16

Al principio, nadie prestó atención al pequeño borrón que quedó impreso en el borde exterior de la gráfica que registraba los hallazgos del sonar.

Después de seis horas de búsqueda, habían encontrado varios objetos fabricados por la mano del hombre: fragmentos del avión caído que fueron señalados para su posterior recuperación, una red de pesca hundida, desperdicios arrojados por los barcos de pesca que buscaban refugio de las tormentas en el fiordo… Todos ellos fueron identificados por la cámara de vídeo y descartados.

La última anomalía no descansaba en el fondo del fiordo, como habían previsto. Se hallaba en el interior de una pequeña ensenada rodeada por abruptos acantilados. Sólo uno de sus extremos sobresalía en las aguas claras; el resto del objeto estaba enterrado bajo un muro de hielo.

Pitt fue el primero en comprender su significado. Estaba sentado frente a la impresora, rodeado por Giordino, Knight y los arqueólogos. Se inclinó hacia un transmisor y dijo:

—Moved el pez, rumbo uno-cinco-cero grados.

El Polar Explorer seguía detenido en el fiordo, cercado por el hielo. En el exterior, junto al barco, un grupo al mando de Cork Simón había taladrado el hielo y había bajado hasta el agua el aparato sensor. Con gran cuidado, los hombres de Simón movieron el pez, como denominaban al sensor, estudiando la zona en un barrido de 360 grados. Una vez comprobada una zona, largaron más cable y probaron en otro punto, algo más alejado del barco.

Simón escuchó la orden de Pitt y maniobró hasta que el sonar del pez quedó enfocado en el rumbo solicitado.

—¿Qué tal va? —quiso saber.

—Estás justo sobre el objetivo —replicó Pitt desde el barco.

Visto desde un ángulo más favorable, el objetivo quedó más destacado. Pitt rodeó con un trazo de rotulador negro el punto de la gráfica que reflejaba su presencia.

—Creo que tenemos algo.

Gronquist se inclinó sobre el papel y asintió.

—No se aprecia lo suficiente para identificarlo. ¿Qué opina usted?

—La imagen es muy confusa, en efecto —respondió Pitt—. Es preciso poner algo de imaginación porque la mayor parte del objeto está cubierta por el hielo desprendido de los acantilados próximos. Sin embargo, el fragmento que se puede ver en el agua parece corresponder a un barco de madera. Se observa una forma angulosa bien definida que se junta en lo que podría ser un codaste de popa alto y curvo.

—Sí —intervino Lily con voz excitada—. Alto y de líneas elegantes. Típico de las naves mercantes del siglo IV.

—No te dejes llevar por el entusiasmo —le previno Knight—. Podría tratarse de un viejo barco de pesca a vela.

—Es posible —comentó Giordino con aire pensativo— pero, si la memoria no me engaña, los daneses, islandeses y noruegos que han pescado en estas aguas a lo largo de los siglos, navegaban en embarcaciones más estrechas, con los dos extremos iguales y baos en ambos.

—Tienes razón —asintió Pitt—. La proa y la popa afiladas fueron herencia de los vikingos. Lo que tenemos delante tal vez tuviera también los dos extremos iguales, pero su manga es mucho mayor.

—La parte del casco cubierta por el hielo impide una visión clara —dijo Gronquist—, pero podríamos bajar una cámara detrás de la sección de popa en las aguas claras para una mejor identificación.

Giordino expresó sus dudas:

—Tal vez la cámara pueda confirmar la presencia de la sección de popa de un barco naufragado, pero poco más.

—En este barco hay un montón de recios pares de manos varoniles —comentó Lily—. Podríamos abrir un túnel por el hielo e inspeccionarlo de cerca.

Gronquist tomó unos prismáticos y salió del compartimiento de electrónica, dirigiéndose al puente. Al cabo de medio minuto, volvió a entrar.

—Calculo que la capa de hielo sobre los restos tiene sus buenos tres metros de grosor. Nos llevará al menos un par de días abrir ese túnel.

—Me temo que tendrán que hacerlo sin nosotros —intervino Knight—. Tengo órdenes de ponernos en marcha antes de las 6 de esta tarde. No disponemos de tiempo para una excavación prolongada.

—¡Eso sólo nos deja cinco horas de margen! —protestó Gronquist, abatido. Knight le dirigió un gesto de impotencia.

—Lo siento, la decisión no depende de mí.

Pitt estudió la mancha oscura de la gráfica y se volvió a Knight.

—Si demostrara positivamente que existe una nave romana del siglo IV ahí debajo, ¿podría usted convencer al Comando del Atlántico Norte para que nos deje seguir aquí un par de días?

—¿Qué plan le ronda por la cabeza? —replicó Knight, con un destello de astucia en los ojos.

—¿Lo hará usted? —insistió Pitt.

—Sí —se comprometió Knight con voz firme—, pero sólo si me demuestra sin una sombra de duda que esos restos pertenecen a un barco hundido hace mil quinientos años.

—Trato hecho.

—¿Cómo piensa conseguirlo, Dirk?

—Muy sencillo —respondió Pitt—. Voy a bucear bajo el hielo e introducirme en el casco.

Cork Simón y su equipo se aplicaron rápidamente a abrir un agujero hasta el agua en la capa de hielo flotante, de un metro de espesor, con sus sierras de cadena. Extrajeron numerosos bloques hasta alcanzar la capa final y luego, con un martillo neumático montado en improvisado armazón, rompieron la corteza helada hasta el agua y retiraron los fragmentos de hielo mediante garfios, abriendo un boquete suficiente para que Pitt pudiera sumergirse.

Cuando se dio por satisfecho con su trabajo, Simón anduvo unos pasos y entró en un pequeño refugio cubierto por una lona. En su cálido interior se amontonaban los hombres y el equipo de inmersión. Junto al calefactor instalado en el refugio, había un ruidoso compresor de aire que expulsaba al exterior los gases del tubo de escape.

Lily y los demás arqueólogos estaban sentados en torno a una mesa plegable en un rincón del improvisado refugio, realizando una serie de dibujos y explicándoselos a Pitt mientras éste se vestía para la inmersión.

—Cuando tú quieras —anunció Simón—. El agujero ya está listo.

—Cinco minutos más —respondió Giordino mientras comprobaba las junturas de la válvula y el regulador de una escafandra de buceo de la Marina, modelo Mark I.

Pitt se había enfundado un traje de caucho especial encima de una ropa interior larga de tupido pelo de nilón que lo aislaría del frío. A continuación, se encasquetó una capucha y, por último, se ajustó un cinturón de lastre fácil de desprenderse. A la vez que iba colocándose su indumentaria, Pitt intentó asimilar un cursillo acelerado sobre la construcción de las naves antiguas.

—En los primeros barcos mercantes, los carpinteros de ribera solían emplear madera de cedro, de ciprés o, a menudo, de pino para las cubiertas —le indicó Gronquist—. Para la quilla, casi siempre utilizaban madera de roble.

—No voy a ser capaz de distinguir una madera de otra —comentó Pitt.

—Entonces, estudie el casco. Las cubiertas estaban ensambladas sólidamente mediante espigas y entalladuras. Muchas de las naves llevaban planchas de plomo en el casco, bajo la línea de flotación. Los elementos metálicos han de ser de hierro o de cobre.

—¿Qué me dice del timón? —preguntó Pitt—. ¿Hay algún detalle en que deba fijarme, respecto a su diseño y a sus dimensiones?

—No encontrará un timón único colocado en el centro de la popa —dijo Sam Hoskins—. Tales timones no aparecieron hasta ochocientos años más tarde. Todos los mercaderes del Mediterráneo de la época clásica utilizaban dos remos gemelos como timón, colocados en las aletas de popa.

—¿Quieres llevar una bombona de aire de reserva? —lo interrumpió Giordino. Pitt movió la cabeza en un gesto de negativa.

—No será necesario para una inmersión tan poco profunda, siempre que lleve atado un cabo de seguridad.

Giordino levantó la escafandra Mark I y ayudó a Pitt a pasársela por la cabeza. Pitt comprobó el obturador facial, se lo colocó y ajustó las correas de caucho. Abrió el paso del aire y, cuando hubo señalado que era el adecuado, Giordino procedió a incorporar el equipo de comunicaciones a la escafandra.

Mientras uno de los marineros desenrollaba la manga del aire y el cable de comunicación, Giordino ató un cabo salvavidas de cáñamo en torno a la cintura de Pitt. Después, efectuó las comprobaciones previas a la inmersión y, por último, se colocó unos auriculares con un micrófono incorporado.

—¿Me oyes bien? —preguntó.

—Te oigo bien, pero muy bajo —respondió Pitt—. Sube un poco el volumen.

—¿Mejor ahora?

—Mucho mejor.

—¿Qué tal te sientes?

—Muy a gusto con este aire tibio que estoy respirando.

—¿Todo a punto?

Pitt respondió haciendo un signo de asentimiento con el pulgar levantado. Después se entretuvo un momento en colgarse del cinturón una linterna submarina.

Lily le dio un abrazo y se asomó a la escafandra.

—Buena caza. Y ten cuidado.

Pitt le guiñó el ojo. Después, se volvió y salió por la abertura del refugio al frío del exterior, seguido por dos de los marineros que se ocupaban de los cables.

Giordino se dispuso a seguirlos cuando Lily lo agarró del brazo.

—¿Podremos escucharle nosotros? —preguntó con aire nervioso.

—Sí, he conectado un altavoz aquí. Usted y el doctor Gronquist pueden quedarse al calor del refugio y escuchar la conversación. Si tiene algún mensaje para Pitt, bastará con que venga a decírmelo y se lo haré llegar.

Pitt avanzó torpemente hasta el agujero abierto en el hielo y se sentó en el borde. La temperatura del aire había bajado a cero grados. Era un día de noviembre transparente como el cristal y hacía un frío penetrante a consecuencia de la brisa que se había levantado, de unos 15 kilómetros por hora.

Mientras se colocaba las aletas, contempló las empinadas laderas de las montañas que se alzaban sobre la ensenada. Las toneladas de nieve y hielo que pendían de sus abruptas fragosidades parecían a punto de caer en cualquier momento. Volvió la vista hacia el fondo del fiordo, donde pudo observar los brazos del glaciar formando meandros y deslizándose hacia el océano. Después, miró a sus pies.

El agua del fondo del agujero, fría y siniestra, parecía de jade.

El comandante Knight se aproximó a Pitt y le puso la mano en el hombro. No alcanzó a ver más que un par de ojos intensamente verdes a través del cristal de la escafandra. Knight habló a gritos para que Pitt pudiera oírlo.

—Queda una hora y veintitrés minutos. He creído que debías saberlo.

Pitt le dirigió una mirada dura como el acero pero no respondió. Volvió a levantar el pulgar indicando que todo iba bien y se deslizó por el estrecho agujero hacia las aguas amenazadoras.

Poco a poco, fue dejando atrás las paredes blancas que lo rodeaban. Era como si estuviera descendiendo por un pozo. Una vez el hielo quedó encima de él, el brillante caleidoscopio de colores que formaban los rayos del sol al penetrar el hielo lo deslumbró. La superficie inferior de la capa de hielo era desigual, mellada y salpicada de pequeñas estalactitas formadas por salinización del agua dulce, congelada rápidamente, que los glaciares aportaban al fiordo.

La visibilidad bajo el agua era de casi ochenta metros en horizontal. Miró hacia abajo y vio una masa de algas agarrada a la masa de rocas que cubría el fondo. Miles de pequeños crustáceos parecidos a gambas, suspendidos en las aguas tranquilas, rehuyeron su presencia hasta perderse de vista.

Una enorme foca barbuda de tres metros de longitud lo contempló con curiosidad a cierta distancia. Unas grandes matas de ásperas cerdas sobresalían a ambos lados de su hocico. Pitt agitó los brazos y el gran mamífero marino le dirigió una cauta mirada antes de alejarse.

Pitt tocó el fondo e hizo una pausa para equilibrar sus oídos. Era peligroso bucear bajo el hielo incluso con un chaleco salvavidas compensador de flotabilidad, y él no lo llevaba. El peso era algo excesivo y lo alivió quitando y dejando caer una pieza de plomo del cinto. El aire que le llegaba a la máscara desde el compresor, a través de un filtro y de un acumulador, sabía insípido pero puro.

Alzó la vista, se orientó por el fantasmagórico resplandor del hueco en el hielo y observó la brújula. No se había molestado en traer un batígrafo pues se iba a mover en aguas de unos cuatro metros de profundidad.

—Dime algo —le llegó la voz de Al Giordino por los auriculares de la escafandra.

—Estoy en el fondo —respondió—. Todos los aparatos funcionan correctamente.

Pitt se volvió y observó el verde vacío.

—El barco está a diez metros al norte de mi posición. Voy a avanzar hacia él. Dadme suficiente cable.

Empezó a nadar lentamente, vigilando que los conductos del aire y de comunicaciones no se enredaran en los salientes rocosos. El frío intenso del agua helada empezaba a adueñarse de su cuerpo y agradeció a Giordino la previsión de hacerle llegar aire templado y seco.

La popa del buque hundido apareció ante sus ojos. Los costados estaban cubiertos de una alfombra de algas. Limpió una pequeña zona con su mano enguantada, levantando una nube de verdor. Aguardó unos instantes a que la nube se dispersara y observó el resultado de su acción.

—Informa a Lily y al doctor de que estoy viendo un casco de madera sin timón a popa, pero no hay rastro de dos remos que hicieran las veces de timón.

—Entendido —dijo Giordino.

Pitt sacó un machete de la funda que llevaba sujeta a la pierna y tanteó la parte baja del casco, cerca de la quilla. La punta del machete reveló al tacto la presencia de un metal blando.

—Aquí hay un fondo del casco que está forrado de plomo —anunció.

—Estupendo —replicó Giordino—. El doctor Gronquist quiere saber si observas rastros de algo tallado en el codaste.

—Un momento.

Pitt quitó con cuidado la vegetación de una sección plana del poste de popa, justo donde desaparecía la capa de hielo que tenía encima, y esperó pacientemente a que la nube de algas subsiguiente se asentara.

—Hay una especie de placa de madera dura incrustada en el codaste. Distingo unas letras y un rostro.

—¿Un rostro?

—Una cabeza de cabello rizado y barba espesa.

—¿Qué pone en la inscripción?

—Lo siento, pero no conozco el griego.

—¿Ni el latín? —replicó Giordino, escéptico.

Las marcas en la madera eran ilegibles bajo la luz trémula que se filtraba a través del hielo. Pitt se acercó hasta que la escafandra casi tocó la placa tallada.

—Es griego —afirmó Pitt.

—¿Seguro?

—Sí, solía salir con una chica que era una experta en griego.

—Espera. Me parece que has causado un auténtico revuelo entre estos recogehuesos.

Un par de minutos más tarde, la voz de Giordino volvió a hablarle por los auriculares.

—Gronquist cree que alucinas, pero Mike Graham dice que estudió griego clásico en la universidad y pregunta si podrías describir esas letras.

—La primera parece una S con la forma como se dibuja un rayo. Luego viene una A sin la pata derecha. Después, una P seguida de otra A coja y algo parecido a una L boca abajo o a una horca. Luego, una I. La última letra es otra S como un rayo. Eso es lo mejor que puedo hacerlo.

Graham, escuchando por el altavoz del refugio, copió la breve descripción de Pitt en una hoja de un bloc de notas hasta que tuvo todas las letras.

Estudió unos instantes lo que parecía ser una palabra. Había algo que no cuadraba. Luchó por refrescar la memoria y, por fin, lo descubrió. Aquellas letras eran griegas clásicas, pero orientales.

Su expresión pensativa se convirtió poco a poco en incredulidad. Escribió furiosamente una breve palabra, arrancó la hoja y la levantó. En caracteres modernos, podía leerse:

SARAPIS

Lily miró a Graham interrogativamente.

—¿Significa algo?

—Me parece que es el nombre de un dios greco-egipcio —intervino Gronquist.

—Una deidad popular en todo el Mediterráneo —asintió Hoskins—. La pronunciación moderna sería «serapis».

—Así pues, nuestro barco es el Serapis —murmuró Lily, pensativa.

—De modo que podemos tener aquí un barco hundido de procedencia griega, romana o egipcia: ¿cuál de las tres?

—Eso queda fuera de nuestros conocimientos —respondió Gronquist—. Necesitaremos la colaboración de un arqueólogo marino que conozca las embarcaciones de la época para determinarlo.

Debajo del hielo, Pitt avanzó junto al costado de estribor del casco hasta detenerse donde las cuadernas desaparecían en el hielo. Rodeando el poste de popa, pasó al costado de babor. Las planchas parecían allí combadas hacia afuera. Un ligero impulso con las aletas le permitió ver una sección del buque donde había abierto un boquete.

Se acercó a la abertura y asomó la cabeza a su interior. Era como mirar un armario a oscuras y sólo alcanzó a ver unas formas vagas, indistinguibles. Introdujo la mano y palpó un objeto redondo y duro. Midió la distancia entre las cuadernas rotas, pero el agujero era demasiado pequeño para introducir los hombros por él.

Agarró la plancha superior, plantó un pie con la correspondiente aleta contra el casco y dio un tirón. La madera, muy bien conservada, se curvó lentamente pero no cedió. Pitt probó con ambos pies y repitió el tirón con todas sus fuerzas. La plancha siguió sin ceder. Cuando ya estaba a punto de abandonar, las clavijas se soltaron de pronto de las cuadernas y la madera saturada de agua se desprendió, lanzando a Pitt hacia atrás en un torpe movimiento a cámara lenta que le llevó contra una roca de gran tamaño.

Cualquier arqueólogo marino titulado habría sufrido una crisis cardiaca ante una muestra de tan irreverente brutalidad para con unos restos antiguos como aquéllos, pero Pitt sentía una absoluta indiferencia por los escrúpulos académicos. Tenía cada vez más frío, empezaba a dolerle el hombro a causa del impacto con la roca y se daba cuenta de que no podía permanecer allí abajo mucho más tiempo.

—He encontrado una brecha en el casco —informó, jadeando como un corredor de maratón—. Bajad una cámara.

—Entendido —replicó la voz imperturbable de Giordino—. Vuelve y te la haré llevar.

Pitt regresó hasta el agujero abierto en el hielo y subió a la superficie detrás de sus propias burbujas. Giordino se tendió boca abajo en el hielo, extendió las manos hacia el fondo del agujero y entregó a Pitt un equipo compacto submarino de videocámara y grabadora.

—Toma unos metros de película y sal de ahí —le dijo Giordino—. Ya has hecho bastante.

—¿Qué dice Knight?

—Un momento. Haré que se ponga al micrófono.

La voz de Knight le llegó por los auriculares unos instantes después.

—¿Dirk?

—Adelante, Byron.

—¿Estás seguro al ciento por ciento de que estamos ante unos restos de mil quinientos años de antigüedad en perfecto estado de conservación?

—Todas las indicaciones concuerdan.

—Necesitaré algo tangible si he de convencer al Alto Mando de que nos permita seguir donde estamos durante otras cuarenta y ocho horas.

—Espera un poco y sellaré mi declaración con un beso.

—Bastará con que subas una antigüedad que resulte convincente —respondió Knight con acritud.

Pitt agitó el agua del agujero y desapareció de la vista.

No penetró en el pecio inmediatamente, aunque no estuvo seguro del tiempo que pasó flotando, inmóvil, ante la mellada abertura. Probablemente, estuvo así un minuto; desde luego, no más de dos. No sabía a qué venían sus vacilaciones. Tal vez esperase la invitación de una mano esquelética que lo llamara desde dentro, o quizá temía no encontrar más que los restos de una barca de pesca islandesa de ochenta años de antigüedad. O tal vez sólo sentía recelo de penetrar en lo que podía ser una tumba.

Por último, bajó la cabeza, puso los hombros en tensión y, con sumo cuidado, se impulsó con las aletas.

La desconocida oscuridad se abrió ante él y Pitt se adentró en ella nadando.

El tesoro de Alejandría
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