y su grupo podrían haber abandonado la nave para escapar por barco o helicóptero, dejando a la tripulación y a los pasajeros encerrados e impotentes.
—Cabe la posibilidad de que no nos hayamos fijado en la embarcación fugitiva —apuntó Dillinger con expresión sombría. Hollis no opinaba como él. Garabateó un nombre en un pedazo de papel y entregó éste a Stewart.
—Capitán, póngase en contacto con mi oficial de comunicaciones en esta frecuencia, por favor. Dígale que el comandante y yo volveremos al aeródromo y que convoque a los hombres para una reunión inmediatamente.
—Nos gustaría ir con ustedes —dijo Pitt con serena determinación.
—De ningún modo —respondió Hollis moviendo la cabeza—. Son civiles y no tienen entrenamiento para asaltos. La petición está fuera de lugar.
—Mi padre está en ese barco.
—Lo lamento —afirmó su interlocutor, pero no lo parecía—. Considérelo un golpe de mala suerte.
Pitt clavó en Hollis una mirada helada.
—Una llamada a Washington y puedo echar por la borda toda su carrera.
Hollis apretó los labios.
—No me venga con amenazas, señor Pitt —replicó, dando un paso adelante—. Esto no es un juego de niños. En las próximas doce horas se va a organizar un buen jaleo en las cubiertas de ese crucero. Si mis hombres y yo hacemos nuestro trabajo como lo hemos entrenado, no conseguirá nada por mil llamadas que haga a la Casa Blanca y al Congreso. —Avanzó otro paso y continuó—: Sé más trucos de los que podría aprender usted en su condenada vida. Podría hacerle pedazos con mis propias manos…
Ninguno de los presentes vio el movimiento y apreció de dónde salía. Un segundo antes, Pitt estaba inmóvil con los brazos a los costados y al siguiente, su mano apoyaba el cañón de un Cok automático calibre 11,5 contra los testículos de Hollis.
Dillinger se encogió, como si se dispusiera a saltar. No le dio tiempo a hacerlo. Giordino se le acercó por detrás y sujetó los brazos del comandante a los costados mediante un abrazo de oso, con la fuerza de una trampa de acero.
—No le aburriré con nuestros historiales —replicó Pitt con calma—. Acepte mi palabra de que Rudi, Al y yo tenemos suficiente experiencia para valemos por nosotros mismos en un enfrentamiento a tiros. Le prometo que no intervendremos. Supongo que lanzará sus Fuerzas Epeciales sobre el Lady Flamborough en un asalto combinado por mar y aire. Nos mantendremos a distancia y avanzaremos por tierra.
Hollis no tenía miedo, pero estaba sorprendido. No acababa de entender cómo Pitt había podido desenfundar aquel arma de grueso calibre con una rapidez tan centelleante.
—Dirk no le está pidiendo gran cosa, coronel —insistió Gunn en tono paciente—. Le sugiero que se muestre un poco más razonable y acceda.
—No he pensado ni por un segundo que esté dispuesto a matarme —gruñó Hollis a Pitt.
—No lo haré, pero le garantizo que en adelante no tendrá una vida sexual demasiado productiva.
—¿De dónde salen ustedes? ¿De la compañía?
—¿La CÍA? —dijo Giordino—. No. No nos quisieron. Por eso nos alistamos a continuación en la NUMA.
—No entiendo nada —murmuró Hollis, sacudiendo la cabeza.
—No es preciso —respondió Pitt—. ¿Trato hecho?
Hollis se lo pensó medio segundo. Después, se inclinó hacia adelante hasta que la punta de su nariz quedó a milímetros de la de Pitt y, como si fuera un sargento instructor dirigiéndose a un recluta primerizo, masculló:
—Me ocuparé de que usted y sus extraños compañeros sean transportados en un Osprey hasta diez kilómetros del barco. Ni un metro más cerca, o perderíamos el elemento sorpresa. Desde ahí, pueden hacer el trayecto a pie. Si tengo suerte, no llegarán hasta que todo haya terminado.
—Me parece bien —asintió Pitt.
Hollis dio un paso atrás después de estas palabras. Se volvió a Giordino y le dijo con voz tensa:
—Le agradecería que soltara a mi primer oficial. Bien —añadió, dirigiéndose nuevamente a Pitt—, nos vamos inmediatamente. De hecho, si no vienen ahora mismo con el comandante Dillinger y conmigo, no hay excursión. Porque, cinco minutos después de que subamos a mi avión de mando, todo nuestro grupo de asalto estará ya en el aire.
—Iremos pisándole los talones —respondió Pitt al tiempo que retiraba el arma de la entrepierna de Hollis.
—Yo acompañaré al comandante —añadió Giordino, dando una amistosa palmadita en la espalda a Dillinger—. Las grandes mentes van siempre por los mismos canales.
Dillinger le dedicó una mirada de franco desprecio.
—La suya debe de moverse por las cloacas, pero la mía, no.
La sala quedó despejada en quince segundos. Pitt corrió a su camarote y recogió un petate de lona. Después hizo un rápido viaje al puente y conversó con el capitán Stewart.
—¿Cuánto tardaría el Sounder en llegar a Santa Inés?
Stewart pasó a la sala de mapas y realizó unos rápidos cálculos.
—Poniendo las máquinas a toda marcha, los motores diesel deberían llevarnos hasta el glaciar en nueve o diez horas.
—Hágalo —ordenó Pitt—. Iremos a su encuentro hacia el alba.
—Tenga cuidado, ¿me oye? —dijo Stewart mientras le estrechaba la mano.
—Intentaré no mojarme los pies.
Uno de los científicos del barco se adelantó hacia él a la salida del puente. Era de raza negra, de mediana estatura y tenía una expresión seria y ceñuda que parecía tallada con un cincel. Se llamaba Clayton Findley y tenía una voz de bajo, potente y profunda.
—Perdóneme si he escuchado lo que no debía, pero juraría que ha mencionado usted la isla de Santa Inés.
—En efecto —asintió Pitt.
—Cerca del glaciar hay una vieja mina de cinc. Fue cerrada cuando el gobierno chileno dejó de subvencionar la producción.
—¿Conoce usted la isla?
—Estuve en ella como geólogo jefe de una compañía minera de Arizona que creía posible rentabilizar la producción a través de una gestión más eficaz y una reducción de costos. Me enviaron allí con un par de ingenieros para hacer una inspección y pasé tres meses en ese agujero, pero encontramos la veta casi agotada. Poco después, la mina fue cerrada y las instalaciones y el equipo, abandonados.
—¿Qué tal maneja usted el fusil?
—He salido de caza alguna vez.
—Clayton, amigo mío —dijo Pitt, tomándolo del brazo—, es usted un regalo del cielo.