65
A media mañana del día siguiente, después de tomar tierra en el aeródromo de la base naval de Corpus Christi, Pitt y Lily, acompañados del almirante Sandecker, fueron conducidos por un marinero de primera al centro de investigaciones oceánicas de la NUMA, situado en la bahía. Sandecker ordenó al conductor que se detuviera junto a un helicóptero posado en una explanada asfaltada junto a un largo muelle. No había nubes y el sol lucía en el cielo. La temperatura era suave pero la humedad muy alta y los tres empezaron a sudar tan pronto como se apearon del coche.
El geólogo jefe de la NUMA, Herb Garza, les dirigió un amistoso saludo con la mano y se acercó. Era un tipo bajo y rechoncho, de piel morena, con algunas marcas de viruela en el rostro y un cabello negro reluciente. Garza llevaba una gorra de béisbol de los California Angels y una camiseta anaranjada fluorescente tan chillona que Pitt la seguía viendo si cerraba los ojos unos segundos.
—Doctor Garza, me alegro de volver a verlo —dijo Sandecker, lacónicamente.
—Le esperaba con impaciencia —respondió Garza con entusiasmo—. Podemos despegar tan pronto como estemos a bordo.
Se volvió y les presentó al piloto, Joe Mifflin, que llevaba unas gafas de sol y que, en la rápida apreciación de Pitt, parecía muy animado.
Pitt y Garza habían trabajado juntos en un proyecto de investigación a lo largo de la extensión desierta de costa atlántica en Sudáfrica.
—¿Cuánto tiempo ha pasado, Herb? —comentó Pitt—. ¿Tres años, cuatro?
—¿Quién los cuenta? —respondió Garza con una ancha sonrisa mientras se estrechaban la mano—. Encantado de volver a estar en tu equipo.
—Te presento a la doctora Lily Sharp.
—¿Otra científica marina? —preguntó mientras hacía una cortés inclinación de cabeza.
—Arqueóloga terrestre —replicó Lily sacudiendo la cabeza. Garza se volvió y contempló a Sandecker con patente curiosidad.
—¿No se trata de una investigación marítima, almirante?
—No. Lamento no haberle facilitado más información, Herb, pero me temo que aún tendremos que mantener en secreto el verdadero propósito de nuestra misión durante algún tiempo más.
—Usted es el jefe —respondió Garza, encogiéndose de hombros en gesto de indiferencia.
—Lo único que necesito es un rumbo —añadió Mifflin.
—Al sur —dijo Pitt—. Al sur hasta el río Grande.
Descendieron por la costa sobrevolando el canal navegable de la Waterway y pasaron por encima de los hoteles y urbanizaciones de la isla Padre. Luego, Mifflin llevó el helicóptero verde, con las letras NUMA pintadas en el costado, bajo una capa de nubes hinchadas como palomitas de maíz, y varió el rumbo hacia el oeste más allá de Puerto Isabel, donde las aguas del río Grande desembocaban en el golfo de México.
La tierra a sus pies era una extraña mezcla de marisma y desierto, lisa como un aparcamiento, en la que crecían los cactus entre la hierba alta. Pronto apareció ante el parabrisas la ciudad de Brownsville. El río se estrechaba al pasar bajo el puente que unía Texas con Matamoros, en México.
—¿Puede decirme qué se supone que debemos investigar? —inquirió Garza.
—Usted creció en el valle del río Grande, ¿verdad? —preguntó a su vez Sandecker, sin responder todavía.
—Nací y pasé la juventud río arriba, en Laredo. Hice varios cursos universitarios en el Texas Southernmost College de Brownsville. Acabamos de pasar junto a él.
—Entonces, estará familiarizado con la estructura geológica de la zona de Roma…
—Sí, he realizado diversos trabajos de campo en esa zona, en efecto.
Pitt intervino entonces en la conversación:
—En comparación con la actualidad, ¿cómo sería el río tres o cuatro siglos después de Cristo?
—El curso no debía de ser muy distinto del actual —contestó Garza—. Naturalmente, habrá cambiado un poco debido a esporádicas inundaciones, pero rara vez más allá de un par de kilómetros y, a lo largo de los siglos, habrá vuelto las más de las ocasiones a su cauce anterior. La principal diferencia es que, en esa época, el río Grande debía de ser considerablemente más caudaloso. Hasta la guerra con México, su anchura era de entre doscientos y cuatrocientos metros. Sin duda, el canal principal era mucho más profundo que hoy día.
—¿Quién fue el primer europeo en descubrirlo?
—Alonso de Pineda navegó por la desembocadura del río en 1519.
—¿Podría ser comparable al Misisipí en esa época?
Garza meditó un instante antes de contestar.
—El río Grande era más parecido al Nilo —dijo finalmente.
—¿Al Nilo?
—Sus manantiales se encuentran en las montañas Rocosas, en Colorado. En el pasado, cuando llegaba la temporada primaveral del deshielo, sus aguas barrían las extensiones de su curso bajo inundando las tierras y los antiguos indios, igual que los egipcios, cavaban zanjas para que las aguas regaran sus campos. Ésa fue, precisamente, la causa de que el río que ahora vemos sea apenas un arroyo en comparación con su viejo caudal. Cuando los colonizadores españoles y mexicanos se establecieron, seguidos por los tejanos norteamericanos, se construyeron nuevos canales y obras de irrigación. Después de la guerra civil, el tren trajo nuevos campesinos y ganaderos que extrajeron más agua a base de pozos. Hacia 1894, la presencia de bajíos y peligrosos bancos de arena puso fin a la presencia de vapores a palas. De no haberse producido los excesos en la irrigación, el río Grande habría podido ser el Misisipí de Texas.
—¿Los barcos de vapor navegaban por río Grande? —le interrumpió Lily.
—Durante una corta época, hubo un tráfico de barcos muy considerable y el comercio se desarrolló a lo largo de ambas riberas. Flotillas de vapores a palas realizaron trayectos regulares entre Brownsville y Laredo durante más de treinta años. Ahora, desde la construcción de la presa Falcon, las únicas embarcaciones que pueden verse en el tramo inferior del río son algunas lanchas fuera borda y botes neumáticos.
—¿Es posible que algún barco de vela pudiera remontar el río hasta Roma?
—De sobras. El río debía ser lo bastante ancho para avanzar dando bordos. Lo único que debía hacer un barco de vela era esperar a que se levantaran las brisas del este procedentes del mar. En 1850, un barco fluvial de quilla poco profunda logró llegar hasta Santa Fe.
Todos permanecieron en silencio unos minutos mientras Mifflin seguía los meandros del río hasta que aparecieron algunas colinas de poca altura y formas redondeadas. En la orilla mexicana, diversas poblaciones de pequeño tamaño fundadas casi trescientos años antes se asentaban junto al río, apartadas y polvorientas. Algunas casas estaban construidas con piedra y adobe y lucían techos de tejas rojas, mientras que las afueras aparecían salpicadas de pequeñas chozas primitivas de techos de paja.
La zona del valle destinada a la agricultura, con sus plantaciones de frutales y sus campos de verduras y de áloe, daba paso a áridas planicies de árboles ralos y cardos silvestres. Pitt esperaba encontrar un río enfangado de aguas marrones, pero río Grande le sorprendió agradablemente por su intenso verdor.
—Estamos acercándonos a Roma —anunció Garza—. La ciudad hermana del otro lado del río se llama Miguel Alemán. No es nada del otro mundo. Aparte de algunas tiendas de curiosidades para turistas, apenas es más que un paso fronterizo de la ruta a Monterrey.
Mifflin redujo la velocidad y sobrevoló el puente internacional antes de volver a tomar el curso del río, a baja altura. En el lado mexicano, hombres y mujeres se dedicaban a lavar sus automóviles, remendar las redes de pesca y nadar. Junto a la orilla, un puñado de cerdos chapoteaba en el fango. En la orilla norteamericana, un pequeño promontorio de roca arenisca amarillenta se alzaba de la ribera protegiendo la mayor parte del casco urbano de Roma. Los edificios de la población parecían muy antiguos y algunos ofrecían un aspecto descuidado, pero todos daban impresión de gran solidez. Un par de ellos estaba siendo objeto de restauración.
—Esos edificios parecen muy pintorescos —comentó Lily—. Deben de tener mucha historia tras sus muros.
—Roma fue un puerto muy activo durante la era de los vapores comerciales y militares —explicó Garza—. Los comerciantes enriquecidos contrataron arquitectos para que les diseñaran las casas y los locales de negocios. Muchos de los edificios se han conservado perfectamente.
—¿Alguno de ellos destaca o es más famoso que los demás? —preguntó Lily. Garza se echó a reír.
—¿Famoso? Si me dieran a escoger, me quedaría con una residencia construida a mediados del siglo pasado que fue utilizada como la «Cantina de Rosita» cuando se filmó en la ciudad la película Viva Zapata, con Marlon Brando.
Sandecker indicó con un gesto al piloto que sobrevolara las colinas en torno a la población y se volvió hacia Garza.
—¿De veras el nombre de Roma le viene de estar rodeado por siete colinas?
—Nadie lo sabe con certeza —repuso Garza—. Incluso resulta difícil distinguir siete colinas. Dos de ellas tienen una cumbre visible, pero la mayoría están amontonadas y sus laderas se confunden.
—¿Cuál es su composición geológica? —preguntó Pitt mientras contemplaba el paisaje a sus pies.
—En su mayor parte, sedimentos cretácicos. Toda esta zona estuvo en otro tiempo cubierta por el mar. Abundan los caparazones fósiles de moluscos y se han encontrado algunos de ostras que medían medio metro. Cerca de aquí hay un cascajar que ilustra los diversos períodos geológicos transcurridos. Puedo darle una conferencia rápida sobre el terreno si prefiere que Joe tome tierra en ese lugar.
—Todavía no —dijo Pitt—. ¿Existe alguna caverna natural en esta región?
—Ninguna visible en la superficie, pero eso no significa que no las haya. No existe modo de saber cuántas cuevas, formadas por los antiguos mares, se ocultan bajo la capa superior del terreno. Si cavas lo suficiente en el lugar adecuado, es muy probable que encuentres una oquedad de grandes dimensiones en la arenisca. Las viejas leyendas indias hablan de espíritus que viven bajo tierra.
—¿Qué clase de espíritus?
—Fantasmas de los antepasados que murieron en combate con los dioses del mal —respondió Garza encogiéndose de hombros. Lily se asió inconsciente y fuertemente al brazo de Pitt.
—¿Se ha descubierto algún objeto arqueológico en las cercanías de Roma?
—Algunas puntas de flecha y de lanza de pedernal, cuchillos del mismo metal y varias piedras-barca.
—¿Qué son las piedras-barca? —se interesó Pitt.
—Son unas piedras huecas con forma de casco de embarcación —respondió Lily con creciente excitación—. Su origen exacto y su propósito son un misterio. Se cree que eran utilizadas como amuletos. Supuestamente, lo protegían a uno del mal, sobre todo si se temía el poder de una bruja o un chamán. Se colocaba una efigie de la bruja atada a una piedra-barca y se arrojaban a un río o lago, quedando uno libre del hechizo.
Pitt hizo una pregunta más a Garza:
—¿Ha aparecido aquí algún objeto perteneciente a un período histórico que no encaje con lo que sería de esperar?
—Sí, varios, pero han sido considerados falsos.
—¿Qué clase de objetos? —intervino Lily con su expresión más inocente.
—Espadas, cruces, fragmentos y piezas de armadura, astas de lanza, la mayoría de ellas de hierro. También recuerdo haber oído hablar de una vieja ancla de piedra que fue encontrada en los riscos junto al río.
—Probablemente era de origen español —aventuró Sandecker, con cautela. Garza movió la cabeza en señal de negativa.
—No era española, sino romana. Los funcionarios del museo del estado se mostraron, como es lógico, muy escépticos. Finalmente, las catalogaron como una reproducción del siglo pasado.
Lily hundió más los dedos en el brazo de Pitt.
—¿Hay alguna posibilidad de que les eche un vistazo a esos objetos? —preguntó con voz alterada—. ¿O tal vez se han perdido y olvidado, arrinconados bajo el polvo en el sótano de alguna universidad del estado?
Garza señaló con el dedo hacia la ventana, apuntando hacia la carretera que se dirigía hacia el norte.
—No. En realidad, todos esos objetos están muy cerca de aquí. El hombre que descubrió la mayoría de ellos los ha guardado y coleccionado. Es un típico tejano llamado Sam Trinity, más conocido en el pueblo por Sam el Chiflado. Lleva sesenta años haciendo agujeros en sus tierras jurando que un ejército romano acampó aquí. Se gana la vida con una pequeña estación de servicio y almacén. En la parte de atrás tiene un cobertizo que él denomina, ampulosamente, su Museo de Antigüedades.
Pitt sonrió pausadamente.
—¿Puede dejarnos junto a la gasolinera de ese hombre? —pidió a Mifflin—. Creo que deberíamos hablar con Sam.