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Una gran salva de aplausos surgió de las galerías del público y se extendió entre los delegados de la platea cuando Hala, rechazando cualquier ayuda, se acercó lentamente al estrado con muletas. Permaneció de pie tras el estrado, seria y serena, hablando con voz firme y convincente, acompañada de unos gestos moderados y sutiles. Hala conmocionó al auditorio con un emotivo llamamiento para poner fin a las inútiles matanzas de inocentes en nombre de la religión. Únicamente cuando pidió una censura a los gobiernos que hacían la vista gorda ante las actividades de las organizaciones terroristas, algunos de los delegados presentes se movieron incómodos en sus escaños, con la mirada perdida en el infinito.
Una serie de rumores y comentarios siguió a su anuncio del inminente descubrimiento de la Biblioteca de Alejandría, cuando los presentes empezaron a darse cuenta de las inmensas posibilidades que ofrecía tal hallazgo. Después, le llegó su turno a Ajmad Yazid, a quien sometió a un acerbo ataque, acusándolo directamente de los atentados contra su vida.
Hala concluyó su parlamento afirmando con rotundidad que las amenazas contra su integridad física no le harían abandonar su cargo de secretaria general y que seguiría ejerciéndolo hasta que sus colegas delegados le pidieran la dimisión.
La respuesta fue una ovación de los delegados puestos en pie, que se hizo atronadora cuando Hala Kamil se colocó a un lado del estrado, dejando a la vista su tobillo enyesado.
—Es toda una mujer —comentó el presidente con admiración—. Daría cualquier cosa por tenerla en mi gabinete.
El presidente pulsó un botón del mando a distancia y apagó el televisor.
—Un discurso excelente —dijo el senador Pitt—. Ha hecho trizas a Yazid… y ha despertado el interés de todos con su mención del proyecto de búsqueda de la biblioteca.
—Sí, ha accedido a apoyarnos en ambos puntos —asintió el presidente.
—Naturalmente, sabrá usted que la señora Kamil tiene intención de partir hacia Uruguay para entrevistarse con el presidente Hasan.
—Dale Nichols me ha puesto al corriente de la conversación que mantuvieron con ella en el avión —respondió el presidente, sentado tras su escritorio del despacho Oval—. ¿Qué tal va la investigación?
—Los ordenadores de la NUMA están trabajando en la localización —respondió el senador.
—¿Estamos cerca?
—No —respondió el senador, moviendo la cabeza—. Seguimos igual que hace cuatro días.
—¿No podemos acelerar el proceso? ¿Y si reunimos un equipo de expertos, gente de las universidades, de otras agencias gubernamentales?
El senador Pitt puso cara de escepticismo.
—La NUMA tiene la mejor biblioteca computerizada del mundo en cuestión de océanos, ríos y lagos. Si ellos no pueden descubrir el destino de la flota egipcia, no lo conseguirá nadie.
—¿Qué me dice de los registros históricos y arqueológicos? —Apuntó el presidente—. Tal vez en el pasado se descubrió algo que pudiera proporcionarnos una pista.
—Quizá merezca la pena intentarlo. Conozco a un experto de la universidad de Pennsylvania, un investigador muy destacado que podría tener a treinta colaboradores registrando archivos aquí y en Europa, en un plazo de veinticuatro horas.
—Muy bien, póngalo en antecedentes.
—Ahora que los medios de comunicación y Hala Kamil han difundido la noticia —comentó el senador—, la mitad de los gobiernos y la mayoría de los cazadores de fortunas del mundo se dedicarán a la caza de la colección de objetos de la biblioteca.
—Ya he tenido en cuenta tal posibilidad —afirmó el presidente—, pero ahora tiene máxima prioridad el apuntalamiento del gobierno del presidente Hasan. Si primero llevamos a cabo el descubrimiento y luego accedemos a la cesión del material encontrado, después de que Hasan efectúe una campaña espectacular reclamando la devolución de los restos a Egipto, su popularidad en el país aumentará notablemente y el hecho lo convertirá en un héroe a los ojos del pueblo egipcio.
—Y, al mismo tiempo, evitará la amenaza de una toma del poder por parte de Yazid y sus seguidores —añadió el senador—. El único problema es el propio Yazid, un hombre de reacciones impredecibles. Nuestros máximos expertos en cuestiones de Oriente Medio son incapaces de adivinar sus movimientos. Ese Yazid es capaz de sacar un conejo del sombrero y robarnos la escena.
El presidente contempló fijamente a su interlocutor.
—No veo ningún problema para alejarlo de los focos de la atención pública una vez los objetos encontrados le sean entregados al presidente Hasan.
—Estoy con usted, señor presidente, pero es peligroso subestimar a Yazid.
—Ese hombre está lejos de ser perfecto.
—Sí, pero a diferencia del ayatolá Jomeini, Ajmad Yazid tiene una mente brillante. Es lo que las agencias de publicidad llamarían «un buen creativo».
—Tal vez lo sea en asuntos políticos, pero como asesino deja mucho que desear.
El senador se encogió de hombros y sonrió, como si el comentario no le sorprendiera.
—Sin duda —respondió— sus planes fracasaron por culpa de sus secuaces. Como presidente, usted sabe mejor que nadie con qué facilidad puede meter la pata cualquier colaborador.
El presidente le devolvió la sonrisa sin el menor asomo de humor. Después, se apoyó en el respaldo del sillón y se puso a juguetear con una estilográfica.
—Conocemos muy pocas cosas de ese condenado Yazid; ignoramos de dónde viene y qué impulsos lo guían.
—Afirma haber pasado los primeros treinta años de su vida vagando por el desierto del Sinaí hablando con Alá.
—De modo que está utilizando una página de la vida de Jesucristo. ¿Qué más tenemos de él?
—Será mejor que consulte usted con Dale Nichols —respondió el senador—. Tengo entendido que está trabajando con la CÍA en la elaboración de un perfil biográfico y psicológico.
—Veamos si han averiguado algo —el presidente pulsó un botón de su intercomunicador—. Dale, ¿podría venir un momento?
—Ahora mismo —contestó la voz de Nichols por el altavoz.
Los dos hombres que ocupaban el despacho Oval permanecieron callados durante los quince segundos que tardó Nichols en llegar desde su despacho. Dale llamó con los nudillos, abrió la puerta y penetró en el despacho.
—Estábamos hablando de Ajmad Yazid —le informó el presidente—. ¿Han encontrado Brogan y su gente algún dato sobre sus orígenes?
—He hablado con Martin hace apenas una hora —respondió Nichols—. Me ha asegurado que sus analistas podrán tener a punto un informe en un par de días más.
—Quiero verlo en cuanto esté terminado —dijo el presidente.
—No es que quiera cambiar de tema —intervino el senador Pitt—, pero ¿no debería informar alguien al presidente Hasan sobre lo que tenemos previsto hacer en el caso de que los documentos de la biblioteca sean localizados en las próximas semanas?
El presidente asintió.
—Desde luego —corroboró. Después, mirando a los ojos al senador, añadió—: George, ¿cree que podría encontrar cuarenta y ocho horas para hacer los honores a nuestro aliado?
—Usted quiere que me entreviste con Hasan en Uruguay. —Era más una afirmación que una pregunta.
—¿Tiene algún inconveniente?
—En realidad, este asunto le correspondería a Doug Oates, del Departamento de Estado. Él y Joe Arnold, del Tesoro, se encuentran ya en Kingston celebrando reuniones previas sobre economía con líderes extranjeros. ¿Considera prudente entablar contactos al margen de ellos?
—En condiciones normales no lo haría. En este caso, sin embargo, usted está mejor informado del proyecto de búsqueda. Además, ya se ha reunido con el presidente Hasan en cuatro ocasiones distintas y mantiene una estrecha relación con Hala Kamil. En pocas palabras, es el hombre más adecuado para esta misión.
El senador alzó las manos con resignación.
—El Senado no tiene pendientes votaciones importantes en los próximos días y mis colaboradores pueden ocuparse de los asuntos políticos. Si me permite utilizar un avión del gobierno, puedo salir de Washington el martes a primera hora, reunirme con Hasan por la noche y estar de vuelta para informarle el miércoles a media tarde.
—Gracias, George, es usted un buen colaborador. —El presidente hizo una pausa y, a continuación, hizo saltar la trampa—. Hay otra cosa…
—Siempre la hay —suspiró el senador.
—Me gustaría que informara al presidente Hasan, en privado y bajo el más estricto secreto, de que puede contar con mi plena colaboración en el caso de que decida eliminar a Yazid.
El senador Pitt replicó con voz conmovida.
—¿Desde cuándo se mezcla la Casa Blanca en asesinatos políticos? Le suplico, señor presidente, que no mancille su cargo rebajándose al nivel de Yazid y otros terroristas.
—Si alguien hubiera tenido la previsión de quitar de en medio a Jomeini hace doce años, Oriente Medio sería hoy un lugar mucho más pacífico.
—Lo mismo podría haber dicho el rey de Inglaterra sobre George Washington y las colonias de la Corona en 1778.
—Dejemos el tema, George. Podríamos pasarnos el día haciendo comparaciones. La decisión final corresponde a Hasan. Él tiene que dar la orden.
—Una mala idea —dijo el senador—. Tengo profundas dudas sobre la conveniencia de este ofrecimiento. Si se produjera alguna filtración en el tema, podría tener graves repercusiones en su presidencia.
—Respeto su consejo y su sinceridad. Por eso es el único hombre a quien puedo confiar la transmisión de ese mensaje.
El senador se dio por vencido ante su insistencia.
—Haré lo que me pide y expondré con gusto a Hasan la propuesta referente a la biblioteca, pero no espere de mí que lo incite a autorizar el asesinato de Yazid, aunque éste merezca la muerte.
—Me ocuparé de que el personal de Hasan esté advertido de su llegada —intervino.
El presidente se puso en pie tras el escritorio, indicando con ello el final de la entrevista. Después, estrechó la mano del senador.
—Se lo agradezco mucho, amigo mío. Esperaré impaciente su informe del miércoles por la tarde. Cenaremos juntos lo más temprano posible.
—Hasta entonces, señor presidente.
—Que tenga un buen vuelo.
Cuando el senador Pitt abandonó el despacho Oval, tuvo la terrible sensación de que era muy posible que el presidente tuviera que cenar solo el miércoles por la noche.