LOS PRECURSORES
15 de julio de 391 - En una tierra desconocida
Una pequeña luz vacilante bañaba con su luz espectral la negrura del pasadizo subterráneo. Un hombre vestido con una túnica de lana que le llegaba por debajo de las rodillas hizo una pausa y levantó una lamparilla de aceite por encima de la cabeza. El mortecino resplandor iluminó una silueta humana dentro de un ataúd de oro y cristal, creando una sombra grotesca y ondulante en la lisa pared excavada en la roca. El hombre de la túnica contempló por unos instantes los ojos ciegos de la figura del ataúd; luego, bajó de nuevo la lámpara y dio media vuelta para volver sobre sus pasos.
Estudió la hilera de formas inmóviles que permanecían en un silencio letal, en tal número que parecían sucederse hasta el infinito antes de desvanecerse en la oscuridad de la larga caverna.
Junio Venator continuó avanzando y sus sandalias de correas levantaron un leve susurro al rozar el suelo desigual. El túnel se ensanchó gradualmente dando paso a una enorme galería. El techo abovedado de la sala, a unos diez metros de altura, estaba dividido por una serie de arcos que le proporcionaban solidez estructural. Unos canales tallados en la piedra caliza descendían en espiral por las paredes, con objeto de conducir el agua de las filtraciones a unos profundos pozos de drenaje. Las paredes estaban llenas de cavidades ocupadas por miles de recipientes circulares de bronce de extraño aspecto. De no ser por las cestas de madera apiladas uniformemente en el centro de la cámara, el ominoso lugar podría haber sido confundido con las catacumbas de Roma.
Venator repasó los marbetes de cobre sujetos a cada caja, contrastando su numeración con la de un pergamino que extendió sobre una mesilla plegable. El aire era seco y cargado y el sudor empezaba a resbalar entre las capas de polvo que cubrían su piel. Dos horas más tarde, tras comprobar que todo estaba catalogado y en el orden preciso, enrolló de nuevo el pergamino y lo guardó en un fajín que llevaba a la cintura.
Dirigió una última mirada solemne a los objetos de la galería y exhaló un suspiro de pena, pues sabía que nunca volvería a verlos ni a tocarlos. Con gesto cansado, dio media vuelta sosteniendo la lamparilla ante él y retrocedió por el túnel sobre sus propios pasos.
Venator no era un hombre joven; se acercaba a los cincuenta y siete años y, para su época, empezaba a ser un anciano. Su rostro gris y surcado de arrugas, sus mejillas hundidas y sus pasos cansinos y arrastrados reflejaban la fatiga de un hombre al que la vida había dejado de importar. Y, pese a todo sintió el calor de una íntima satisfacción. Había culminado con éxito el inmenso proyecto y sus agobiados hombros se verían liberados por fin de su pesada carga. Lo único que le quedaba era sobrevivir al largo viaje a Roma.
Pasó por delante de otros cuatro túneles que se desviaban hacia las entrañas de la montaña. Uno de ellos estaba cegado por un montón de cascotes. Doce esclavos que excavaban en las profundidades del pasadizo habían perecido al derrumbarse el techo. Sus cuerpos todavía estaban allí, aplastados y enterrados en el lugar donde habían caído. Venator no sintió pena por ellos. Era preferible que hubieran tenido allí una muerte rápida, en lugar de padecer años de sufrimiento en las minas del Imperio, alimentados apenas para sobrevivir hasta que cayeran víctimas de las enfermedades o fueran abandonados al hacerse demasiado viejos para el trabajo.
Tomó el pasadizo más alejado a la izquierda y se encaminó hacia el pálido resplandor de la luz diurna. El pozo de entrada había sido excavado a mano en el interior de una pequeña gruta y medía dos metros y medio de diámetro, justo lo necesario para permitir el paso de las espuertas de mayor tamaño.
De pronto, el eco llevó hasta él, por el pozo, un lejano grito de mujer procedente del exterior. Venator frunció el entrecejo en gesto de preocupación y aceleró el paso. Al salir a la luz, entrecerró los ojos como de costumbre ante el resplandor del sol. Titubeó y observó el campamento instalado a corta distancia sobre una llanura inclinada. Un grupo de legionarios romanos tenía acorraladas a varias mujeres bárbaras. Una muchacha gritó e intentó escapar. Casi logró romper el cordón de los soldados, pero uno de ellos la agarró por su larga melena negra, libre al viento. Tiró de ella y la muchacha cayó de rodillas sobre el áspero suelo.
Un individuo enorme, de aspecto aguerrido, observó a Venator y se acercó a él. El gigante, que le sacaba una cabeza a todos los ocupantes del campamento, tenía caderas recias y hombros cuadrados de los que salían brazos como robles, terminados en unas manos que le llegaban casi a las rodillas.
Latinio Macer, el galo, era el capataz jefe de los esclavos. Tras un gesto de saludo, habló con voz sorprendentemente aguda.
—¿Está todo dispuesto? —inquirió.
—La tarea está terminada —asintió Venator—. Ya puedes sellar la entrada.
—Considéralo hecho.
—¿Qué es ese alboroto en el campamento?
Macer dirigió una mirada a los soldados con sus ojos negros y fríos, y escupió en el suelo.
—Esos estúpidos legionarios se sentían inquietos y han asaltado un poblado a cinco leguas al norte de aquí. Una matanza sin sentido. Al menos han muerto cuarenta bárbaros, de los cuales sólo diez eran hombres; el resto, mujeres y niños. Y sin ninguna buena razón. Nada de oro, ningún botín que merezca la pena. Han vuelto con un puñado de feas mujeres para entretenerse y poco más.
—¿Ha habido algún otro superviviente? —preguntó Venator con el rostro tenso.
—Me han dicho que dos de los hombres huyeron entre la maleza.
—Entonces, darán la alarma en otros poblados. Me temo que Severo ha hurgado en un nido de avispas.
—¡Severo! —Macer escupió el nombre al mismo tiempo que una nueva salva de saliva—. El maldito centurión y sus hombres no hacen más que dormir y beberse nuestro vino. En mi opinión, traer a ese hatajo de haraganes fue una inutilidad.
—Los contratamos para que nos protegieran —recordó Venator a su interlocutor.
—¿De qué? —quiso saber Macer—. ¿De unos paganos primitivos que comen insectos y reptiles?
—Reúne a los esclavos y sella el túnel enseguida. Y asegúrate de hacer un buen trabajo. Es preciso que esos bárbaros no puedan cavar bajo las piedras cuando nos hayamos ido.
—No temas. Por lo que pude ver, en esta tierra maldita nadie domina el arte de la metalurgia. —Macer hizo una pausa y señaló el enorme montón de tierra y rocas excavadas, almacenado sobre la entrada del pozo y sostenido allí precariamente por un encofrado de troncos—. Cuando eso empiece a caer, puedes dejar de preocuparte por tus preciosas antigüedades. Ninguno de esos bárbaros llegará nunca hasta ellas. Desde luego, no lo hará si hurga con sus manos desnudas.
Más tranquilo, Venator despidió al capataz y se encaminó con aire colérico hacia la tienda de Domicio Severo. Pasó ante el emblema personal del destacamento militar, una representación en plata del símbolo de Tauro sobre una lanza, y apartó a un lado al centinela que intentó cerrarle el paso.
Encontró al centurión sentado en una silla de campaña, contemplando a una mujer bárbara, desnuda y sucia, que permanecía a hurtadillas murmurando una salmodia de extraños sonidos vocálicos. Era joven, no más de catorce años. Severo llevaba una túnica corta encarnada, abrochada sobre el hombro izquierdo. Sus brazos desnudos estaban adornados con dos brazaletes de bronce en torno a los bíceps. Eran los brazos musculosos de un soldado, entrenados para la espada y el escudo. Severo no se molestó en alzar la vista ante la repentina aparición de Venator.
—¿Es así como pasas el tiempo, Domicio? —masculló Venator con voz fría y sarcástica—. ¿Así menosprecias la voluntad del Señor, violando a esa hija de gentiles?
Severo volvió lentamente sus duros ojos grises hacia Venator.
—Hace un día demasiado agradable para escuchar tus tonterías cristianas. Mi dios es más tolerante que el tuyo.
—Es cierto, pero tú adoras a un ídolo.
—Mera cuestión de preferencias. Ninguno de los dos hemos encontrado a nuestros dioses cara a cara. ¿Cómo podemos saber quién tiene razón?
—Cristo fue el hijo del verdadero Dios.
—Has invadido mi intimidad. Di lo que tengas que decir y vete —dijo Severo, lanzando una mirada de exasperación a Venator.
—¿Para que te cebes en esa pobre pagana?
Severo no respondió. Se levantó, tomó a la chiquilla por el brazo y la arrojó con brusquedad en su catre de campaña.
—¿Quieres unirte a mí, Junio? Puedes tomarla primero.
Venator miró al centurión y sintió un escalofrío. Los centuriones de Roma, que conducían una unidad de infantería, eran rudos y broncos por naturaleza, pero aquel hombre era un salvaje despiadado.
—Nuestra misión aquí ha terminado —dijo—. Macer y los esclavos se disponen a sellar la cueva. Podemos levantar el campamento y volver a las naves.
—Mañana hará once meses que dejamos Egipto. No importará perder un día más en disfrutar del lugar.
—Nuestra misión no era el pillaje. Los bárbaros buscarán vengarse. Son muchos, y nosotros muy pocos.
—Mis legionarios podrán con cualquier horda que esos bárbaros puedan formar.
—Tus mercenarios se han vuelto blandos.
—No se han olvidado de luchar —replicó Severo con una sonrisa confiada.
—Pero ¿morirán por el honor de Roma?
—¿Por qué deberían hacerlo? ¿Por qué debería hacerlo ninguno de nosotros? Los grandes días del Imperio han pasado ya. Nuestra ciudad del Tíber, en otro tiempo gloriosa, se ha convertido en un sumidero. Poca sangre romana corre por nuestras venas. La mayoría de mis hombres es nativa de las provincias. Yo soy hispano y tú griego, Junio. En estos tiempos caóticos, ¿quién puede guardar una onza de lealtad hacia un emperador que gobierna muy lejos al este, en una ciudad que ninguno de nosotros ha visto jamás? No, Junio: mis hombres lucharán porque son profesionales y porque les pagan para ello.
—Tal vez los bárbaros no les den otra opción.
—Nos ocuparemos de esa escoria cuando llegue el momento.
—Será mejor evitar los enfrentamientos. Debemos partir antes de que oscurezca…
Un gran estruendo que hizo vibrar el suelo interrumpió a Venator, que salió apresuradamente de la tienda y volvió la vista hacia el farallón rocoso. Los esclavos habían retirado los soportes del encofrado, liberando un alud de tierra y rocas que cayó por el pozo de la cueva, cegándolo bajo toneladas de grandes peñascos. Una enorme nube de polvo se alzó del lugar, esparciéndose por la hondonada. Al eco del derrumbe siguieron los vítores de los esclavos y los legionarios.
—Ya está —dijo Venator con voz solemne y rostro grave—. La sabiduría de los siglos está a salvo.
—Una lástima que no se pueda decir lo mismo de nosotros —replicó Severo, llegando a su altura. Venator se volvió.
—Si Dios nos concede un buen viaje de regreso, ¿qué podemos temer?
—La tortura y la ejecución —replicó Severo—. Hemos desafiado al emperador y Teodosio no olvida fácilmente. No podremos ocultarnos en ningún rincón del Imperio. Será mejor buscar refugio en algún país extranjero.
—Mi esposa y mi hija… Tenían que reunirse conmigo en nuestra villa de Antioquía.
—Probablemente los agentes del emperador ya las habrán interceptado. Estarán muertas, o habrán sido vendidas como esclavas.
Venator negó con la cabeza, incrédulo.
—Tengo amigos que las protegerán hasta mi regreso.
—Los amigos pueden ser amenazados o comprados.
—¡Ningún sacrificio es demasiado por lo que hemos conseguido! —Venator lanzó una mirada retadora a su interlocutor—. ¡Y de nada servirá lo que hemos hecho si no volvemos con un relato y un mapa de nuestro viaje!
Severo se disponía a replicar cuando observó a su primer oficial, Artorio Norico, que ascendía a la carrera la ligera cuesta hasta la tienda. El rostro moreno del joven legionario brillaba bajo el calor del mediodía mientras gesticulaba en dirección al borde de los pequeños acantilados.
Venator levantó una mano para resguardarse del sol y miró hacia arriba. Apretó los labios hasta que formaron una fina línea.
—Los bárbaros, Severo. Han venido a desquitarse por el saqueo del poblado.
Era como si las colinas bulleran de hormigas. Más de un millar de hombres y mujeres bárbaros contemplaba a los crueles invasores de sus tierras. Iban armados con arcos y flechas, escudos de cuero y lanzas de puntas de obsidiana talladas. Algunos empuñaban mazas de roca atadas a mangos cortos de madera. Los hombres sólo lucían taparrabos.
La multitud permanecía inmóvil, inexpresiva, salvaje, en un pétreo silencio que producía los mismos malos presagios de una tormenta al aproximarse.
—¡Otra fuerza de esos bárbaros se ha interpuesto entre nosotros y las naves! —gritó Norico.
Venator se volvió con el rostro encendido:
—¡Esto es consecuencia de tu estupidez, Severo! —exclamó, ciego de ira—. ¡Nos has matado a todos!
Tras esto, cayó de rodillas y empezó a rezar. Severo le respondió con sarcasmo:
—Tu dios no va a convertir a esos bárbaros en corderos, anciano. Sólo la espada puede salvarnos. —Se volvió y, tomando del brazo a Norico, le ordenó—: Manda al corneta que llame a combate. Dile a Latinio Macer que arme a los esclavos. Dispón los hombres en un cuadro de combate cerrado. Avanzaremos en formación hasta el río.
Norico saludó con marcialidad y corrió hacia el centro del campamento.
Los sesenta hombres de la unidad de infantería formaron enseguida un cuadrado con el centro hueco. Los arqueros sirios ocuparon su posición en los flancos entre los esclavos armados, mirando hacia afuera; los romanos, por su parte, formaron en el frente y la retaguardia. En el centro, protegidos, quedaban Venator y su pequeña plana mayor de ayudantes egipcios y griegos, así como una unidad sanitaria de tres hombres.
Las principales armas de infantería de la Roma del siglo IV eran el gladius, una espada corta con punta y doble filo, de unos ochenta y dos centímetros, y el pilum, una lanza para combate y lanzamiento que medía unos dos metros. Como protección y armadura, los soldados llevaban un casco parecido a los que hoy llevan los jinetes, pero de hierro, con dos piezas que les cubrían las mejillas y se ataban bajo el mentón con una correa; un peto de láminas de metal superpuestas que les envolvía el tronco y les cubría los hombros, y una guarda en las espinillas que recibía el nombre de greba. Su arma defensiva era un escudo ovalado de madera laminada.
En lugar de lanzarse al ataque, los bárbaros se tomaron las cosas con calma y rodearon lentamente a la columna romana. Al principio intentaron hacer salir a los soldados de sus sólidas líneas enviando por delante a un puñado de hombres que empezaron a proferir extrañas palabras acompañadas de gestos amenazadores. Sin embargo, pese a su marcada inferioridad numérica, los enemigos no dieron muestras de pánico ni huyeron como esperaban los bárbaros.
El centurión Severo era demasiado veterano para sentir miedo. Se adelantó a la vanguardia de sus tropas e inspeccionó el terreno repleto de bárbaros.
Hizo un gesto de desprecio hacia éstos. No era la primera vez que hacía frente a una situación tan desventajosa en un combate. Severo había entrado como voluntario en las legiones a los dieciséis años y había ascendido de rango desde el puesto de simple soldado, obteniendo diversas condecoraciones por su valentía en batallas contra los godos, junto al Danubio, y contra los francos en el Rin. Al terminar su compromiso con el ejército, se había convertido en mercenario al servicio del mejor postor, en este caso Junio Venator.
Severo tenía absoluta confianza en sus legionarios, en cuyos cascos y espadas desenvainadas se reflejaba el sol. Eran recios combatientes, hombres endurecidos en las batallas que conocían la victoria e ignoraban el sabor de la derrota.
La mayor parte de los animales de la expedición, incluido su propio caballo, había muerto en el agotador viaje desde Egipto, de modo que el centurión se puso al frente de la tropa a pie, volviendo la cabeza cada pocos pasos para mantener una cauta vigilancia sobre el enemigo.
Con un rugido que se alzó como una gran ola al romper, los bárbaros echaron a correr por la pendiente bañada por el sol y cayeron sobre los romanos. La primera oleada fue diezmada por las lanzas arrojadizas de los soldados y por las flechas de los arqueros sirios. La segunda oleada llegó a continuación, se estrelló contra la pequeña formación y cayó segada como un campo de trigo bajo la guadaña. Las relucientes espadas perdieron su brillo y se tiñeron de rojo con la sangre de los bárbaros. Impulsados por un torrente de insultos de ánimo y bajo la amenaza del látigo de Latinio Macer, los esclavos se portaron como era debido y permanecieron firmes en sus puestos.
La formación avanzó paso a paso mientras los bárbaros acosaban por todas partes, lanzando al combate sus interminables reservas de guerreros. Sobre el suelo de la árida cuesta se formaron grandes charcos de sangre. Innumerables cuerpos desnudos caían sin vida y quienes llegaban detrás luchaban sobre los cadáveres de sus camaradas, rebanándoles, en la lucha, sus pies descalzos con sus armas primitivas, y arrojando los pedazos de carne contra las terribles armas de hierro que seguían hundiéndose en sus pechos y sus estómagos, engrosando el montón de cadáveres. A corta distancia, los guerreros bárbaros no eran enemigo para los disciplinados romanos.
La batalla tomó entonces un giro distinto. Al advertir que no podían abrir brecha en las espadas y lanzas de los extranjeros, los bárbaros retrocedieron y se reagruparon. Luego, empezaron a disparar nubes de flechas y a arrojar sus toscas lanzas, mientras las mujeres lanzaban grandes piedras.
Los romanos unieron los escudos sobre sus cabezas como un enorme caparazón de tortuga y mantuvieron tercamente la marcha hacia el río para refugiarse en la seguridad de sus naves. Sólo los arqueros sirios podían ahora causar bajas entre los bárbaros. No había suficientes escudos para amparar a los esclavos, de modo que éstos tenían que luchar a cuerpo descubierto sin ninguna protección ante la granizada de dardos. Debilitados tras el largo viaje y la agotadora excavación en la cueva, muchos de ellos cayeron y fueron dejados atrás. De inmediato, sus cuerpos fueron descuartizados y mutilados horriblemente.
Severo era un buen conocedor de aquel estilo de lucha, que ya había experimentado frente a los britanos. Al advertir que el enemigo era temerario e inexperto, ordenó hacer un alto y dejar todas las armas en el suelo. Los bárbaros, tomando el gesto como señal de rendición, cayeron en la trampa de lanzar una carga precipitada. Entonces, a una orden de Severo, los romanos recogieron las armas y contraatacaron.
A horcajadas entre dos rocas, el centurión movió su espada con golpes medidos, casi acompasados. Cuatro bárbaros cayeron a sus pies. Rechazó a otro con un golpe plano de su arma y le segó la garganta a otro más que se lanzaba contra su costado. Tras esto, la frenética oleada retrocedió y la horda desnuda se puso fuera del alcance de la lucha cuerpo a cuerpo.
Severo aprovechó el respiro para hacer recuento de las bajas. De sus sesenta soldados, doce yacían muertos o agonizantes. Catorce presentaban heridas de diversa gravedad. La peor parte la habían llevado los esclavos: más de la mitad de ellos había muerto o desaparecido.
El centurión se acercó a Venator, que estaba vendándose una herida por una cuchillada recibida en el brazo, con un retal arrancado de su propia túnica. El sabio griego aún llevaba bajo el cinto su precioso pergamino.
—¿Aún entre nosotros, anciano? Venator alzó la vista con un extraño fulgor en sus ojos, mezcla de miedo y determinación.
—Antes morirás tú que yo, Severo.
—¿Es una amenaza o una profecía?
—¿Acaso importa? Ninguno de nosotros volverá a ver el Imperio.
Severo no replicó. La lucha se reanudó bruscamente cuando los bárbaros arrojaron otra andanada de lanzas y piedras que oscureció el cielo y resonó contra los escudos. El centurión regresó a toda prisa a su lugarteniente a la mermada formación.
Los romanos lucharon denodadamente, pero sus filas iban menguando. Casi todos los arqueros sirios habían caído. El cuadrado iba cerrándose sobre sí mismo mientras el agobiante ataque continuaba sin respiro. Los supervivientes, muchos de ellos heridos, estaban agotados y sufrían de sed y calor. Las espadas empezaban a pesar y los soldados las pasaban de una mano a la otra para resistir al cansancio.
También los bárbaros estaban agotados y seguían teniendo grandes pérdidas, pero disputaban tercamente cada paso de la ladera que descendía poco a poco hasta el río. Podía contarse media docena de cadáveres por cada legionario muerto. Los cuerpos de los mercenarios, atravesados por puñados de flechas, parecían erizos.
Macer, el gigante capataz, estaba herido en el muslo y en una rodilla. Se sostenía en pie pero no podía mantener la marcha de la formación. Se quedó atrás y pronto fue atacado por un grupo de veinte bárbaros que lo rodearon rápidamente. Macer se volvió, acorralado blandió la espada como el aspa de un molino y partió por la mitad a tres asaltantes antes de que el resto se echara atrás, vacilantes y respetuosos ante la demostración de su temible fortaleza. El gigante lanzó un grito y les hizo un gesto conminándolos a acercarse y luchar.
Los bárbaros habían aprendido la lección y rehuyeron el combate a corta distancia. Retrocedieron unos pasos y luego arrojaron una lluvia de lanzas sobre Macer. Segundos después, la sangre manaba por cinco heridas. El gigante agarró las astas y las arrancó de su cuerpo. Un bárbaro se acercó corriendo y lanzó su arma, acertando a Macer en la garganta. Poco a poco, se derrumbó por efecto de la pérdida de sangre y cayó al suelo. Las mujeres bárbaras se le lanzaron encima como una jauría de lobas enloquecidas y le lapidaron hasta reducirle a una masa sanguinolenta.
Sólo unas peñas elevadas de arenisca separaban a los romanos de la orilla del río. Más allá, parecía como si el cielo hubiera cambiado su color azul por un anaranjado intenso. Luego, una columna de humo apareció en él, negra y densa, y el viento trajo hasta los combatientes el olor de la madera quemada.
La sorpresa de Venator dio paso muy pronto a la desesperación.
—¡Las naves! —exclamó—. ¡Los bárbaros están atacando las naves!
Los esclavos, bañados en sangre, fueron presa del pánico y echaron a correr hacia el río en un acto suicida. Los bárbaros se agruparon a los flancos y los acosaron con ferocidad. Varios de los esclavos arrojaron las armas en señal de rendición y fueron pasados a cuchillo. El resto intentó plantear resistencia bajo una arboleda, pero sus perseguidores dieron cuenta de ellos, hasta el último hombre. El polvo de aquella tierra extraña fue su sudario; los secos arbustos su sepulcro.
Severo y sus legionarios supervivientes se abrieron paso a golpe de espada hasta la cima de las peñas y se detuvieron allí un instante, sin atender a la cruel matanza que se desarrollaba a su alrededor, para contemplar con aturdida fascinación el desastre que se estaba produciendo bajo su posición.
Grandes piras de fuego se alzaban y se fundían en un enorme penacho de humo cuyas volutas se enroscaban hacia el cielo como una serpiente. La flota, su única esperanza de huida, ardía junto a la ribera del río. Las enormes naves de transporte de grano que habían requisado en Egipto estaban siendo reducidas a cenizas bajo grandes llamaradas.
Venator se abrió paso entre la primera fila de defensores y llegó junto a Severo. El centurión guardaba silencio; la sangre y el sudor salpicaban su túnica y su peto mientras miraba con abatimiento el mar de fuego y humo, las velas encendidas que se desintegraban en un torbellino de chispas. En sus ojos estaba impresa la terrible certeza de la derrota.
Las naves estaban ancladas junto a la orilla, desnudas y desprotegidas. Una horda de bárbaros había dado muerte al pequeño destacamento de marineros y había prendido fuego a todo lo susceptible de arder. Sólo un pequeño buque mercante había escapado a la conflagración; de algún modo, su tripulación había logrado mantener a raya a los atacantes. Cuatro marineros se esforzaban por izar las velas mientras otros de sus camaradas, a los remos, se esforzaban por ganar la seguridad de las aguas profundas.
Venator apreció en su boca el sabor del hollín transportado por el viento y la amargura de la catástrofe. Hasta el propio cielo parecía haber enrojecido. Permaneció inmóvil, de pie en la peña, furioso e impotente. Había desaparecido de su corazón la fe que había depositado en su plan, meticulosamente ejecutado, para poner a salvo los preciados conocimientos del pasado.
Una mano se posó en su hombro; se volvió y observó una extraña expresión de divertida frialdad en el rostro de Severo.
—Siempre había esperado morir borracho de buen vino y en la cama con una buena hembra —masculló el centurión.
—Sólo Dios puede escoger la muerte de un hombre —replicó Venator con vaguedad.
—Para mí, es la fortuna quien actúa.
—¡Qué lástima! ¡Qué terrible pérdida!
—Al menos, tu valiosa carga está escondida y a salvo —replicó Severo—. Y esos marineros que han logrado huir contarán a los sabios del Imperio lo que hemos hecho aquí.
—No —murmuró Venator sacudiendo la cabeza—. Nadie tomará en serio las palabras de unos marineros ignorantes. —Se volvió y contempló las colinas bajas que se perdían en la distancia—. El tesoro permanecerá perdido para siempre.
—¿Sabes nadar?
—¿Nadar? —Venator fijó de nuevo la mirada en centurión.
—Si crees que puedes alcanzar el barco, te daré cinco de mis mejores hombres para que trates de llegar hasta el agua.
—No… no estoy seguro. —El sabio griego contempló las aguas del río y la distancia cada vez mayor entre la costa y el barco.
—Si es preciso, utiliza como flotador uno de los maderos chamuscados —le indicó con voz áspera Severo—. Pero date prisa, porque todos vamos a reunimos con nuestros dioses dentro de pocos minutos.
—¿Qué harás tú?
—Estas peñas son un lugar tan bueno como cualquier otro para ofrecer resistencia.
—Que el Señor quede contigo —dijo Venator, abrazando al centurión.
—Será mejor que camine a tu lado.
Severo dio media vuelta y escogió rápidamente cinco de los soldados ilesos, ordenándoles proteger a Venator en su carrera hacia el río. Después se concentró en recolocar a su diezmada unidad, preparando la defensa final.
El puñado de legionarios se congregó en torno a Venator. A continuación, se lanzaron a la carga hacia el río, gritando y abriéndose paso a golpe de espada por un punto débil en la masa de bárbaros, sorprendidos por el inesperado movimiento. Los romanos repartieron tajos y hundieron sus espadas como si fueran presa de un ataque de locura asesina.
Venator estaba agotado más allá de toda resistencia pero su espada no titubeó, ni vaciló su paso. Era un erudito transformado en exterminador. Había dejado atrás el punto de no retorno y sólo quedaba en él una firme y desesperada obstinación; había desaparecido todo miedo a la muerte.
Continuaron luchando entre el torbellino de calor abrasador. Llegó hasta Venator el olor a carne quemada. Se arrancó otro retal de túnica y se cubrió con él la nariz y la boca mientras avanzaba entre el humo.
Los soldados cayeron uno tras otro, protegiendo a Venator hasta el último aliento. De pronto, los pies del griego se encontraron en el agua y Venator echó a correr, zambulléndose en cuanto el nivel subió por encima de sus rodillas. Localizó un mástil que había caído de una nave en llamas y nadó frenéticamente hacia él sin atreverse a mirar atrás.
Los soldados que todavía resistían en las rocas rechazaron todo cuanto les arrojaban los adversarios. Los bárbaros se mantenían a cubierto y entonaban cantos de desafío mientras buscaban un punto débil en las defensas romanas. Cuatro veces se agruparon en masa y se lanzaron a la carga, y cuatro veces fueron rechazados, aunque no sin antes reducir un poco más el número de exhaustos legionarios. El cuadrado de la formación se convirtió en un pequeño puño cuando los contados supervivientes cerraron filas para combatir hombro con hombro. Montones de cadáveres y moribundos cubrían la cumbre y su sangre corría en regueros peñas abajo. Y, pese a todo, los romanos continuaron su resistencia.
La batalla había sido encarnizada y sin tregua a lo largo de casi dos horas, pero los bárbaros seguían atacando con la misma intensidad que al principio. Empezaban a oler la victoria y se agruparon para una carga final.
Severo rompió las astas de las flechas que sobresalían de su piel desnuda y continuó luchando. Los cadáveres de los bárbaros cubrían el suelo a su alrededor. Apenas un puñado de legionarios seguía a su lado. Uno a uno, todos perecieron con la espada en la mano, sepultados bajo una lluvia de piedras, dardos y lanzas.
Severo fue el último en caer. Las piernas cedieron bajo su peso y su brazo ya no pudo sostener la espada por más tiempo. Cayó de rodillas, hizo un vano intento por incorporarse, levantó los ojos al cielo y murmuró en voz baja:
—Madre, padre, llevadme a vuestros brazos.
Como en respuesta a su súplica, los bárbaros se lanzaron sobre él y le golpearon salvajemente con sus mazas hasta que la muerte lo liberó de su agonía.
En el agua, Venator se asió con terquedad al mástil y batió el agua con las piernas en un intento desesperado por alcanzar la nave que se alejaba, pero sus esfuerzos fueron inútiles. La corriente del río y una leve brisa impulsaban el barco cada vez más lejos.
Lanzó gritos a la tripulación y agitó frenéticamente el brazo libre. A popa de la embarcación, un grupo de marineros y una muchacha con un perro en brazos lo contemplaron sin compadecerse de él y sin hacer el menor gesto de regresar por él. La nave continuó su huida río abajo como si Venator no existiera.
Desesperado, comprendió que lo estaban abandonando. El rescate no se produciría. Golpeó el mástil con el puño, presa de la desesperación, y se echó a llorar inconteniblemente, convencido de que su Dios se había olvidado de él. Por último, volvió los ojos hacia la orilla y contempló la carnicería y la devastación.
La expedición había desaparecido perdida en una pesadilla.