22
En Washington anochecía tras un día de claridad deslumbrante. El fresco tiempo otoñal hacía el aire punzante, mientras el sol crepuscular hacía brillar el blanco granito de los edificios de la administración como si fueran de porcelana dorada. El cielo estaba salpicado de nubes como borregos que parecían lo bastante sólidas como para que aterrizara en ellas el reactor privado Gulstream IV.
El aparato podía transportar hasta diecinueve pasajeros, pero Pitt, Giordino y Lily tenían la cabina para ellos solos. Giordino no había tardado en dormirse, y no había vuelto a abrir los ojos desde antes incluso de que las ruedas del avión despegaran de la base de Thule. Lily había dado varias cabezadas y había dedicado el resto del tiempo a leer El umbral, de Marlys Millhiser.
Pitt permaneció despierto, perdido en sus pensamientos y efectuando esporádicas anotaciones en una pequeña libreta. Se volvió y contempló por la ventanilla el tráfico que, lentamente, se abría paso desde el corazón de la capital hasta los barrios residenciales.
Sus pensamientos volaron de nuevo a la congelada tripulación del Serapis, a su capitán, Rufino, y a la hija de éste, Hipatia. Pitt lamentaba que sus ojos no hubieran descubierto a la muchacha en la oscuridad de la bodega, aunque la cámara de vídeo la había registrado con toda claridad, con sus brazos en torno a un perro pequeño de largo pelaje.
Gronquist casi había llorado al describirla. Pitt se preguntó si terminaría como un objeto congelado en un museo, contemplada entre susurros de asombro por colas interminables de curiosos.
Al contemplar la alameda de Washington, mientras el Gulstream sobrevolaba la ciudad aproximándose al aeropuerto, Pitt decidió apartar de su mente el recuerdo del Serapis y se concentró en la búsqueda de los tesoros de la Biblioteca de Alejandría. Ya sabía paso a paso cómo iba a enfocar la investigación. Lo que no le gustaba del plan era tener que jugárselo todo a una carta. Todas sus investigaciones debían basarse en unas cuantas líneas toscamente trazadas en cera por la mano helada de un hombre agonizante. La ley de Murphy —si algo puede ir mal, irá mal— empezaba ya a levantar obstáculos en su contra.
Debido a una serie de razones, las indicaciones del mapa podían no coincidir con una localización geográfica conocida. La cera podía haberse distorsionado debido a los bruscos cambios de temperatura durante el congelamiento inicial en el Serapis y el posterior deshielo a bordo del Polar Explorer, Rufino podía haberse equivocado en la escala y trazar erróneamente las curvas y ángulos de la costa y del río o, lo peor de todo y lo más probable, las formas del paisaje podían haber sufrido grandes cambios a lo largo de los mil seiscientos años transcurridos, debido a la erosión y a los levantamientos del terreno, a los movimientos sísmicos o a los cambios extremos en el clima. En el mundo, recordó Pitt, no había río que hubiese mantenido invariable su curso a lo largo de un milenio.
Pitt olfateó el aroma embriagador de su desafío. Para los hombres inquietos, tiene un aroma real que llena el aire con un perfume entre el de una mujer sexualmente excitada y el de la hierba recién cortada tras la lluvia, un impulso tentador y adictivo que lleva a quien lo experimenta a despreciar la posibilidad del fracaso o del riesgo. Y, sin embargo, cuando por fin conseguía alcanzar lo casi imposible, enseguida le invadía inevitablemente una sensación de fracaso.
Su primer obstáculo era la falta de tiempo para efectuar una investigación. El segundo, el submarino soviético. Giordino y él eran los principales candidatos para dirigir la operación de rescate bajo las aguas del Ártico.
Los pensamientos absortos de Pitt fueron interrumpidos por la voz del piloto que les indicaba que se abrocharan los cinturones. Observó la menuda sombra del avión agrandándose a sus pies sobre los árboles desnudos de hojas. La hierba parda quedó atrás a toda velocidad y dio paso al asfalto. El piloto desvió el aparato de la pista de aterrizaje principal de la base aérea Andrews y por último se detuvo junto a una camioneta Ford Taunus.
Pitt ayudó a Lily a bajar del avión. Después, él y Giordino descargaron el equipaje y lo introdujeron en el maletero de la camioneta. El conductor, un joven atlético con aire de pertenecer a la escuela preparatoria de suboficiales, dio un paso atrás como si temiera estorbar a aquel par de tipos duros que manejaban sus pesadas maletas y macutos como si fueran almohadas.
—¿Qué plan tenemos? —preguntó Pitt al conductor.
—Cena con el almirante Sandecker en su club.
—¿Almirante qué? —preguntó Lily.
—Sandecker —repitió Giordino—. Es nuestro jefe de la NUMA. Hemos debido de hacer algo bien, porque no es habitual que invite a nadie a su mesa.
—Y mucho menos si la invitación es para el club John Paul Jones —añadió Pitt.
—¿Es muy exclusivo?
—Es un depósito de viejos oficiales de Marina herrumbrosos con agua de sentina en las vejigas.
Ya había oscurecido cuando el conductor penetró por fin en una tranquila calle residencial de Georgetown. Cinco bloques más allá, el coche tomó un sendero de grava y se detuvo ante el pórtico de una mansión victoriana de ladrillos rojos.
En el salón de entrada, un hombre menudo con aire de gallo de riña deambulaba de un extremo a otro de la alfombra vestido con un traje de seda de tres piezas, de buen corte. El hombre se movía con pasos rápidos y enérgicos, como un gato colándose por una rendija de la puerta. Sus rasgos eran angulosos y a Pitt siempre le recordaba la figura de un buitre. El cabello intensamente pelirrojo se prolongaba por los costados de su rostro hasta formar una barba mefistofélica, cuidada con esmero. Sus ojos estaban llenos de energía y mordacidad. El almirante James Sandecker no era un hombre que entrara de incógnito en una estancia; la tomaba al asalto.
—Me alegro de tenerlos de vuelta, muchachos —soltó el almirante, en un tono más oficial que amistoso—. He oído que ese descubrimiento de la nave antigua puede cambiar los libros de historia. Los medios de comunicación le están dando un gran bombo al asunto.
—Tuvimos varios golpes de suerte —dijo Pitt—. Le presento a la doctora Lily Sharp. Lily, el almirante James Sandecker.
Sandecker destellaba como un faro cuando estaba en presencia de una mujer atractiva y dirigió a Lily una mirada radiante.
—Doctora, es usted sin duda la mujer más encantadora que ha pisado jamás estos salones.
—Me alegra comprobar que su club no hace discriminaciones con las mujeres.
—No se debe a que los miembros sean de mentalidad liberal —comentó Giordino con sarcasmo—, sino a que la mayoría de las mujeres preferirían ponerse una inyección contra el tétanos a entrar aquí y escuchar a estas viejas reliquias recordando batallitas.
Sandecker lanzó una mirada furibunda a Giordino. Lily contempló a los dos hombres y, desconcertada, creyó encontrarse entre dos enemigos irreconciliables de antiguo.
Pitt reprimió una carcajada, pero no pudo evitar una sonrisa. Había sido testigo de aquel toma y daca durante diez años y, como todos los que conocían a Giordino y Sandecker, sabía que eran íntimos amigos.
Lily se decidió por efectuar una retirada táctica.
—Caballeros, si alguno de ustedes tiene la amabilidad de decirme dónde está el tocador de señoras, iré a empolvarme la nariz.
Sandecker le indicó un pasillo.
—La primera puerta a la derecha. Por favor, tómese su tiempo.
Tan pronto como Lily se alejó, el almirante condujo a Pitt y a Giordino a una salita contigua y cerró la puerta.
—Tengo que salir para una reunión con el secretario de Marina dentro de una hora. Esta será nuestra única oportunidad para hablar en privado, de modo que iré rápidamente al grano, antes de que vuelva la doctora Sharp. Déjenme empezar diciendo que han hecho ustedes un excelente trabajo localizando al submarino soviético y manteniendo luego en secreto su hallazgo. El presidente se mostró muy complacido al recibir la noticia y me pidió que les diera las gracias.
—¿Cuándo empezamos? —preguntó Giordino.
—¿Empezar qué?
—La operación secreta de rescate submarino del barco soviético.
—Nuestra gente de Inteligencia insiste en dejar el asunto aparcado. Su plan consiste en proporcionar información falsa a los agentes soviéticos. Intentan hacerles tragar que consideramos cualquier nueva investigación como un despilfarro del dinero del contribuyente y que, en consecuencia, las hemos descartado como una causa perdida.
—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Pitt.
—Un año, tal vez. El tiempo necesario para que los encargados de la misión puedan trazar los planes y construir el equipo necesario para la empresa.
—Tengo la impresión de que no cuentan con nosotros —comentó Pitt, observando al almirante con suspicacia.
—Exacto —respondió Sandecker sin cambiar el tono de voz—. Como dicen en la policía, están fuera del caso.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Tengo otro trabajo más importante para ustedes dos.
—¿Qué puede ser más importante que conseguir los secretos del submarino más mortífero de la Marina soviética? —inquirió Pitt, precavido.
—Unas vacaciones en la nieve —respondió Sandecker—. No hay nada como el aire tonificante de las pistas de esquí de las Rocosas. Tienen pasaje en un vuelo comercial a Denver mañana por la mañana, a las 10.45. La doctora Sharp los acompañará.
Pitt miró a Giordino, que se limitó a encogerse de hombros. Luego, se volvió hacia el almirante.
—¿Es un premio o un exilio?
—Considérenlo unas vacaciones de trabajo. El senador Pitt les explicará los detalles.
—¿Mi padre?
—Lo estará esperando esta misma tarde en su casa —Sandecker extrajo un gran reloj de oro del bolsillo del chaleco y consultó su esfera de marfil—. No debemos hacer esperar a una mujer bonita.
El almirante se dirigió hacia la puerta mientras Pitt y Giordino se levantaban y permanecían clavados sobre la gastada alfombra de la salita, taciturnos.
—¡No se guarde información, almirante! —dijo Pitt de pronto, con voz estridente—. Si no nos lo cuenta usted todo, no sueñe con que tomaré ese avión mañana.
—Acepte también mis disculpas —añadió Giordino—. Presiento que se avecina una plaga de hongos de la jungla de Borneo…
Sandecker se detuvo en seco, dio media vuelta, enarcó una ceja y miró a los ojos a Pitt.
—No me ha engañado usted un solo minuto, señor Pitt. El submarino soviético le importa un bledo. Está tan ansioso por encontrar los restos de la Biblioteca de Alejandría que incluso renunciaría al sexo.
Dominándose a duras penas, Pitt replicó:
—Como de costumbre, su perspicacia es impecable. Igual que su red de información. Tenía intención de presentarle la transcripción del diario de a bordo del Serapis a nuestro regreso a Washington. Por lo que parece, alguien se me ha adelantado.
—Ha sido el comandante Knight. Transmitió en clave la traducción del doctor Redfern, con destino al Departamento de Marina, de donde la hicieron llegar al Consejo Nacional de Seguridad y a la Casa Blanca. Leí una copia antes de que ustedes salieran de Islandia. Sin saberlo, ustedes abrieron la caja de Pandora. Si el escondite existe y puede ser encontrado, causará una sacudida política. Pero no voy a seguir hablando de eso. Su padre se encargará de hacerlo por razones que él podrá explicarle mejor.
—¿Qué papel juega Lily en esta película?
—Es parte de su tapadera. Un refuerzo por si hay alguna filtración o por si el KGB sospecha que hayan podido encontrar el submarino. Martin Brogan quiere que se los vea dedicarse a un trabajo arqueológico de verdad. Por eso los he citado en el club y será su padre quien lo ponga al corriente en su casa. Sus movimientos deben parecer normales por si lo están siguiendo.
—Todo esto me suena a precauciones excesivas.
—La burocracia actúa por caminos misteriosos —comentó Giordino con resignación—. Me pregunto si podré sacar entradas para el partido Denver-Bronco.
—Me alegra ver que estamos de acuerdo —afirmó Sandecker con cierto tono de satisfacción—. Ahora, vayamos a la mesa. Estoy hambriento.
Dejaron a Lily frente al hotel Jefferson. La muchacha abrazó a ambos y penetró en el vestíbulo, seguida por un conserje con su equipaje. Pitt y Giordino indicaron al conductor que los llevara al edificio de cristales oscuros y diez pisos de altura que constituía la sede central de la Agencia Marítima y Submarina Nacional (NUMA).
Giordino acudió directamente a su despacho de la cuarta planta mientras Pitt seguía en el ascensor y subía hasta las instalaciones de la red de comunicaciones e informaciones del último piso. Dejó el maletín al recepcionista y sacó un sobre que guardó en el bolsillo del abrigo.
Deambuló frente a las hileras, al parecer interminables, de equipo electrónico y ordenadores hasta encontrar a un hombre sentado en el suelo enlosado, con las piernas cruzadas, que contemplaba una grabadora en miniatura extraída de un gran muñeco con la forma de un canguro.
—¿Tal vez canta fuera de tono? —preguntó Pitt.
—¿Cómo lo has sabido?
—He acertado por casualidad.
Hiram Yaeger alzó la mirada y sonrió. Tenía un rostro gracioso con un cabello rubio muy largo y estirado, atado en una cola de caballo. La barba, que le caía en grandes rizos, parecía sacada de una casa de disfraces. Miraba a través de unas gafas de abuela y vestía como un desharrapado artista del rodeo, con unos viejos tejanos y unas botas que una pordiosera habría rechazado.
Sandecker había robado a Yaeger de una compañía de diseño por ordenador en el Silicon Valley de California y le había concedido carta blanca para crear el complejo de datos de la NUMA desde los inicios. Era un maridaje perfecto entre un genio humano y la unidad procesadora central. Yaeger supervisó una enorme biblioteca de información que contenía todos los informes y libros conocidos que se habían escrito sobre los océanos del planeta.
Yaeger estudió la grabadora del muñeco y el pequeño altavoz con ojo crítico.
—Yo habría podido diseñar un sistema mejor que ése con instrumentos de cocina.
—¿Puedes repararlo?
—Probablemente, no.
Pitt sacudió la cabeza e indicó con un gesto el complejo de ordenadores que los rodeaba.
—¿Has organizado todo esto y no eres capaz de arreglar una simple grabadora?
—No puedo centrar el interés en ello. —Yaeger se levantó, entró en un despacho y colocó el canguro de trapo en una esquina de escritorio—. Tal vez algún día, si estoy inspirado, lo transforme en una lámpara parlante. Pitt lo siguió al interior del despacho y cerró la puerta.
—¿Tienes humor para una empresa más exótica?
—¿De qué se trata?
—Investigación.
—Vamos allá.
Pitt sacó el sobre del bolsillo y lo entregó a Yaeger. El mago del ordenador de la NUMA se sentó indolentemente en una silla, abrió el sobre y extrajo su contenido. Echó un rápido vistazo a la transcripción mecanografiada y volvió a leer el texto con más cuidado. Tras un largo silencio, miró a Pitt por encima de las gafas.
—¿Esto es de esa vieja nave que encontraste?
—¿Has oído hablar del asunto?
—Debería ser sordo y ciego para no enterarme. La historia ha salido en todos los periódicos y en televisión. Pitt indicó con un gesto los papeles que Yaeger tenía en la mano.
—Es una traducción del latín del diario de a bordo.
—¿Qué quieres de mí?
—Échale un vistazo a la página del mapa. Yaeger la sostuvo y estudió sus líneas sin nombres.
—¿Quieres que haga una comparación con los lugares geográficos conocidos?
—Si es posible —asintió Pitt.
—Desde luego, no es mucho para empezar. ¿Tienes alguna idea?
—Es una costa marina y la desembocadura de un río.
—¿Cuándo fue dibujado?
—En el año 391.
Yaeger lanzó una mirada estupefacta a Pitt.
—Es como si me preguntaras el nombre de las calles de la Atlántida.
—Programa tus juguetes electrónicos para que hagan una proyección del rumbo seguido por la flota tras zarpar de Cartagena. También puedes probar a trazar el recorrido a la inversa desde el lugar del naufragio en Groenlandia. He anotado la posición.
—¿Te das cuenta de que ese río podría no existir ya?
—Me había pasado por la cabeza tal posibilidad.
—Necesitaré la autorización del almirante.
—La tendrás mañana, a primera hora.
—Está bien —aceptó Yaeger con displicencia—. Le pondré todo mi interés. ¿Qué plazo tengo?
—Sigue con ello hasta que tengas algo —respondió Pitt—. Tengo que salir de la ciudad por un tiempo. Me pondré en contacto contigo pasado mañana para ver cómo van las cosas.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro.
—¿Esto es importante de verdad?
—Sí —dijo Pitt—. Me parece que sí. Tal vez más de lo que podamos imaginar.