38

—¿No has oído nada, Carlos? —preguntó el viejo pescador mientras asía los gastados radios del timón de su vieja barca de pesca.

El hombre más joven, hijo del anterior, se llevó las manos a los oídos y escuchó la oscuridad delante de la proa.

—Tú tienes mejor oído que yo, papá. Sólo distingo el ruido del motor.

—Me ha parecido oír gritar a alguien, como una voz de mujer pidiendo auxilio.

El hijo calló, escuchó de nuevo y se encogió de hombros.

—Lo siento, sigo sin oír nada.

—Ha sido ahí. —Luis Chávez se frotó la barba grisácea contra la manga y puso el motor al ralentí—. No lo he soñado.

Chávez estaba de buen humor. La pesca había sido buena. Las bodegas sólo estaban llenas a medias, pero las redes habían subido cargadas de pescado variado y de calidad que le valdrían los mejores precios por parte de los chefs en los hoteles y restaurantes de turistas. Las seis botellas de cerveza que chapoteaban en su estómago no perjudicaban tampoco, sino todo lo contrario, su alegre estado de ánimo.

—Papá, veo algo en el agua.

—¿Dónde?

Carlos señaló el lugar.

—A proa y babor. Parecen fragmentos de una embarcación.

Los ojos del viejo pescador ya no eran los de antes en la oscuridad de la noche. Forzó la vista en la dirección que señalaba su hijo y reconoció la brillante pintura blanca y los fragmentos de madera barnizada como procedentes de un yate. «Una explosión, o tal vez una colisión —se dijo—. Más bien lo segundo». Las luces más próximas del puerto estaban sólo a dos millas de distancia. Una explosión se habría visto y oído desde allí. No apreció rastro de luces de navegación de lanchas de rescate dirigiéndose al canal.

La barca empezaba a entrar en el área donde se encontraban los restos del abordaje cuando volvió a escuchar algo. Lo que había tomado por un grito sonaba ahora como un sollozo. Y venía de muy cerca.

—Di a Raúl, Justino y Manuel que salgan de la cocina deprisa. Diles que se preparen para saltar al agua a rescatar supervivientes.

El hijo se apresuró a obedecer mientras Chávez ponía el motor a cero. Salió de la cabina, conectó un foco y barrió lentamente la superficie del agua con su haz.

Divisó dos bultos encogidos, medio encaramados sobre un pequeño fragmento de cubierta de teca astillada y con las piernas en el agua, a menos de veinte metros de la barca. Uno de los cuerpos, de un hombre, parecía inerte. El otro pertenecía a una mujer que, pálida como la cera, alzó la cabeza hacia la luz y agitó la mano frenéticamente. Luego, de repente, la mujer se puso a chillar histéricamente y a patalear en el agua.

—¡Aguarde! ¡No tema! —gritó Chávez—. Ahora vamos por usted.

Chávez se volvió al escuchar el ruido de unos pasos apresurados detrás de él. La tripulación había salido de la caseta de sobrecubierta y se agolpó rápidamente en torno a él.

—¿Podéis ver algo? —preguntó Luis.

—Dos supervivientes flotando en un pedazo de madera. Preparaos para traerlos a bordo. Uno de vosotros tendrá que saltar al agua para echarles una mano.

—Esta noche, nadie va al agua —murmuró uno de los marineros, palideciendo.

Chávez volvió la vista a los supervivientes en el instante en que la mujer lanzaba un grito terrible. Helado de espanto, vio la aleta enhiesta y la cabeza repugnante con sus ojos como manchas de tinta, dando enérgicas sacudidas a un lado y a otro con las mandíbulas firmemente cerradas en torno a las pantorrillas de la mujer.

—¡Virgen santa! ¡Madre de Dios! —murmuró Luis, santiguándose tan deprisa como pudo.

Un escalofrío recorrió a Chávez, pero no apartó la vista cuando el tiburón arrastró a la mujer unos metros más allá. Otros tiburones se acercaron nadando en círculos, atraídos por la sangre, y golpearon la improvisada balsa hasta que el cuerpo del hombre rodó al agua. Uno de los pescadores se volvió y vomitó por la borda mientras el grito de la mujer se convertía en un atroz barboteo.

Después, la noche quedó tranquila y en el más completo silencio.

Menos de una hora después, el coronel José Rojas, coordinador jefe uruguayo de Seguridad Especial, se encontraba tieso como una vara frente a un grupo de oficiales en traje de campaña. Entrenado con el cuerpo de granaderos británico después de graduarse en la academia militar de su país, Rojas había adoptado la anticuada costumbre de llevar en la mano un bastón ligero.

El coronel se encontraba ante una mesa que contenía una maqueta a escala del puerto de Punta del Este y se dirigía a los hombres reunidos.

—Nos organizaremos en tres equipos móviles para patrullar los muelles en turnos rotatorios de ocho horas —empezó mientras se daba unos teatrales golpecitos con el bastón en la palma de la mano—. Nuestra misión es permanecer en constante alerta como fuerza de reserva para el caso de un ataque terrorista. Comprendo que sea difícil pasar desapercibido, pero inténtenlo. Permanezcan en las sombras por la noche y aléjense de las calles transitadas durante el día. No queremos asustar a los turistas haciéndoles pensar que Uruguay es un estado militarizado. ¿Alguna pregunta?

El teniente Eduardo Vázquez levantó la mano.

—¿Vázquez?

—¿Qué debemos hacer si vemos algún sospechoso, coronel?

—No hagan nada. Sólo informar. Probablemente se tratará de alguno de los agentes internacionales de seguridad.

—¿Y si parece llevar armas?

—Entonces, seguro que es un agente de seguridad —respondió Rojas con un suspiro—. Dejen los incidentes internacionales para los diplomáticos, ¿entendido?

No hubo más preguntas.

Rojas despidió a los hombres y se dirigió a su despacho provisional en el edificio de la Junta Portuaria. Se detuvo junto a una máquina de café para tomar una taza cuando se le acercó su ayudante.

—El capitán Flores, de Asuntos Navales, ha preguntado si podría reunirse con él al pie de la escalera.

—¿Ha dicho por qué?

—Sólo ha dicho que era urgente.

Rojas no quería derramar su café, de modo que tomó el ascensor en lugar de bajar por la escalera. Flores, impecable con su blanco uniforme de marino, lo esperaba en la planta baja, pero no le ofreció la menor explicación mientras lo escoltaba, cruzando la calle, hasta un amplio tinglado que albergaba las lanchas de rescate marino. En el interior, un grupo de hombres examinaba varios fragmentos astillados que el coronel identificó como procedentes de una embarcación.

El capitán Flores le presentó a Chávez y a su hijo.

—Estos pescadores acaban de traer esos restos. Los han descubierto en el canal —explicó—. Dicen que parecía como si un yate hubiera sido aplastado por un barco de grandes dimensiones.

—¿Por qué ha de ocuparse la Seguridad Especial de un accidente marítimo? —inquirió Rojas.

El jefe del puerto, un hombre de cabello corto y bigote encrespado, intervino para decir:

—Porque tal vez estemos ante una catástrofe que puede afectar a la cumbre económica. —Hizo una pausa y añadió—: En este momento se encuentran en la zona varias lanchas de rescate pero, hasta ahora, no se ha localizado ningún superviviente.

—¿Han identificado la embarcación?

—Uno de los fragmentos que el señor Chávez y su tripulación pescaron del agua lleva una placa con un nombre. Al parecer, la embarcación siniestrada era el yate Lola.

Rojas sacudió la cabeza y murmuró:

—Soy militar y no conozco apenas nada de yates privados. ¿Debería de tener ese nombre algún significado para mí?

—Creo que sí. El barco llevaba el nombre de Lola en honor de la esposa de Víctor Rivera —respondió Flores—. ¿Sabe usted quién es?

—Sí, es el presidente de nuestra Cámara de Diputados. ¿El yate era suyo?

—Está registrado a su nombre —asintió Flores—. Ya nos hemos puesto en contacto con su secretaria en casa de ésta. No le hemos proporcionado ninguna información, como es lógico, sino que nos hemos limitado a preguntar por el paradero del señor Rivera. La secretaria nos ha dicho que estaba a bordo del yate ofreciendo una fiesta a un grupo de diplomáticos argentinos y brasileños.

—¿Cuántos? —quiso saber Rojas, cada vez más alarmado.

—Rivera y su esposa, veintitrés invitados y cinco tripulantes. Treinta personas en total.

—¿Nombres?

—La secretaria no tenía la lista de invitados a mano. Me he tomado la libertad de enviar a mi ayudante al despacho del señor Rivera para conseguir una copia.

—Creo que será mejor si me hago cargo de la investigación desde este punto —declaró Rojas en tono oficial.

—La Marina está preparada para ofrecer toda su colaboración —añadió Flores, contento de lavarse las manos en el asunto. Rojas se volvió hacia el jefe del puerto.

—¿Qué otro barco se ha visto involucrado en la colisión?

—Es un misterio. En las últimas diez horas, no tenemos constancia de que haya arribado ni zarpado ningún buque.

—¿Es posible que un barco entre en el puerto sin que usted lo sepa?

—El capitán que lo intentara sin solicitar un práctico sería un estúpido.

—Pero ¿es posible? —insistió Rojas.

—No —afirmó el jefe del puerto—. Ningún barco de gran tamaño podría amarrar o echar anclas en el puerto sin que yo estuviera al corriente.

Rojas aceptó su tajante negativa.

—Bien, supongamos ahora que el buque pretendiera abandonar el puerto. ¿Sería posible hacerlo?

El jefe del puerto meditó la cuestión unos instantes y, acto seguido, hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.

—Ningún barco podría desatracar de los muelles sin mi conocimiento. Pero, si el buque estuviera anclado a cierta distancia de la costa, si su capitán o sus oficiales conocieran el canal y si navegara sin luces, tal vez podría alanzar el mar abierto sin que nadie lo advirtiera. No obstante, debo añadir que tal hazaña rondaría la categoría de milagro.

—¿Podría proporcionar al capitán Flores una lista de los barcos en puerto?

—Haré llegar una copia a sus manos en diez minutos.

—Capitán Flores…

—¿Sí, coronel?

—Dado que la desaparición de un barco es una operación naval, preferiría que tomara usted el mando de la búsqueda.

—Con mucho gusto, coronel. Empezaré inmediatamente.

Rojas contempló, pensativo, los restos del naufragio esparcidos en el suelo de cemento del tinglado portuario.

—Nos espera un montón de trabajo antes de que amanezca —murmuró.

Poco antes de medianoche, una vez se hubo completado una búsqueda exhaustiva en el puerto y en las aguas frente al canal, el capitán Flores notificó a Rojas que el único barco que no conseguía localizar era el Lady Flamborough.

El coronel Rojas se quedó pasmado al examinar la lista de personalidades que se encontraban a bordo del crucero y exigió llevar a cabo una investigación urgente con la débil esperanza de que los presidentes egipcio y mexicano hubieran desembarcado y se encontraran descansando en algún hotel de tierra firme. Hasta que no recibió la confirmación de que ambos estadistas habían desaparecido con el barco, el coronel no aceptó la terrible posibilidad de hallarse ante un secuestro terrorista.

Desde ese momento hasta el amanecer, se puso en marcha una extensa búsqueda aérea. Todos los aviones de rastreo que tenían disponibles las fuerzas aéreas combinadas de Uruguay, Argentina y Brasil fueron destinados a registrar los cuatrocientos mil kilómetros cuadrados del Atlántico sur, pero no se encontró el menor rastro del Lady Flamborough.

Era como si el mar se lo hubiese tragado.

El tesoro de Alejandría
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