67

A la mañana siguiente, los guardias del Servicio Secreto franquearon el paso al almirante Sandecker a la puerta de la finca. Condujo el coche por un camino serpenteante hasta la cabaña campestre del presidente, en los montes Ozark de Missouri. Detuvo el automóvil de alquiler en el camino y sacó el maletín del portaequipajes. El aire estaba fresco y desapacible y se sintió estimulado después de soportar el bochorno de río Grande.

El presidente, vestido con una abrigada chaqueta de piel de borrego, bajó los peldaños del porche y le dio la bienvenida.

—Gracias por venir, almirante.

—Prefiero estar aquí que en Washington.

—¿Qué tal el viaje?

—He dormido la mayor parte del tiempo.

—Lamento haberlo convocado con esta urgencia.

—Soy consciente de la importancia de la llamada.

El presidente posó la mano en la espalda de Sandecker y lo condujo peldaños arriba hasta la puerta de la casa.

—Entre y desayune algo. Dale Nichols, Julius Schiller y el senador Pitt ya están dando cuenta de unos huevos con jamón ahumado.

—Veo que está reunido el grupo de cerebros —comentó Sandecker con una sonrisa cauta.

—Hemos pasado la mitad de la noche discutiendo sobre las consecuencias políticas de su descubrimiento.

—Poco puedo añadir personalmente al informe que le hice llegar por un enlace.

—Pero se le olvidó adjuntar un diagrama de la zona donde propone que se lleven a cabo las excavaciones.

—Esperaba encontrar un momento adecuado para tratar el asunto —dijo el almirante, sin ceder terreno. El presidente sin embargo, no se dejó engañar por la finta de Sandecker.

—Podrá exponerlo durante el desayuno —replicó.

Interrumpieron allí la conversación por unos instantes mientras el presidente lo conducía por la casa, construida con troncos de árboles. Atravesaron un acogedor salón decorado más como una vivienda moderna que como una cabaña de caza. Un pequeño fuego crepitaba en una gran chimenea de piedra. Entraron en el comedor donde Schiller y Nichols, vestidos de pescadores, se levantaron a la vez para estrecharle la mano. El senador Pitt, ataviado con un chandal deportivo, se limitó a agitar la mano en gesto de bienvenida.

El senador y el almirante eran buenos amigos debido a la estrecha relación de ambos con Dirk Pitt. Sandecker creyó apreciar una señal de advertencia en la sombría expresión del senador.

En el comedor se encontraba también otro hombre de quien el presidente no había hecho mención: era Harol Wismer, viejo amigo y consejero del presidente que gozaba de una enorme influencia y trabajaba con independencia de la burocracia de la Casa Blanca. Sandecker se preguntó a qué se debería su presencia.

El presidente le indicó una silla.

—Tome asiento, almirante. ¿Cómo prefiere los huevos?

—Me basta con un poco de fruta y un vaso de leche descremada —respondió Sandecker. Un camarero de uniforme blanco tomó nota de lo ordenado y desapareció hacia la cocina.

—Así que ése es su sistema para mantenerse en tan buena forma —comentó Schiller.

—Esta dieta, y el ejercicio físico suficiente para pasarme el día sudando.

—Todos nosotros deseamos felicitarlos a usted y a su gente por el espléndido descubrimiento —entró en materia Wismer sin la menor vacilación, alzando la mirada tras sus gafas sin montura, de cristales rosáceos. Una barba enmarañada casi ocultaba sus finos labios. Era calvo como una bola de billar y tenía unos ojos castaños tan grandes que incluso parecían un poco saltones—. ¿Cuándo tiene previsto que empiecen las excavaciones?

—Mañana —respondió Sandecker, sospechando que muy pronto le iban a sorprender con algo inesperado. Sacó del maletín un mapa geológico que recogía la topografía de Roma y sus alrededores. A continuación, añadió un recorte con un perfil de la colina señalando los puntos de excavación previstos y extendió los dos documentos en un extremo de la mesa libre de cubiertos—. Tenemos intención de excavar dos túneles exploratorios en la colina mayor a ochenta metros por debajo de la cima.

—¿Es esa colina llamada Gongora Hill?

—Sí. Los túneles penetrarán por los dos extremos de la ladera que mira al río y después doblarán en ángulo como para encontrarse, pero a diferentes niveles. Uno de los túneles —o ambos— deberían encontrar la gruta que Junio Venator citó en la piedra de Sam Trinity o, con suerte, uno de los pozos de acceso originales.

—¿Está absolutamente seguro de que en ese lugar se encuentra un tesoro procedente de la Biblioteca de Alejandría? —preguntó Wismer, cerrando el lazo—. ¿No tiene dudas al respecto?

—Ninguna —le aseguró Sandecker en tono agudo—. El mapa del barco romano de Groenlandia nos condujo a los objetos hallados en Roma por Trinity. Las piezas encajan.

—Pero ¿no podría ser todo una…?

—No, los objetos romanos han sido autentificados. —El almirante interrumpió a Wismer con brusquedad—. No es una falsificación, ni un intento de fraude, ni un truco publicitario. Sabemos que está ahí. El único interrogante es cuál será el tamaño del tesoro.

—No es nuestra intención sugerir que los tesoros de la biblioteca no existan —se apresuró a intervenir Schiller, un poco demasiado deprisa—. Sin embargo, almirante, debe usted comprender que las repercusiones internacionales de un descubrimiento tan importante pueden ser difíciles de predecir, y mucho más de controlar.

Sandecker contempló fijamente a Schiller a los ojos sin parpadear.

—No veo cómo podría desencadenar el apocalipsis el hecho de sacar a la luz los conocimientos del mundo antiguo. Además, ¿no es un poco tarde? La existencia del tesoro es ya un dato de dominio público. Hala Kamil anunció nuestra búsqueda en su alocución en la ONU.

—Existen algunas consideraciones que tal vez le hayan pasado inadvertidas, almirante —dijo el presidente con voz grave—. El presidente Hasan puede argumentar que todas las antigüedades que se hallen pertenecen a Egipto. Grecia insistirá en la devolución del ataúd de oro de Alejandro Magno y quién sabe qué reclamaciones presentará Italia.

—Quizá entendí mal las cosas, caballeros —insistió Sandecker—. Tenía entendido que habíamos prometido compartir el descubrimiento con el presidente Hasan como medio de apuntalarlo en el gobierno.

—Es cierto —reconoció Schiller—, pero eso era antes de que ustedes determinaran su ubicación junto al río Grande. Ahora, también México entra en escena. El fanático Topiltzin podría utilizar el argumento de que el lugar en donde está enterrado pertenecía originariamente a México.

—Puede esperarse algo así —replicó Sandecker—, pero la posesión es nueve décimas partes de la ley. Desde el punto de vista legal, los objetos pertenecen al propietario de las tierras donde están enterrados.

—Se le ofrecerá al señor Trinity una suma sustanciosa por su tierra y por los derechos sobre las antigüedades —intervino Nichols—. Y puedo añadir también que esa cantidad estaría libre de impuestos.

Sandecker observó a Nichols con aire escéptico.

—El tesoro puede valer cientos de millones de dólares. ¿Está dispuesto el gobierno a llegar a esas cifras?

—Naturalmente que no.

—¿Y si Trinity no acepta su oferta?

—Existen otras formas de hacer un trato —insinuó Wismer con fría determinación.

—¿Desde cuándo interesa al gobierno el comercio del arte?

—Las obras de arte, las esculturas y los restos de Alejandro Magno sólo tienen interés histórico —respondió Wismer—. Lo que consideramos de vital importancia es el conocimiento contenido en los escritos.

—Eso depende del cristal con que se mire —murmuró Sandecker con aire filosófico.

—La información contenida en los tratados científicos, en especial los datos geológicos, pueden tener una importancia enorme en nuestras futuras relaciones con Oriente Medio —añadió obstinado Wismer—. Y también cabe tener en consideración el aspecto religioso del asunto.

—No veo en qué pueda afectar a la religión. La traducción al griego del texto original hebreo del Viejo Testamento se realizó en la biblioteca, y esa traducción ha sido la base para todas las versiones de la Biblia.

—Pero no del Nuevo Testamento —corrigió Wismer al almirante—. Bajo esa colina tejana puede haber constancia de hechos históricos que estén en contradicción con los fundamentos del cristianismo. Hechos que sería mejor dejar en el olvido.

Sandecker lanzó una fría mirada a Wismer antes de volver los ojos hacia el presidente.

—Esto me huele a conspiración, señor presidente. Le agradecería que me revelara la razón de mi presencia aquí.

—No se trata de nada siniestro, almirante, se lo aseguro. Sin embargo, todos estamos de acuerdo en que este asunto se ha convertido en una operación delicada y de grandes dimensiones que debe llevarse a cabo con la mayor discreción.

Sandecker no tardó en comprender que la trampa se había cerrado. No le tomó por sorpresa, pues había adivinado desde el primer momento lo que se estaba cocinando.

—Eso significa que la NUMA… —Hizo una pausa y se volvió hacia el senador Pitt— y en especial su hijo, senador, van a ser apartados del asunto después de haber hecho todo el trabajo sucio.

—Debe usted reconocer, almirante —insistió Wismer con tono oficial— que éste no es precisamente un trabajo que corresponda a una agencia gubernamental cuyas responsabilidades burocráticas se centran en los temas submarinos.

Sandecker rechazó con un gesto el comentario de Wismer.

—Hemos llevado adelante el proyecto hasta ahora y no veo razón para que no continuemos haciéndolo.

—Lo siento, almirante —dijo el presidente con firmeza—, pero voy a retirar el asunto de sus manos para pasarlo al Pentágono.

—¡A los militares! —exclamó Sandecker, perplejo—. ¿A quién se le ha ocurrido esta brillante idea?

En los ojos del presidente apareció un destello de turbación mientras volvía la vista a Wismer por un instante.

—No importa quién haya sido. La decisión es mía.

—Creo que no lo entiende usted, Jim —intervino el senador en tono apaciguador—. Su descubrimiento va mucho más allá de la simple arqueología. Los conocimientos que se ocultan bajo esa colina podrían perfectamente remodelar nuestra política exterior en Oriente Medio para las próximas décadas.

—Razón más que suficiente para que enfoquemos todo el tema como si fuera una operación de inteligencia de alto secreto —insistió Wismer—. Debemos mantener el descubrimiento como materia clasificada hasta que todos los documentos hayan sido examinados y sus datos, sometidos a análisis.

—Eso podría llevar entre veinte y cien años, según el número y el estado de los pergaminos después de permanecer dieciséis siglos en ese almacén subterráneo —protestó Sandecker.

—Si es eso lo que tardamos… —el presidente dejó la frase en el aire y se encogió de hombros.

El camarero trajo la fruta y el vaso de leche al almirante, pero éste había perdido el apetito.

—En otras palabras, necesitan tiempo para hacerse una idea del valor de este regalo caído del cielo —resumió Sandecker con aspereza—. Entonces podrán negociar acuerdos políticos a cambio de los antiguos mapas donde aparecen localizados depósitos perdidos de minerales y petróleo por todo el Mediterráneo. Si Alejandro no está convertido en polvo, sus huesos serán negociados con el gobierno griego a cambio de la renovación del acuerdo sobre la presencia de nuestras bases navales en el país. Y todo ello antes de que el pueblo norteamericano descubra que ha liquidado las existencias en estos cambalaches.

—No podemos permitir que el asunto se haga público —explicó Schiller en tono paciente—. Al menos hasta que estemos preparados para actuar. Usted no se da cuenta de las tremendas ventajas en política exterior que ha puesto en manos del gobierno. Sencillamente, no podemos desperdiciarlas en nombre de la curiosidad pública por unos objetos históricos.

—Caballeros, no soy tan necio —respondió Sandecker—. Pero confieso que soy un viejo patriota sentimental que cree que la gente merece de su gobierno un trato mejor del que recibe. Los tesoros de la Biblioteca de Alejandría no son de un puñado de políticos para que negocien con ellos. Pertenecen a todos los norteamericanos por derecho de posesión.

El almirante no aguardó a que alguien replicara. Tomó un rápido sorbo de leche, sacó un periódico del maletín y lo dejó caer en el centro de la mesa con gesto indiferente.

A continuación, añadió:

—Todo el mundo ha estado tan ocupado analizando la situación general que sus ayudantes han pasado por alto una breve información de la agencia de noticias Reuter que ha llegado a la mayoría de periódicos del mundo. Aquí tengo un ejemplar de un diario de San Luis que cogí en la agencia de alquiler de coches. He señalado el artículo en la página tres.

Wismer tomó el periódico doblado y lo abrió por la página que había indicado Sandecker. Leyó el titular en voz alta y continuó luego con el texto:

¿Desembarco romano en Texas?

Según fuentes de alto nivel de la administración en Washington, la búsqueda de un enorme depósito subterráneo de restos antiguos de la famosa Biblioteca de Alejandría ha concluido a unos metros al norte de río Grande, en la localidad de Roma, Texas. Diversos objetos descubiertos a lo largo de los años por un tal Samuel Trinity han sido reconocidos como auténticos por los arqueólogos.

La búsqueda se inició con el descubrimiento de un buque mercante romano de finales del siglo cuarto en los hielos de Groenlandia…

Wismer interrumpió la lectura, con el rostro encendido de cólera.

—¡Una filtración! ¡Una maldita filtración!

—¿Pero cómo… quién? —se preguntó Nichols, desconcertado.

—Fuentes de alto nivel de la administración —repitió Sandecker—. Esto sólo puede referirse a la Casa Blanca. —Miró al presidente, luego a Nichols, y añadió—: Probablemente algún funcionario despechado al que uno de sus supervisores ha despedido o ha descartado para un ascenso.

Schiller se volvió hacia el presidente con gesto abatido.

—Un millar de personas ya debe de estar invadiendo el lugar. Sugiero que ordene el desplazamiento de una unidad militar para custodiar la zona.

—Julius tiene razón, señor presidente —dijo Nichols—. Los buscadores de tesoros harán pedazos esas colinas con sus picos si no los detenemos.

—Está bien, Dale —asintió el presidente—. Ponme en comunicación con el general Metcalf, de la Junta de Estado Mayor.

Nichols dejó rápidamente la mesa y pasó al estudio, donde se encontraban varios hombres del Servicio Secreto y unos técnicos de comunicaciones de la Casa Blanca.

—Recomiendo enérgicamente que pongamos bajo secreto toda la operación —intervino Wismer con voz tensa—. También deberíamos extender la versión de que el descubrimiento es un fraude.

—No me parece una buena idea, señor presidente —aconsejó Schiller, más prudente—. Sus predecesores en el cargo aprendieron por las malas que no conviene mentir al pueblo norteamericano. Los medios de comunicación se olerían que descubrimos algo y lo despedazarían.

—Comparto la opinión de Julius —asintió Sandecker—. Cierre la zona, pero continúe las excavaciones sin ocultar nada y manteniendo informado al público. Créame, señor presidente, su administración saldrá mucho mejor parada si da abierta publicidad al contenido de la biblioteca una vez sea recuperado.

El presidente se volvió hacia Wismer y le dijo:

—Lo siento, Harold, pero tal vez sea lo mejor.

—Esperemos que sí —respondió Wismer, contemplando la noticia del periódico con expresión solemne—. No quiero ni pensar lo que puede suceder si Topiltzin decide hacer una bandera de este asunto.

El tesoro de Alejandría
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