55
A Hollis le parecía que habían pasado horas desde que los botes se habían hecho al agua.
Los pequeños helicópteros «paloma mensajera» habían volado a baja altura siguiendo la escabrosa costa y habían depositado al equipo de Hollis sobre un islote, en la boca del fiordo, sin el menor contratiempo. La botadura se efectuó con total normalidad, pero la rápida corriente provocada por la marea, de cuatro nudos, resultó mucho más poderosa de lo que nadie había calculado.
A continuación, el motor eléctrico silencioso del bote que abría la flotilla, con cinco hombres a bordo, se había estropeado misteriosamente transcurridos apenas diez minutos. Allí habían perdido un tiempo precioso mientras los hombres de las Fuerzas Especiales montaban los remos y empezaban a bogar en una desesperada carrera por acercarse al Lady Flamborough antes de las primeras luces.
Otro asunto que había venido a complicar aún más las cosas era el corte total de comunicaciones. Para consternación de Hollis, le fue imposible conectar con Dillinger o con cualquier otro componente del grupo de tierra. No tenía modo de saber si Dillinger había abordado el crucero o si estaba perdido en el glaciar.
Hollis continuó remando y soltando maldiciones contra el motor estropeado, contra la corriente y contra Dillinger a cada golpe de remo. El tiempo que tan meticulosamente había calculado para la operación se le escurría entre las manos. El ataque llevaba mucho retraso y a aquellas alturas no podía arriesgarse a suspenderlo.
Su única salvación era la bruma que Findley había mencionado y que envolvía las pequeñas embarcaciones y a sus pasajeros, rabiosamente doblados sobre los remos, amparándoles con su velo protector.
La niebla y la oscuridad impedían ver a apenas unos metros. Hollis se encargaba de la navegación y de vigilar a su minúscula flota a través de un visor de infrarrojos, manteniendo los botes estrechamente agrupados en un radio de trescientos metros y transmitiendo las instrucciones precisas por su pequeña radio en miniatura cada vez que uno se alejaba demasiado.
Hollis volvió el visor hacia el Lady Flamborough. Sus hermosas líneas parecían ahora un grotesco iceberg flotando ante la agrietada pared de porcelana de una bañera antigua. Calculó que el crucero estaba todavía a más de un kilómetro.
Tras cobrarse su peaje, la marea empezó a perder fuerza y la velocidad de los botes no tardó en aumentar a casi un nudo. La resistencia del agua decreció justo a tiempo. Hollis pudo apreciar que sus hombres se estaban agotando bajo el arduo y constante bogar. Eran hombres endurecidos bajo un estricto entrenamiento y todos ellos levantaban pesas con regularidad. Hundían las palas de los remos en el agua sin ruido y avanzaban contra la corriente inmisericorde, pero los músculos empezaban a cargárseles y cada palada se hacía una tortura.
La bruma protectora empezaba a levantarse y tuvo miedo de que los botes se convirtieran en fáciles blancos en mitad del fiordo. Hollis miró al cielo y su confianza menguó como el reflujo de la marea. Entre los jirones de niebla que se abrían pudo apreciar que el firmamento iba pasando del negro a un azul cada vez más claro.
Los barcos estaban en el centro del fiordo y la costa más próxima que ofrecía cierta protección quedaba medio kilómetro más allá del Lady Flamborough.
—¡Poned los riñones y el alma en los remos! —animó a sus hombres—. Ya estamos en el largo final. ¡Adelante!
Los cansados combatientes recurrieron a sus últimas reservas y aumentaron la profundidad y el ritmo de sus paladas.
A Hollis le pareció que los botes hinchables levantaban la proa sobre las aguas. Dejó a un lado el visor de infrarrojos y remó furiosamente.
Quizá lo podrían lograr. Sí, quizá podrían, se dijo esperanzado mientras empezaban a acercarse rápidamente al barco.
Disgustado y desconcertado, se preguntó dónde debía de estar Dillinger. ¿Qué diablos le habría sucedido al grupo de asalto del glaciar?
Dillinger tampoco lo estaba pasando nada bien. Su situación, de hecho, era aún más delicada. Inmediatamente después de saltar del transporte C-140, él y sus hombres se habían visto desperdigados debido a las fuertes rachas de un viento inconstante.
Con las facciones en tensión, Dillinger miró a su alrededor, arriba y abajo, para ver qué tal les iba a sus hombres. Cada paracaidista llevaba una pequeña luz azul, pero los cristales de nieve transportados por el viento le impedían verlas. Perdió a todos de vista en el instante en que su paracaídas se abrió.
Bajó la mano y pulsó el botón de una cajita negra que llevaba cosida a la pernera del pantalón. Después, habló por el pequeño transmisor.
—Aquí el comandante. He conectado mi radiofaro de posición. Tenemos siete kilómetros de planeo, de modo que tratad de permanecer cerca de mí y reagrupaos sobre mi posición cuando lleguemos a tierra.
—Con esta mierda, tendremos suerte si caemos sobre la isla —murmuró algún descontento.
—¡Silencio por la radio salvo para una emergencia! —ordenó Dillinger.
Miró hacia abajo y no vio nada más allá de la bolsa con su equipo de supervivencia y las armas, que colgaba de una cuerda de dos metros bajo su arnés. Se orientó por la esfera luminosa de un aparato, combinación de brújula y altímetro, que llevaba sujeto a la frente como el espejo de los otorrinos.
Sin puntos de referencia o un radiofaro de orientación lanzado previamente sobre la zona —un lujo que no habían podido permitirse so riesgo de alertar a los secuestradores—, Dillinger se vio obligado a descender literalmente con el culo al aire y a calcular por intuición el ángulo de planeo y la distancia.
Su principal temor era caer más allá del frente del glaciar y acabar en las aguas del fiordo. Decidió no arriesgar y su salto se quedó corto: casi un kilómetro demasiado corto.
El glaciar se materializó ante él surgiendo de la oscuridad y Dillinger vio que estaba descendiendo justo sobre una fisura. Una súbita racha de viento lateral rozó su paracaídas rectangular y éste empezó a oscilar. Maniobró con las cuerdas para compensar el movimiento y se situó en posición de tocar tierra en el mismo instante en que la bolsa que colgaba debajo de él golpeaba la pared de la fisura y rebotaba en su borde. Una fina capa de nieve amortiguó el impacto y el comandante realizó un aterrizaje perfecto sobre ambos pies a apenas dos metros de la grieta en el hielo.
Se desprendió de los arneses y el paracaídas cayó al suelo antes de que el viento pudiera llevárselo. No se preocupó de recogerlo y ocultarlo en el hielo para su posterior recuperación. No había tiempo que perder y los contribuyentes tendrían que pagar el paracaídas perdido.
—Aquí Dillinger. Estoy en tierra. Agrupaos hacia mi posición.
Extrajo un silbato de plástico de un bolsillo de la guerrera y cada diez segundos sopló por él en una dirección distinta.
Durante los primeros minutos no apareció nadie. Luego, poco a poco, los primeros soldados surgieron de entre las sombras y trotaron hacia él. Habían quedado ampliamente diseminados y su avance por la irregular superficie del glaciar les resultó mucho más lento de lo que Dillinger había previsto. Pronto fueron apareciendo los demás. Uno de los soldados se había roto la clavícula y otro sufría una lesión de tobillo. El sargento de la unidad se sujetaba una muñeca que Dillinger supuso rota, pero el hombre soportaba el dolor como si sólo se tratara de un esguince. Dillinger necesitaba demasiado a su suboficial para darle de baja en aquel momento.
Se volvió hacia los dos heridos y les dijo:
—Vosotros no podréis mantener la marcha de los demás, pero seguid nuestro rastro lo mejor que podáis. Sólo aseguraos de no delataros con las luces. —Tras esto, Dillinger hizo un gesto a su sargento, Jack Foster—. Atémonos y emprendamos la marcha, sargento. Yo iré en cabeza.
Foster asintió y empezó a reunir al grupo.
El avance por la accidentada superficie helada era traicionero, pero la unidad avanzó con un sostenido y cómodo trote lento. Dillinger no temía caer en cualquier fisura abierta, pues la cuerda que llevaba en torno a la cintura iba asegurada a un montón de músculos lo bastante fuertes como para levantar del suelo un camión. En dos ocasiones, ordenó un breve alto para orientarse y, seguidamente, reemprendió la marcha.
Tuvieron que superar varias crestas de hielo de bordes mellados y una grieta abierta que estuvo a punto de tragarlos. Perdieron siete minutos hasta conseguir anclar un garfio en el hielo del otro lado de la fisura y, a continuación, el hombre de menor peso del grupo hubo de cruzar el vacío con el solo impulso de sus manos para asegurar la maroma, permitiendo así el paso de los demás. Transcurrieron otros diez minutos antes de que el último hombre superara el obstáculo.
Dillinger estaba cada vez más impaciente. Su grupo ya tenía dos bajas y cada vez se retrasaba más sobre el momento previsto para el asalto. Ahora, lamentaba con amargura no haber seguido el consejo de Giordino al calcular el tiempo entre el salto en paracaídas y el ataque al barco. Rogó al cielo que el equipo de submarinistas no estuviera esperando muerto de frío en el agua, bajo el casco del Lady Flamborough. Trató repetidamente de ponerse en contacto con Hollis y advertirle del retraso, pero no obtuvo respuesta. A la espalda del comandante, las primeras leves trazas del alba empezaban a asomar por el horizonte iluminando débilmente la superficie del glaciar. El terreno a su alrededor aturdía por su desolación, por la terrible sensación de vacío que producía. Dillinger alcanzó a distinguir el leve resplandor de las aguas del fiordo… y de pronto supo por qué se habían interrumpido las comunicaciones.
Ahora, Hollis podía distinguir el barco perfectamente sin el visor de infrarrojos. Y si un secuestrador con buena vista hubiera estado mirando en la dirección debida, se habría percatado de las sombras de los botes hinchables recortadas contra las aguas gris plomizas. Hollis no se atrevía ni a respirar mientras la distancia se acortaba.
Contra toda esperanza, Hollis no dejó en ningún momento de intentar restablecer las comunicaciones por radio con Dillinger.
—Tiburón a Halcón, por favor, responda.
Se disponía a probar por centésima vez cuando la voz de Dillinger surgió de pronto por el auricular.
—Aquí Halcón, adelante.
—¡Llega tarde! —susurró Hollis—. ¿Por qué no respondía a mis llamadas?
—Hasta este momento estábamos fuera de alcance. Nuestras señales no podían penetrar la pared de hielo.
—¿Está en posición?
—Negativo —respondió Dillinger llanamente—. Hemos tropezado con una situación delicada que nos llevará un rato corregir.
—¿A qué llama delicada?
—Una serie de explosivos colocados en una fractura del hielo detrás del frente del glaciar, armados y dispuestos para ser detonados por radio.
—¿Cuánto tardará en desarmarlos?
—Podría tardar una hora solamente para localizarlos en su totalidad.
—Tiene cinco minutos —respondió Hollis—. No podemos esperar más o seremos hombres muertos.
—Todos lo seremos si las cargas estallan y el frente del glaciar cae sobre el barco.
—Correremos el riesgo; tal vez el factor sorpresa nos permita impedir que los terroristas las hagan detonar. Dése prisa. Mis botes pueden ser descubiertos en cualquier momento.
—Yo mismo puedo distinguir sus sombras desde el borde del glaciar.
—Su equipo va primero —ordenó Hollis—. Sin la oscuridad total que proteja nuestra subida por el casco, necesitaremos urgentemente un elemento de distracción.
—Nos encontraremos en la cubierta solárium para tomar unos cócteles —respondió Dillinger.
—Yo me hago cargo de la cuenta —respondió Hollis; de pronto, volvía a estar animado y expectante—. Buena suerte.
Ibn los vio.
Estaba en el viejo embarcadero de la mina con Ammar, los cuatro rehenes y veinte hombres del grupo secuestrador egipcio. Observó por los prismáticos las figuras con el uniforme completamente negro que estaban apostadas en el borde del glaciar. Los vio descender por las cuerdas, abrirse paso en la cubierta de plástico y desaparecer bajo ella.
Bajó los prismáticos unos grados y enfocó a los hombres de los botes apostados bajo el casco. Los vio lanzar garfios con unas pequeñas armas especiales, y subir luego por las cuerdas hasta la cubierta principal del crucero.
—¿Quiénes son? —preguntó Ammar, que observaba la escena a su lado con otros prismáticos.
—No lo sé, Suleiman Aziz. Parece alguna fuerza de élite. No oigo ruido de combate, de modo que sus armas deben de llevar silenciadores potentes. La operación de abordaje ha sido muy eficiente.
—Demasiado para ser un grupo reunido sobre la marcha por Yazid o Topiltzin.
—Debe de tratarse de una unidad norteamericana de operaciones especiales.
Ammar asintió bajo la creciente luz del amanecer.
—Tal vez tengas razón pero, en nombre de Alá, ¿cómo han podido encontrarnos tan pronto?
—Tenemos que marcharnos antes de que lleguen las tropas de apoyo.
—¿Has hecho la señal para que nos envíen el tren?
—Debería bajar en breve para trasladarnos hasta la mina.
—¿De qué se trata? —quiso saber el presidente De Lorenzo—. ¿Qué está sucediendo?
Ammar no hizo caso a De Lorenzo. Por primera vez, en su voz se reflejó cierta emoción.
—Parece que hemos abandonado el barco en el momento más oportuno. Alá nos sonríe. Los intrusos no han advertido nuestra presencia aquí.
—Dentro de treinta minutos, la isla estará llena de soldados norteamericanos —intervino el senador Pitt, apretando las clavijas de los árabes con gran presencia de ánimo—. Será mejor que se rindan.
Ammar se volvió de repente y dirigió una mirada furiosa al político.
—No es necesario, senador. No espere que su famosa caballería aparezca a la carga para rescatarlos. Si llegan, cuando lo hagan no quedará aquí nadie a quien salvar.
—¿Por qué no nos ha matado en el barco? —preguntó Hala con gran valentía.
Ammar enseñó los dientes bajo la máscara en una horrible sonrisa y no se dignó responder a las palabras de Hala. Hizo un gesto a Ibn con la cabeza y murmuró:
—Haz detonar las cargas.
—Como tú ordenes, Suleiman Aziz —asintió Ibn.
—¿Qué cargas? —quiso saber el senador—. ¿De qué están hablando?
—¿De qué? De los explosivos que hemos colocado junto al muro frontal del glaciar.
—¡En el nombre de Dios, no lo haga! —suplicó el senador Pitt.
Ibn titubeó y miró a Ammar.
—Hay cientos de personas inocentes en ese barco —intervino el presidente Hasan, con un rictus de abatimiento en cada arruga de su rostro—. No tiene ninguna razón para matarlas.
—No tengo que justificar mis actos ante ninguno de los presentes.
—Yazid será castigado por esta atrocidad —murmuró Hala en un tono de voz cargado de rabia.
—Gracias por hacerme más fácil la decisión —respondió Ammar dirigiendo una sonrisa a Hala Kamil, cuyo rostro se convirtió en un poema de perplejidad e incomprensión—. Ya basta de retrasos sensibleros. Deprisa, Ibn. Termina de una vez con esto.
Sin dar tiempo a que los conmocionados rehenes pudieran balbucir nuevas protestas, Ibn conectó el pequeño transmisor de bolsillo y pulsó el botón que activaba los detonadores.