47

A principios de la década de los noventa, los aparatos para la transmisión de fotografías y gráficos a cualquier lugar del mundo vía satélite por microondas, o a cualquier punto de una misma ciudad por medio de cables de fibra óptica, se habían hecho tan comunes en los despachos comerciales y gubernamentales como las fotocopiadoras. Leídas por láser y transmitidas luego a un receptor, también a láser, las imágenes podían ser reproducidas casi instantáneamente, con extraordinario detalle y a todo color.

Así pues, diez minutos después de la llamada del general Dodge, el presidente y Dale Nichols se encontraban ya apoyados sobre el escritorio del Despacho Oval inspeccionando, la imagen del Seasat de las aguas frente al extremo meridional de América del Sur.

—Esta vez, el barco podría estar de verdad en el fondo del mar —comentó Nichols, fatigado y perplejo.

—No lo creo —replicó el presidente, con el rostro en una contenida mueca de furia—. Los secuestradores tuvieron una buena oportunidad para destruir el barco tras abandonar Punta del Este y, en cambio, escaparon al encuentro del General Bravo. ¿Por qué habrían de hundirlo ahora?

—Cabe la posibilidad de que tengan planeada una fuga en submarino.

El presidente pareció no escuchar el comentario.

—Nuestra incapacidad para hacer frente a esta crisis resulta aterradora. Toda nuestra respuesta parece atascada en la inercia.

—El asunto nos ha pillado desprevenidos y sin equipo —aceptó Nichols débilmente.

—Un hecho que se produce con demasiada frecuencia —murmuró el presidente. Cuando volvió a alzar los ojos, había fuego en ellos—. Me niego a dar por muerta a esta gente. Se lo debo a George Pitt. Sin su apoyo, no estaría sentado ahora en este despacho. —Hizo una pausa para dar un efecto teatral a sus palabras y añadió—: Esta vez, no volveremos a morder el anzuelo.

Sid Green también estaba estudiando las fotos del satélite. Especialmente en espionaje fotográfico de la Agencia de Seguridad Nacional en la sede central de Fort Meyer, acababa de proyectar las dos imágenes del satélite sobre una pantalla. Intrigado, dejó a un lado la foto más reciente, la que no mostraba la presencia del barco, y se concentró en la anterior. Gracias a una lente manejada por ordenador, amplió la pequeña mancha borrosa que representaba al Lady Flamborough.

El perfil era difuso, demasiado borroso para poder distinguir algo más que la silueta del casco. Green se volvió hacia el ordenador que tenía a su izquierda y tecleó una serie de instrucciones. Tras ello, quedaron a la vista algunos detalles que habían pasado desapercibidos al ojo. Ahora era posible distinguir la chimenea y la forma de la superestructura, así como secciones más borrosas de las cubiertas superiores.

Continuó jugando con el teclado del ordenador, tratando de perfilar mejor los rasgos de la nave. Pasó casi una hora dedicado a ello y, por último, se recostó en su sillón, se llevó las manos a la nuca y dio un descanso a sus ojos. La puerta de la sala a oscuras se abrió y dio paso a Vic Patton, el supervisor de Green. El recién llegado se situó detrás de Green y contempló las proyecciones durante unos instantes.

—Es como intentar leer un periódico tirado en la calle desde el techo de un rascacielos —comentó.

Green, sin volverse, le respondió:

—Una foto de una zona de setenta kilómetros por ciento treinta no permite una definición, ni siquiera después de todas las ampliaciones posibles.

—¿No hay ningún rastro del barco en la imagen?

—En absoluto.

—Es una lástima que no podamos hacer volar más bajo nuestros pájaros espía de la serie KH.

—Un KH-15 tal vez podría sacar una foto mejor.

—La situación en Oriente Medio se está calentando de nuevo. No puedo retirar ningún satélite de observación de la zona hasta que las cosas se tranquilicen.

—Entonces, envía un Casper.

—Ya hay uno en camino —le informó Patton—. A la hora del almuerzo, probablemente sabremos incluso el color de los ojos de los secuestradores.

Green señaló la lente computerizada con un gesto.

—Echa un vistazo y dime si algo parece fuera de lugar.

Patton acercó el rostro al visor y estudió la pequeña mancha que habían identificado como el Lady Flamborough.

—Está demasiado borroso para apreciar los detalles. ¿Me estoy perdiendo algo?

—Comprueba la sección de proa.

—¿Cómo sabes cuál es la popa y cuál la proa?

—Por la estela que queda en el agua tras la popa —respondió Green en tono paciente.

—Muy bien, ya esta. Las cubiertas de proa parecen oscurecidas, casi como si algo las cubriera.

—¡Bravo! ¡Premio para el caballero! —exclamó Green.

—¿Qué se propone hacer esa gente? —susurró Patton.

—Lo sabremos cuando lleguen las imágenes del Casper.

A bordo del C-140, que ahora sobrevolaba Bolivia, la atmósfera era de amarga decepción. La fotografía en la que no aparecía el crucero acababa de llegar por el receptor a láser y en el reducido centro de mando instalado en el avión había causado la misma agitación y sorpresa que en los círculos del poder en Washington.

—¿Dónde diablos está? —quiso saber Hollis.

—No puede haber desaparecido —acertó apenas a murmurar Dillinger.

—Pues eso es precisamente lo que ha sucedido. Obsérvalo tú mismo.

—Ya lo he visto y no puedo localizarlo.

—Con ésta van tres veces seguidas que se nos cierra la puerta en las narices por un fallo de información, por el mal tiempo o por averías en el equipo. Ahora, nuestro objetivo se pone a jugar al escondite con nosotros.

—Debe de haberse hundido —murmuró Dillinger—. No veo ninguna otra explicación.

—Me extraña que cuarenta secuestradores se pongan de acuerdo en un pacto de suicidio.

—¿Y ahora, qué?

—No veo que podamos hacer gran cosa, salvo pedir instrucciones al centro de mando.

—¿Suspendemos la misión? —preguntó Dillinger.

—No, salvo que nos ordenen regresar.

—Entonces, seguimos adelante, ¿no es eso?

—Sí. Continuamos hacia el sur mientras no llegue la contraorden —asintió Hollis con gesto abatido.

El último en enterarse fue Pitt, que dormía como un tronco cuando Rudi Gunn entró en su camarote y lo despertó a sacudidas.

—¡Vamos, arriba! —exclamó Gunn con voz enérgica—. Tenemos un buen problema.

Pitt abrió los ojos al instante y miró el reloj.

—¿Nos han puesto una multa por exceso de velocidad en Punta Arenas?

Gunn miró a Pitt con aire de impotencia. Un tipo como aquél, capaz de despertar de un profundo sueño alegre como unas castañuelas y haciendo chistes, debía de proceder de una rama extinguida de la evolución.

—Aún falta más de una hora para que el barco entre en puerto.

—Bien. Entonces, puedo dormir un poco más.

—¡Hablo en serio! —exclamó Gunn con brusquedad—. Acabamos de recibir la última foto del satélite. El Lady Flamborough ha desaparecido por segunda vez.

—¿De veras se ha volatilizado?

—Las ampliaciones fotográficas no pueden encontrar el menor rastro. Acabo de hablar con el almirante Sandecker. La Casa Blanca y el Pentágono están escupiendo órdenes como máquinas tragaperras que se hubieran vuelto locas. Está en camino un grupo de rescate de las Fuerzas Especiales, preparado para la acción pero sin un lugar adonde ir. También viene hacia aquí un avión espía para tomar unas imágenes aéreas decentes.

—Pregunta al almirante si puede organizar una reunión entre el jefe de las Fuerzas Especiales y yo, tan pronto como tomen tierra.

—¿Por qué no se lo pides tú mismo?

—Porque yo me vuelvo a dormir —respondió Pitt con un sonoro bostezo. Gunn no dio crédito a lo que oía.

—¡Tu padre está en el barco! ¿No te preocupa eso?

—Sí —replicó Pitt, con un destello de advertencia en sus ojos—, sí me preocupa. Pero ¿qué puedo hacer por él?

Gunn retrocedió hacia la puerta del camarote.

—¿Hay algo más que deba saber el almirante?

Pitt se subió la manta hasta los sobacos, dio media vuelta y se colocó de cara al casco.

—En realidad, sí. Puedes decirle que sé cómo ha desaparecido el Lady Flamborough. Y creo que puedo adivinar dónde se esconde.

Si hubiera sido otro quien pronunciase aquellas palabras, Gunn le habría tomado por un mentiroso. En cambio, no dudó un segundo de las palabras de Pitt.

—¿Te importaría darme una pista?

—Tú eres una especie de coleccionista de arte, ¿verdad, Rudy? —respondió Pitt, volviéndose a medias.

—Mi pequeña colección de arte abstracto no puede compararse con la del Museo de Arte Moderno de Nueva York, pero es respetable. ¿Qué tiene que ver la pintura con todo esto? —Gunn dirigió a Pitt una mirada de curiosidad e incomprensión.

—Si estoy en lo cierto, tal vez esta segunda desaparición tenga que ver algo con el arte monumental.

—¿Estamos hablando de lo mismo?

—Christo… —dijo Pitt mientras volvía de nuevo el rostro hacia el mamparo—. Estamos ante una variante de una escultura de Christo —añadió, terminando de confundir a su compañero.

El tesoro de Alejandría
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