28

El Cord avanzaba majestuosamente por la carretera. Breckenridge quedaba atrás y el sol matinal brillaba sobre el bruñido cromado y la carrocería recién pintada. Los esquiadores que se dirigían a pie hacia los remontadores saludaban al coche sexagenario cuando pasaba junto a ellos. Giordino dormitaba en el asiento trasero, a cubierto, mientras Lily estaba sentada en la parte delantera, al aire libre, como copiloto de Pitt.

Éste se había levantado aquella mañana con una terca idea en la cabeza. No veía ninguna razón para tener que esquiar con un equipo alquilado cuando sus Olin 921, de fabricación norteamericana, estaban en un armario, a apenas cinco kilómetros del hotel por la carretera. Además, se dijo, podía llegarse al refugio de la familia, coger el equipo y estar en un remontador en la mitad de tiempo que emplearía en la cola para alquilar el material en la tienda.

Pitt pasó por alto las inconcretas advertencias de su padre respecto a que se mantuviera alejado del refugio. Sencillamente, tomó el comentario como una típica exageración de burócrata.

—¿Quién está lanzando fuegos artificiales a esta hora de la mañana? —se preguntó Lily en voz alta.

—No son fuegos artificiales —respondió Pitt, reconociendo el áspero tableteo de las armas automáticas y el trueno de las granadas explosivas que les llevaba el eco desde las laderas que cerraban el valle—. Parecen disparos de infantería.

—Vienen de los bosques de ahí delante —indicó Lily—, a la derecha de la carretera.

Las arrugas en torno a los ojos de Pitt se acentuaron. Aumentó la velocidad del Cord y dio unos golpecitos en el cristal que separaba la parte delantera de la trasera. Giordino despertó y bajó la ventanilla.

—Me has despertado justo cuando se iniciaba la orgía —dijo entre bostezos.

—Escucha —lo cortó Pitt.

Giordino se encogió ante el frío que penetraba en el compartimiento de pasajeros. Se llevó las manos a los oídos para escuchar mejor y, poco a poco, una expresión de asombro apareció en su rostro.

—¿Nos han invadido los rusos?

—¡Mirad! —dijo Lily con voz excitada—. ¡Un incendio forestal!

Giordino efectuó un rápido estudio del humo negro que, de pronto, había aparecido sobre las copas de los árboles seguido de columnas de llamas.

—Demasiado concentrado —observó—. Yo diría que es un edificio quemándose. Probablemente un chalet aislado o una casa de una urbanización.

Pitt decidió que Giordino estaba en lo cierto. Masculló un juramento y descargó un golpe sobre el volante, con la deprimente certeza de que era el refugio familiar lo que alimentaba el hongo de llamas y humo, cada vez mayor.

—No tiene sentido que nos busquemos problemas deteniéndonos ahí —comentó—. Pasaremos de largo y nos fijaremos en lo que sucede. Al, pasa delante conmigo. Lily, déjale tu sitio, pasa atrás y mantén la cabeza agachada. No quiero que te pase nada.

—¿Y a mí, qué? —preguntó Giordino con indignada resignación—. ¿No merezco un poco de preocupación? Dame una sola buena razón por la que deba sentarme a tu lado ahí fuera, al descubierto.

—Por ejemplo, para proteger a tu fiel chófer de unos criminales malvados y peligrosos.

—Decididamente, no es un buen motivo.

Pitt intentó otro truco.

—Además, están esos cincuenta dólares que me prestaste en Panamá y que nunca te devolví.

—Más los intereses.

—Más los intereses —repitió Pitt.

—Lo que he de hacer para proteger mis inversiones…

El tonillo de abatimiento de Giordino sonó casi auténtico mientras se colaba por la ventanilla abierta que dividía ambos compartimientos y cambiaba de asiento con Lily.

Un trecho más adelante, a menos de un kilómetro de la entrada al refugio, vieron a varias personas detenidas y agachadas detrás de sus vehículos, observando a hurtadillas las volutas de humo y pendientes de las ráfagas de unas armas automáticas. A Pitt le pareció extraño que no hubiera hecho aparición la policía local, pero casi de inmediato vio el coche patrulla cosido a balazos y atravesado en el sendero que conducía a la casa.

Pitt tenía concentrada su atención a la derecha de la carretera y en el infierno que se alzaba más allá cuando, de pronto, captó por el rabillo del ojo una forma vaga que se acercaba corriendo por el asfalto, en una trayectoria que la llevaría a estrellarse contra el Cord.

Apretó el pedal del freno con fuerza mientras movía el volante hacia la derecha, haciendo que el coche quedara cruzado en la carretera y se deslizara unos metros de costado. Las llantas, altas y estrechas, emitieron un chillido ante la fricción con el pavimento. El Cord terminó deteniéndose en mitad del asfalto, bloqueando el paso en ambos sentidos. El costado del conductor quedó por fin a no más de un metro de la mujer que se había quedado paralizada como una estatua.

El corazón le latía a Pitt al doble de lo normal. Exhaló un profundo suspiro y contempló a la mujer a la que había estado a punto de aplastar como un insecto. Vio que el miedo y la conmoción de sus ojos se transformaba lentamente en una expresión de incredulidad.

—¡Usted! —musitó, asombrada—. ¿De veras es usted?

Pitt le devolvió una mirada de desconcierto.

—¿Señora Kamil?

—Ahora creo en las escenas que se viven varias veces —murmuró Giordino—. Sí, esto me parece deja vu.

—¡Oh, gracias a Dios! —susurró Hala—. Ayúdeme, por favor. Han muerto todos y vienen por mí.

Pitt saltó del volante al tiempo que Lily se apeaba del compartimiento de pasajeros; entre los dos, entraron a Hala y la hicieron tumbarse en el asiento de atrás.

—¿Quiénes son? —preguntó Pitt.

—Asesinos a sueldo de Yazid. Han matado a los agentes del Servicio Secreto que me protegían. Tenemos que salir de aquí enseguida. Llegarán en cualquier momento.

—Tranquila —dijo Lily, advirtiendo por primera vez la piel ennegrecida por el humo y el cabello chamuscado de Hala—. La llevaremos a un hospital.

—No hay tiempo —respondió Hala, señalando con una mano temblorosa hacia la ventanilla delantera—. Deprisa, por favor, o todos moriremos.

Pitt volvió la cabeza justo a tiempo de ver salir de entre los árboles en dirección a la carretera dos Mercedes negros. Los estudió durante no más de un segundo antes de saltar de nuevo al volante. Puso la primera y pisó el acelerador a fondo. Dio vuelta al volante y situó el Cord en la única dirección posible, de vuelta al centro de Breckenridge.

Con una breve mirada por el retrovisor montado junto a la rueda de repuesto, situada en el lateral del capó, calculó la distancia entre el Cord y los coches de los terroristas en apenas trescientos metros. No le dio tiempo más que a aquel corto vistazo. Casi al instante, el espejo saltó hecho añicos por el impacto de una bala.

—¡Al suelo! —gritó a las dos mujeres de la parte trasera del vehículo.

El Cord no llevaba eje de transmisión en las ruedas traseras y las mujeres pudieron enroscarse la una contra la otra en el piso del coche. Hala miró a Lily y fue presa de un temblor incontrolable. Lily le pasó un brazo en torno al cuerpo y se obligó a sonreír.

—No se deje llevar por el pánico —intentó animarla—. Cuando lleguemos al pueblo, estaremos a salvo.

—No —murmuró Hala, que empezaba a sentirse conmocionada tras lo sucedido—. No estaremos a salvo en ninguna parte.

En el asiento delantero, Giordino se había agachado todo lo posible para mantenerse a salvo del tiroteo y del viento helado que silbaba contra el parabrisas.

—¿Qué velocidad alcanza este cacharro? —preguntó con tono distendido.

—La velocidad punta que se le ha medido a un L-29 es de setenta y siete —respondió Pitt.

—¿Millas o kilómetros?

—Millas.

—Tengo la deprimente sensación de que nos sacan ventaja. —Giordino tuvo que gritar junto al oído de Pitt para hacerse oír por encima del aullido del Cord al pasar a segunda.

—¿Con qué nos enfrentamos?

Giordino se volvió, asomó la cabeza por la portezuela y miró atrás con cautela.

—Por delante es difícil saber de qué modelo de Mercedes se trata, pero diría que nuestros perros de presa conducen dos 300 SDL.

—¿Diesel?

—Turbodiesel, para ser más exactos. Capaces de alcanzar doscientos kilómetros por hora.

—¿Se nos acercan?

—Como tigres a un perezoso —asintió Giordino desconsoladamente—. Nos habrán alcanzado mucho antes de que lleguemos al café donde suele tener su tertulia el comisario. Pitt pisó el embrague a fondo, asió el extremo de la palanca del cambio de marchas que sobresalía del tablero de instrumentos y puso la tercera.

—Será mejor que salvemos vidas evitando el centro del pueblo. Esos cerdos sanguinarios son capaces de matar a cien espectadores inocentes sólo por acabar con Kamil.

—Creo que puedo verles el blanco de los ojos —replicó Giordino, tras asomar de nuevo la cabeza.

Ismail lanzó una decena de maldiciones cuando el arma se le encasquilló. En un acceso de rabia, la arrojó fuera del Mercedes y tomó otra de manos de uno de sus secuaces, sentado en la parte trasera del coche. Sacó el brazo con la metralleta por la ventanilla y disparó una ráfaga contra el Cord. El cañón sólo escupió cinco balas hasta vaciar por completo el cargador. Ismail lanzó una nueva maldición y buscó rápidamente otro cargador en el bolsillo para acoplarlo al arma sin perder un segundo.

—No te pongas nervioso —dijo con voz pausada el conductor—. Los cogeremos en menos de un kilómetro. Yo me situaré a su izquierda mientras Omar y los suyos pueden colocarse a la derecha con el otro coche. Entonces los someteremos a un fuego cruzado desde corta distancia.

—Quiero acabar con ese cerdo entrometido del coche —masculló Ismail.

—No tardarás en tener la oportunidad. Paciencia.

Ismail le hizo caso, se hundió en su asiento y contempló el viejo coche de época con mirada vengativa por el parabrisas del Mercedes, casi como un niño insaciable que no puede imponer sus caprichos.

Ismail era un asesino de la peor especie. Carecía por completo de remordimientos y habría sido capaz de salir de copas después de destruir una sala de maternidad. Los asesinos de primera categoría tomaban nota de sus acciones y estudiaban el modo de perfeccionar su trabajo. Ismail nunca se preocupaba de reexaminar sus atentados o hacer recuento de los muertos. Su planificación era poco rigurosa y en un par de ocasiones había eliminado a quien no debía. Todo ello hacía de un fanático como él un individuo aún más peligroso e impredecible; como un tiburón, atacaba indiscriminadamente y sin piedad a cualquier víctima inocente que tuviera la desgracia de cruzarse en su camino. Justificaba sus sangrientas hazañas en motivaciones religiosas pero, en otro tiempo y en otro lugar, habría sido un mero asesino sin freno que dejaba tras de sí un rastro de muertes por el mero placer de apretar el gatillo. Ismail habría dado asco incluso a Dillinger o a Bonnie y Clyde.

Sentado en el coche, sus dedos acariciaban el arma como si fuera un objeto sensual, esperando para descargar su fuego mortal a través de la delgada carrocería del viejo coche contra el individuo que le había quitado de las manos a su presa por unos instantes.

—Deben de estar reservando la munición —dijo Giordino.

—Sólo hasta que nos atrapen y no puedan fallar —respondió Pitt. Sus ojos estaban clavados en la carretera, pero su mente no dejaba de estudiar desesperadamente algún plan para escapar.

—Mi reino por un lanzacohetes.

—Eso me recuerda que esta mañana, al subir al coche, he tropezado accidentalmente con algo bajo el asiento.

Giordino se inclinó y tanteó el piso del vehículo bajo el asiento de Pitt hasta que su mano tocó un objeto frío y duro, que sostuvo en alto.

—No es más que una llave de casquillo —anunció con voz lúgubre—. Para lo que nos sirve, podría haber sido un hueso de jamón.

—No falta mucho para que lleguemos a un camino de montaña que conduce a la cima de las pistas de esquí. A veces, los vehículos de mantenimiento lo utilizan para transportar equipo y suministros hasta la cumbre. Esa ruta puede ofrecernos una ligera posibilidad de perderlos de vista entre los árboles o en una hondonada. Si seguimos por la carretera, estamos perdidos.

—¿Cuánto falta para el lugar?

—Está después de la próxima curva.

—¿Podremos hacerlo?

—Dímelo tú.

Giordino miró hacia atrás por tercera vez. Luego informó:

—Setenta y cinco metros y acercándose.

—Están demasiado cerca —dijo Pitt—. Tendríamos que obligarlos a reducir la marcha.

—Puedo dedicarles mis muecas más horrorosas y hacerles gestos obscenos —sugirió Giordino con voz seca.

—Eso sólo los pondría más furiosos. Tenemos que poner en marcha el plan uno.

—Lo siento, pero me he perdido las explicaciones previas —comentó con sorna Giordino.

—¿Qué tal tienes el brazo de lanzar?

Giordino asintió, comprendiendo a qué se refería.

—Manten en línea recta esta vieja bañera y Giordino el meteoro, pondrá fuera de juego al equipo rival.

El coche descubierto ofrecía una plataforma perfecta para lo que se proponía. Giordino se colocó de rodillas en el asiento mirando hacia atrás, con la cabeza y los hombros al descubierto por encima de la capota. Apuntó, levantó el brazo y lanzó la herramienta hacia el primero de los Mercedes en un gran arco.

Su corazón se detuvo por un instante. Creyó que había fallado pues la llave fue a caer en el capó del automóvil perseguidor. Sin embargo, rebotó en el metal y penetró limpiamente por el parabrisas, haciendo añicos el cristal.

El árabe que estaba al volante había visto a Giordino en el momento de lanzar la herramienta. Su tiempo de reacción fue bueno, pero no lo suficiente. Pisó el freno y dio un golpe de volante para apartarse en el preciso instante en que el parabrisas estallaba en mil pedazos y le saltaba a la cara. La llave tropezó en el volante y fue a caer en el regazo de Ismail.

El conductor del segundo Mercedes avanzaba pegado al guardachoques trasero del coche de Ismail y no vio la herramienta volando por los aires. Cuando las luces de los frenos del coche que le precedía se iluminaron de pronto, lo pillaron totalmente desprevenido. Impotente, vio cómo embestía al primer Mercedes y éste perdía el control, girando alocadamente hasta detenerse vuelto en dirección contraria.

—¿Era eso lo que tenías en mente? —dijo Giordino con voz jubilosa.

—Justo en la diana. Sujétate, estamos llegando al lugar que decía.

Pitt redujo la marcha y el Cord tomó un camino estrecho, cubierto de nieve, que se internaba en las montañas por un trazado lleno de curvas y cambios de rasante.

El motor de ocho cilindros lineales y 115 caballos de potencia pugnó por tirar del pesado vehículo sobre el piso resbaladizo e irregular. La dura suspensión hizo que todos botaran como pelotas de tenis en una lavadora mientras la parte trasera, más ligera, patinaba a un lado y otro. Pitt compensó el movimiento con un hábil toque de volante y acelerador, utilizando la tracción de las ruedas delanteras para mantener el largo capó apuntado al centro de un camino que más correcto sería calificar de impreciso sendero de excursionistas.

Lily y Hala se habían levantado del suelo y estaban en el asiento, con los pies apoyados en el tabique divisor que cerraba el compartimiento y sujetándose de los pasamanos situados sobre las puertas para conservar la integridad física.

Seis minutos más tarde, dejaron atrás los árboles y continuaron su ascenso por encima del límite de los árboles. Ahora, el camino corría entre pronunciadas pendientes sembradas de grandes peñas y nieve profunda. La idea original de Pitt había sido abandonar el Cord y echar a correr, utilizando los árboles y el terreno escarpado para resguardarse, pero la profundidad de la famosa nieve polvo de Colorado aumentaba mucho en las altitudes superiores, haciendo casi imposible el avance a pie. No le quedaba otra alternativa que alcanzar la cumbre con tiempo suficiente para saltar a un telesilla que los bajara al pueblo y, una vez allí, perderse entre la multitud de esquiadores.

—Está ardiendo —apuntó Giordino.

Pitt no necesitó ver salir el vapor en torno a la base del tapón del radiador; ya se había dado cuenta de que el indicador de la temperatura había marcado un rápido aumento hasta situarse en el rojo.

—El motor fue reconstruido con una tolerancia muy limitada. Le hemos exigido demasiado sin darle tiempo a rodar lo suficiente —explicó.

—¿Qué haremos cuando el camino se acabe? —preguntó Giordino.

—Plan dos —respondió Pitt—. Hacemos un viaje de placer en telesilla hasta el bar más próximo.

—Me gusta tu estilo, pero la guerra no ha terminado —replicó Giordino, señalando por encima del hombro—. Nuestros amigos han vuelto.

Pitt había estado demasiado ocupado para cuidarse de los perseguidores. Éstos se habían recuperado del accidente y venían montaña arriba tras el Cord. Antes de que pudiera echar un vistazo, unas balas destrozaron la ventanilla posterior entre las cabezas de Lily y Hala, atravesaron el coche y pasaron a través del parabrisas, dejando tres pequeños agujeros estrellados. No hubo que volver a decir a las mujeres que se echaran al suelo. Esta vez, trataron de fundirse con él.

—Creo que están furiosos por lo de la llave —comentó Giordino.

—Mucho más lo estoy yo por el modo en que están destrozando mi coche.

El coche entró en una curva cerrada y, al enderezarlo de nuevo, Pitt se volvió y lanzó una rápida mirada a los Mercedes perseguidores. La visión por detrás resultaba amenazadora.

Los dos coches patinaban violentamente sobre el camino nevado y su superior velocidad se veía contrarrestada en parte por la tracción delantera del Cord. Pitt les sacaba ventaja en las curvas cerradas, pero los árabes reducían la distancia en los tramos rectos.

Pitt vio brevemente al conductor del primer Mercedes dando vueltas al volante como un maníaco, sin la menor precaución, con las ruedas motrices traseras patinando constantemente. En cada curva, el coche estaba a punto de resbalar hasta la nieve profunda y quedarse atascado sin remedio.

Desde el Cord, a Pitt le sorprendió que los Mercedes no llevaran llantas para la nieve. No podía saber que los árabes habían pasado los coches por la frontera de México para borrar su rastro. Registrados a nombre de una inexistente empresa textil de Matamoros, tenían previsto abandonarlos en el aeropuerto de Breckenridge una vez concluido el asesinato de Hala.

A Pitt no le gustó lo que vio. Los Mercedes se acercaban irremisiblemente. Ya estaban a sólo cincuenta metros. Tampoco le gustó la visión del hombre que enseñaba un fusil automático por el parabrisas destrozado.

—¡Ahí viene el correo! —gritó, encogiéndose bajo el volante hasta que apenas le asomaron los ojos sobre el tablero—. ¡Todos abajo!

No habían acabado de salir de su boca estas palabras cuando las balas empezaron a incrustarse en el Cord. Una ráfaga arrancó la rueda de repuesto montada sobre el guardabarros del lado derecho del capó. La siguiente atravesó la capota, haciendo trizas el acolchado de cuero y deformando el metal del armazón.

Pitt, tenso, trató de encogerse todavía más mientras el costado izquierdo del coche se abría como si hubiera sufrido el ataque de un ejército de abrelatas. Los goznes de una de las puertas traseras saltaron y la puerta quedó abierta, colgando grotescamente durante unos segundos hasta que fue arrancada por un árbol que el Cord esquivó por poco. Una lluvia de fragmentos de vidrio cayó sobre las ocupantes. Una de ellas gritó, pero Pitt no distinguió cuál. Advirtió unas gotas de sangre en el tablero. Una bala había trazado un surco en una oreja de Giordino, pero el animoso italiano no había abierto la boca.

Giordino se llevó la mano a la herida con indiferencia, casi como si estuviera reconociendo a otro. Después, ladeó la cabeza y lanzó una sesgada sonrisa a Pitt.

—Me temo que está saliéndose el vino de anoche.

—¿Es grave? —preguntó Pitt.

—Nada que un cirujano plástico no pueda arreglar por dos mil dólares. ¿Qué tal las mujeres?

—Lily, ¿estáis bien tú y Hala? —gritó sin volverse.

—Unos arañazos y cortes con los cristales —respondió Lily con voz resuelta—. Por lo demás, estamos indemnes.

Se la notaba muy asustada, pero en absoluto al borde del pánico.

Ahora, el vapor del radiador del Cord escapaba como un chorro de alta presión. Pitt notó que el motor perdía revoluciones y empezaba a rendirse lentamente. Como un yóquey montando a un viejo penco que deberían haber retirado a los pastos hacía mucho tiempo, Pitt tiró del coche tanto como se atrevió.

Se dedicó fríamente a ello, concentrándose en conducir el Cord hasta la última curva antes de la cima. Había arriesgado para eludir a los asesinos y había fracasado. Ahora, los tenía pegados a su parachoques trasero como si estuvieran encadenados a él.

Los mecanismos del motor empezaron a carraspear en protesta por el exceso de calor y de tensión. Otra rociada de balas salpicó el guardabarros trasero izquierdo y pinchó la rueda. Pitt maniobró con el volante para evitar que la parte trasera del coche se saliera del camino y arrastrara el coche por una pendiente de sesenta grados llena de grandes peñascos de bordes afilados.

El Cord estaba agonizando. Un humo azul de mal agüero se filtraba por la rendija de ventilación del capó. Por debajo, el motor perdía aceite debido a un agujero abierto en el cárter por una piedra que Pitt no había podido evitar. El indicador de la presión de aceite cayó rápidamente a cero. Las posibilidades de alcanzar la seguridad temporal de la cumbre se hacían más remotas con cada golpe de las varillas de los pistones.

El primer Mercedes entró en la curva patinando descontroladamente. Pitt agarró el volante con desesperación, imaginando el aire de triunfo de los rostros de sus perseguidores al darse cuenta de que, en cuestión de segundos, podrían abalanzarse sobre su presa.

No vio ninguna posibilidad de una huida desesperada a pie. Estaban atrapados en el estrecho camino entre una empinada pendiente, a un lado, y una escarpada pared rocosa, al otro. No había dónde ir sino adelante, hasta que el motor del Cord exhalara el último aliento y se detuviera.

Pitt apretó el acelerador a fondo con todas sus fuerzas y murmuró una breve plegaria.

Increíblemente, aquella reliquia cansada de batallas aún tenía algo más que dar. Como si aquel artilugio mecánico tuviera una mente propia, buscó en sus entrañas de hierro y acero las reservas para un último y espléndido esfuerzo. Las revoluciones del motor aumentaron de pronto, los neumáticos delanteros se agarraron al terreno y el Cord atacó el peldaño final hasta la cima. Un minuto más tarde, dejando tras él unas columnas de humo azul y de vapor blanco, el coche se asomó a la cresta abierta de una pista de esquí.

A menos de cien metros de ellos se encontraba el extremo superior de un telesilla con asientos de tres plazas. Al principio, a Pitt le pareció extraño que no hubiera nadie esquiando en la ladera justo bajo las ruedas del Cord. Después, advirtió que la gente saltaba del telesilla y se volvía hacia la ladera opuesta para iniciar la bajada por una zona que era menos inclinada.

Después, comprobó que aquella parte de la ladera estaba cerrada con unas cuerdas, en las que colgaban diversos rótulos festoneados de banderolas anaranjadas fluorescentes advirtiendo a los esquiadores que se abstuvieran de descender por aquella pista debido a la presencia de capas de hielo.

—Es el final del camino —murmuró Giordino con aire solemne. Pitt asintió con gesto de frustración.

—No podemos echar a correr hacia el telesilla. Nos abatirían antes de haber dado diez pasos.

—La decisión está entre enfrentarnos a ellos con bolas de nieve o correr el riesgo y rendirnos.

—O probar el plan tres.

Giordino lanzó una mirada de curiosidad a su compañero.

—No puede ser peor que los dos primeros. —Instantes después, sus ojos se abrieron como platos y añadió con un gemido—: ¡No pensarás…! ¡Oh, cielos, no…!

Los dos Mercedes estaban ya casi encima. Se habían colocado uno al lado del otro para poder rematar el Cord con fuego cruzado, cuando Pitt giró el volante y lanzó el coche pista abajo.

El tesoro de Alejandría
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