23

Cuando el padre de Pitt abrió la puerta de su casa colonial de Massachusetts Avenue, en Bethesda, Maryland, llevaba un par de descoloridos pantalones caqui y un jersey muy gastado. Aquel Sócrates del Senado era famoso por sus trajes, caros y a la moda, siempre realzados con una amapola de California en la solapa. Sin embargo, cuando no estaba sometido a la atención del público, el senador solía vestir como un ranchero acampado en las montañas.

—¡Dirk! —exclamó, complacido, al tiempo que daba un caluroso abrazo a su hijo—. Últimamente nos vemos demasiado poco.

Pitt pasó un brazo en torno a los hombros del senador y los dos entraron juntos en un cuarto de trabajo de paredes revestidas de madera y llenas de estanterías rebosantes de libros desde el suelo hasta el techo. Unos troncos ardían en la chimenea, bajo una repisa de madera de teca bellamente tallada.

Con un gesto, el senador indicó a su hijo que tomara asiento y él se acercó a un mueble bar de la estancia.

—Martini con ginebra de Bombay y unas gotas de limón, ¿no es eso?

—Hace demasiado frío para la ginebra. Prefiero un bourbon solo.

—Cada hombre tiene su propio veneno.

—¿Qué tal mamá?

—Está en un balneario de lujo, un establecimiento de California, llevando a cabo su cruzada anual para perder peso. Volverá dentro de un par de días, con un kilo más de los que pesaba al irse.

—Mamá nunca se rinde.

—Pero así es feliz.

El senador pasó a Dirk un Jack Daniels y se sirvió un oporto.

Levantó la copa:

—Por un viaje fructífero a Colorado.

—¿De quién fue la brillante idea de enviarme a esquiar? —replicó Dirk, sin tocar la bebida.

—Mía —respondió el padre.

Dirk tomó un trago de su bourbon con gesto parsimonioso y dirigió una dura mirada a su padre.

—¿Qué relación tienes tú con los objetos de la Biblioteca de Alejandría? —le preguntó.

—Muy estrecha, si realmente existen.

—¿Estás hablando como ciudadano particular o como burócrata de la administración?

—Como patriota.

—Está bien —asintió Dirk con un profundo suspiro—. Explícame por qué son tan importantes para los intereses de Estados Unidos esas antiguas obras de arte y literarias y el ataúd de Alejandro Magno.

—Lo que nos interesa no es eso —respondió el senador—. El plato principal del inventario son esos mapas que mostrarían la ubicación de los recursos geológicos del mundo antiguo. Las minas de oro perdidas de los faraones, las olvidadas minas de esmeraldas de Cleopatra, la fabulosa pero mística tierra del Ponto, famosa por su riqueza en plata, antimonio y en un inusual oro verduzco. La ubicación de todos estos lugares era conocida hace dos o tres mil años, pero ha quedado enterrada en el olvido del tiempo. También estaba la fabulosa tierra de Ofir y su constatada abundancia en metales preciosos, cuya localización sigue siendo un recuerdo tentador. Y las minas del rey Salomón, de Nabucodonosor de Babilonia y de Sheda, la reina de Saba, cuyo mítico país hoy sólo es un recuerdo bíblico. Las riquezas legendarias de los tiempos pasados siguen aún ocultas bajo las arenas de Oriente Medio.

—Aunque encontremos esos mapas, ¿de qué nos serviría? ¿Por qué se ha de preocupar nuestro gobierno de unos depósitos de metales preciosos que pertenecerían a otros países?

—Los utilizaríamos para negociar —respondió el senador—. Si podemos determinar su localización, podríamos establecer empresas conjuntas para su explotación. También podemos ganar puntos ante los líderes nacionales y ampliar esas relaciones de buena voluntad que tanta falta nos hacen.

Dirk sacudió la cabeza y reflexionó sobre sus palabras.

—Eso de que el Congreso haya decidido potenciar las perspectivas de unas mejores relaciones exteriores es una novedad para mí. Debe de haber algo más que no me has contado.

El senador asintió, maravillándose de la perspicacia de su hijo.

—Lo hay, en efecto. ¿Te suenan los términos «trampa estratigráfica»?

—Por supuesto —sonrió Dirk—. Hace unos años encontré una de ellas en el mar del Labrador, frente a las costas de la provincia de Quebec.

—Sí, el proyecto Doodlebug. Lo recuerdo.

—Las trampas estratigráficas son los yacimientos de petróleo más difíciles de descubrir. Las exploraciones sismográficas normales no los pueden detectar, pero la mayoría de las veces han demostrado producir unos rendimientos increíblemente altos.

—Lo cual nos lleva al betún natural, una especie de alquitrán o asfalto de hidrocarburos que ya era utilizado en Mesopotamia hace cinco mil años para impermeabilizar edificios, canales y conducciones de alcantarillado de barro, así como para calafatear embarcaciones. Esa sustancia también se empleaba para preparar caminos, para tratar heridas y como adhesivo. Mucho más tarde, los griegos mencionan la existencia, a lo largo de las costas del norte de África, de manantiales de los que brota «aceite de roca». Los romanos dieron el nombre de Montaña de Petróleo a cierto lugar desconocido del desierto del Sinaí. La Biblia recoge que Dios le ordenó a Jacob que extrajera aceite de una roca parecida al pedernal, y describe el valle de Siddim lleno de charcas de cieno, que podrían interpretarse como depósitos de betún natural.

—¿No se ha redescubierto o vuelto a explotar ninguna de estas zonas? —preguntó Dirk.

—Ha habido algunas prospecciones, en efecto, pero hasta la fecha no se hicieron descubrimientos significativos. Los geólogos afirman que, sólo en el subsuelo de Israel, existe un noventa por ciento de posibilidades de encontrar quinientos millones de barriles de crudo. Por desgracia, se ignora el emplazamiento de esos antiguos yacimientos y, a lo largo de los siglos, los depósitos han quedado ocultos debido a los terremotos y movimientos del terreno.

—Así pues, el principal objetivo es encontrar unas inmensas reservas de petróleo en Israel.

—Tienes que reconocer que eso resolvería gran cantidad de problemas.

—Sí, supongo que sí.

Durante el minuto siguiente, el senador y Dirk permanecieron sentados contemplando los troncos de la chimenea. Si Yaeger y sus ordenadores no conseguían encontrar una pista, las posibilidades de llevar a cabo el plan serían, como mucho, contadísimas. De pronto, Pitt se sintió irritado ante el hecho de que los peces gordos de la Casa Blanca y del Congreso estuvieran más interesados en el petróleo y el oro que en el arte y la literatura que podían llenar los huecos existentes en la historia.

Era, se dijo, una triste observación sobre los asuntos de estado.

El sonido del teléfono rompió el silencio. El senador se acercó al escritorio y levantó el auricular. No dijo nada y se limitó a escuchar durante unos segundos antes de colocar en su lugar el auricular.

—Dudo que vaya a encontrar esa biblioteca perdida en Colorado —comentó Dirk con sequedad.

—A todos los que estamos al corriente del asunto nos sorprendería que lo hicieras —replicó el senador—. Mi equipo te ha preparado una reunión con el máximo experto en el tema. El doctor Bertram Rothberg, profesor de historia clásica en la Universidad de Colorado. Ha convertido el estudio de la Biblioteca de Alejandría en la obra de su vida. El te proporcionará los datos de interés que puedan ayudarte en la búsqueda.

—¿Por qué tengo que ir yo a verlo? Me parece que sería más práctico traerlo a él a Washington.

—¿Has hablado con el almirante Sandecker?

—Sí.

—Entonces, sabrás que es fundamental manteneros a ti y a Al Giordino apartados del descubrimiento del submarino soviético. Esa llamada telefónica de hace un momento era de un agente del FBI que está siguiendo a un agente del KGB que te está siguiendo a ti.

—Me alegro de saber que soy tan popular.

—Entonces, comprenderás que no debes hacer ningún movimiento que pueda despertar sus sospechas.

Pitt asintió con la cabeza.

—Desde luego, pero supón que los rusos se enteran de la misión. Si los datos de la biblioteca llegaran a sus manos, tendrían tanto a ganar como nosotros.

—Existe la posibilidad de que nos roben el secreto, pero es extremadamente remota —respondió el senador con cautela—. Hemos adoptado todas las precauciones posibles para mantener oculta la existencia de las tablillas.

—Tengo otra duda.

—Habla, entonces.

—Si estoy bajo vigilancia —dijo Pitt—, ¿cómo podremos impedir que el KGB me siga hasta la puerta del doctor Rothberg?

—No pensamos hacerlo —explicó el senador—. Al contrario, pensamos mantenernos a distancia, sin intervenir, y estimular a los rusos a que sigan tu rastro.

—Entonces, todo el asunto es una representación teatral para despistarlos, ¿no es eso?

—Exacto.

—¿Por qué habéis pensado en mí?

—A causa de tu Cord L-29.

—¿Mi Cord?

—Sí, ese coche de época que hiciste restaurar en Denver. El hombre que contrataste llamó aquí la semana pasada para decir que el trabajo estaba terminado y que el coche tiene un aspecto estupendo.

—De modo que viajo a Colorado a plena luz para recoger mi coche de coleccionista, practicar un poco de esquí en las pistas y pasármelo en grande con la doctora Sharp.

—Exacto —repitió el senador—. Alójate en el hotel Breckenridge. Allí te esperará un mensaje explicando dónde y cuándo te pondrás en contacto con el doctor Rothberg.

—Recuérdame que nunca me meta en negocios contigo.

—Tú también has urdido algunas tramas bastante oscuras por tu cuenta, hijo —replicó el senador con una carcajada.

Pitt apuró su copa y la dejó sobre la repisa de la chimenea.

—¿Te importa si ocupo la casa de la familia?

—Preferiría que te mantuvieras alejado de ella.

—Pero si tengo las botas y los esquíes en el garaje…

—Puedes alquilar el equipo necesario.

—Esto es absurdo.

—No tan absurdo —replicó el senador sin alzar la voz—, si tienes en cuenta que, en el mismo instante en que abrieras la puerta, te coserían a tiros.

—¿Está seguro de que quiere apearse aquí, amigo? —dijo el taxista mientras se detenía junto a lo que parecía un hangar abandonado en una esquina del aeropuerto internacional de Washington.

—Sí, aquí es —respondió Pitt.

El taxista observó con expresión preocupada la zona, desierta y sin iluminación. Aquello tenía todo el aspecto de un atraco, se dijo. Llevó la mano bajo el asiento delantero y asió una porra de caucho que guardaba para ocasiones como aquélla. Siguió con cautela por el retrovisor los movimientos del pasajero mientras Pitt sacaba su cartera del bolsillo del abrigo. El taxista se tranquilizó ligeramente. El pasajero no actuaba como un atracador.

—¿Qué le debo?

—El contador marca ocho sesenta —respondió el taxista.

Pitt pagó la tarifa, añadió una propina y bajó del taxi, esperando a que el conductor abriera el portamaletas y sacara el equipaje.

—Vaya un sitio para quedarse —murmuró el taxista.

—Me están esperando.

Pitt esperó hasta que vio perderse las luces del taxi a lo lejos; después, desconectó el sistema de alarma del hangar con un transmisor de bolsillo y entró por una puerta lateral. Marcó un código en el transmisor y el interior del hangar quedó bañado por unas brillantes luces fluorescentes.

El hangar era el hogar de Pitt. La planta baja estaba ocupada por una reluciente colección de automóviles clásicos que habían marcado época. También había un antiguo vagón pullman de ferrocarril y un aeroplano Ford trimotor. El más extraño de todos los objetos era una bañera de hierro forjado con un motor fuera borda acoplado a ella.

Se encaminó a sus habitaciones, que se extendían en un nivel más elevado, levantado de pared a pared, en el fondo, formando un segundo piso al que se accedía por una escalerilla en espiral de hierro ornamentado. La puerta situada en lo alto de la escalera daba paso a un salón flanqueado por un dormitorio amplio y un estudio, a uno de los lados, y por una cocina y un comedor, al otro.

Deshizo el equipaje y entró en el baño, abrió el agua caliente de la bañera y dejó que se llenara. Después, se introdujo en ella y se tendió en el agua con los pies levantados justo a la altura de los grifos para poder controlar con ellos la temperatura del agua. Muy pronto, se quedó adormilado.

Tres cuartos de hora más tarde, Pitt salió del baño envuelto en un albornoz y conectó el televisor. Se disponía a recalentar una lata de enchilada de Texas cuando sonó el zumbido del intercomunicador. Pulsó el botón del altavoz de la puerta pensando que tal vez fuera Al Giordino.

—¿Sí?

—Suministros Groenlandia —respondió una voz femenina.

Pitt soltó una carcajada y pulsó el interruptor que abría la puerta lateral del hangar. Después, salió a la galería del piso superior y miró hacia abajo.

Lily penetró en el recinto cargada con una gran cesta de picnic, se detuvo y contempló la vista durante unos segundos, con los ojos deslumbrantes por el reflejo de las luces en el mar de cromados y de pintura lacada perfectamente bruñida.

—El almirante Sandecker ha intentado describirme este lugar —comentó, admirada—, pero no le ha hecho justicia.

Pitt bajó la escalerilla para salir a su encuentro. Le tomó de la mano la cesta de picnic y estuvo a punto de caérsele.

—Esto pesa una tonelada. ¿Qué llevas ahí?

—Nuestra cena. Me he detenido en una tienda y he comprado unas cuantas cosillas.

—Huele muy bien.

—Empezaremos por el salmón ahumado, seguido de una sopa de champiñones, ensalada de espinacas con faisán y nueces, y tallarines en salsa de ostras y vino blanco, todo ello regado con una botella de Principessa Gavi. De postre tenemos bizcocho borracho de café y chocolate.

Pitt miró a Lily y sonrió con auténtica admiración. La muchacha tenía el rostro animado y los ojos chispeantes. Despedía unas vibraciones que él no había advertido hasta entonces. Llevaba el cabello suelto y liso y un vestido ajustado con la espalda al aire y lentejuelas negras que lanzaban destellos cuando se movía. Libres del grueso abrigo que había llevado desde la partida de Groenlandia, sus senos resultaron mayores y sus caderas más marcadas de lo que Pitt había imaginado. Tenía unas piernas largas y seductoras y sus movimientos tenían una sensual vivacidad.

Una vez entraron en el salón, Pitt dejó la cesta de la comida en una silla y asió a Lily por la mano.

—Ya cenaremos más tarde —dijo en un susurro.

Ella, en un gesto automático de timidez, bajó la mirada; luego, lentamente, como arrastrada por una fuerza irresistible, sus ojos se alzaron hasta encontrarse con los de él. Los verdes ojos de Pitt eran tan penetrantes que a Lily le fallaron las piernas y sus manos fueron presa de un patente temblor. Notó que se ruborizaba.

Aquello era absurdo, se dijo la muchacha. Había proyectado con toda calma la seducción, hasta en el detalle del vino adecuado, el vestido y el atractivo juego de ropa interior de encaje negro, y ahora, en cambio, se sentía abrumada de confusión y de dudas. No había soñado que las cosas sucedieran tan deprisa.

Sin una palabra, Pitt apartó los tirantes del vestido de Lily, dejando sus hombros al descubierto. El vestido de lentejuelas se deslizó hasta el suelo, formando un charco de reflejos luminosos en torno a sus zapatos de tacón alto. Dirk pasó sus manos en torno al talle desnudo de Lily y por detrás de sus rodillas, alzándola del suelo con un suave movimiento.

Mientras la llevaba hacia el dormitorio, ella hundió el rostro en su pecho.

—Me siento como una buscona descarada —susurró.

Pitt la dejó con suavidad sobre la cama y la contempló. La visión de su cuerpo despertó el fuego en su interior.

—Será mejor que te comportes como una de ellas —respondió con voz ronca.

El tesoro de Alejandría
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