1

12 de octubre de 1991 - Aeropuerto de Heathrow, Londres

Nadie prestó la menor atención al piloto mientras se escabullía entre la multitud de corresponsales de prensa que llenaban a rebosar la sala de personalidades. Tampoco los pasajeros reunidos en la sala de espera de la puerta 14 se fijaron en que el hombre llevaba una gran bolsa de lona en lugar del habitual maletín. El piloto mantuvo la cabeza baja y los ojos fijos al frente, evitando la batería de cámaras de televisión dirigidas hacia una mujer alta y atractiva, de piel morena, facciones finas y grandes ojos negros como el carbón, que era el centro del bullicio.

El hombre cruzó apresuradamente la rampa de embarque y se detuvo ante la pareja de guardias de seguridad del aeropuerto que, vestidos de civil, controlaban el acceso al avión. Con un gesto despreocupado de saludo, el piloto intentó pasar entre los dos hombres, pero una mano le sujetó por el brazo.

—Un momento, comandante.

El piloto se detuvo con una expresión sorprendida pero amistosa en su rostro de piel atezada. Parecía ligeramente divertido ante la incomodidad.

Sus ojos, de un castaño aceitunado y muy penetrantes, tenían un aire agitanado. El hombre había sufrido más de una rotura de nariz y una larga cicatriz le recorría la base de la mandíbula izquierda. El cabello, canoso y muy corto bajo la gorra, así como las arrugas que surcaban su rostro, le daban aspecto de cincuentón. Medía casi un metro noventa de estatura, era corpulento y mostraba una ligera tripa. Con su aire confiado y tranquilo, luciendo su uniforme confeccionado a medida, parecía uno más de los diez mil pilotos de líneas aéreas que comandaban aviones de pasajeros en vuelos internacionales.

Extrajo su documento de identificación del bolsillo superior de la chaqueta y lo entregó al guardia de seguridad.

—¿Qué sucede? ¿Algún personaje importante a bordo? —preguntó inocentemente.

El guarda británico, correcto de trato e impecablemente vestido, asintió.

—Un grupo de funcionarios de las Naciones Unidas que regresa a Nueva York. Entre ellos, la nueva secretaria general.

—¿Hala Kamil?

—Sí.

—Vaya trabajo para una mujer.

—El sexo no fue ningún impedimento para la primera ministra Thatcher.

—Es cierto, pero ésta no tenía el agua al cuello.

—Kamil es una mujer muy astuta. Seguro que lo hará bien.

—Siempre que los fanáticos musulmanes de su propio país no la quiten de en medio —replicó el piloto con marcado acento americano.

El británico le dirigió una mirada de extrañeza pero no hizo más comentarios mientras comparaba la fotografía de la credencial con el rostro de su interlocutor. Pronunció en voz alta el nombre de éste.

—Comandante Dale Lemke.

—¿Algún problema?

—No. Sólo intentamos evitar que se produzcan —replicó el guardia de seguridad con voz aburrida.

—¿Quiere cachearme también? —añadió Lemke, abriendo los brazos.

—No es necesario. No es probable que un piloto intente secuestrar su propio avión, pero tenemos que comprobar sus credenciales para asegurarnos de que es un auténtico miembro de la tripulación.

—No llevo este uniforme para una fiesta de disfraces…

—¿Quiere enseñarnos el contenido de la bolsa?

—Desde luego.

El piloto dejó la bolsa azul en el suelo y procedió a abrirla. El segundo agente la levantó, pasó rápidamente las páginas de los manuales de operaciones de vuelo y, a continuación, sacó un artilugio mecánico con un pequeño cilindro hidráulico.

—¿Le importaría explicarme qué es esto?

—Un brazo articulado para una puerta refrigerada por aceite. Se ha atascado en la posición abierta y nuestro equipo de mantenimiento del aeropuerto Kennedy me ha pedido que lo lleve allí personalmente para revisarlo.

El agente dio unos golpecitos en un voluminoso objeto colocado en el fondo de la bolsa.

—¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí? —exclamó, al tiempo que alzaba la vista con una expresión de curiosidad en sus ojos—. ¿Desde cuándo llevan paracaídas los pilotos de aviones comerciales?

—Es mi pasatiempo favorito —explicó Lemke con una sonrisa—. Cuando tengo tiempo en mis escalas, siempre acudo a Croydon para efectuar algunos saltos con unos amigos.

—Supongo que no tendrá usted intención de saltar desde un avión de pasajeros, ¿verdad?

—Desde luego, no pienso hacerlo volando a quinientos nudos y a treinta y cinco mil pies de altitud sobre el océano Atlántico.

Los agentes intercambiaron una mirada, satisfechos con la inspección. La bolsa de lona fue cerrada y el piloto recuperó su tarjeta de identificación.

—Lamentamos haberle retrasado, comandante Lemke.

—Me ha encantado la charla.

—Que tenga un buen vuelo a Nueva York.

—Muchas gracias.

Lemke agachó la cabeza y penetró en la cabina del avión. Cerró la puerta y apagó las luces de la cabina para que ningún observador casual pudiera ver sus movimientos por las ventanas desde el pasillo de tránsito. En una secuencia perfectamente ensayada, se arrodilló tras los asientos, sacó una pequeña linterna del bolsillo de su chaqueta y levantó una trampilla que daba paso a las instalaciones electrónicas bajo la cabina, un compartimiento que algún bromista había bautizado mucho tiempo atrás con el nombre de «agujero del infierno». El piloto desplegó la escalerilla en la oscuridad, atento al murmullo de voces de los auxiliares de vuelo que preparaban la cabina principal para la llegada del pasaje, y llegó hasta sus oídos el ruido del equipaje que los mozos procedían a cargar en la bodega posterior del aparato.

Ya en el compartimiento inferior, Lemke sacó la mano por la trampilla y arrastró la bolsa de lona por el hueco al tiempo que encendía la linterna. Una ojeada al reloj le indicó que faltaban cinco minutos para que llegara el resto de la tripulación. En un ejercicio que había practicado más de cincuenta veces, sacó el brazo articulado de la bolsa y lo conectó a un temporizador en miniatura que llevaba oculto en la gorra. Después conectó el artilugio a las bisagras de una pequeña portezuela de acceso al exterior que utilizaban los mecánicos de mantenimiento en tierra. A continuación colocó junto a ella el paracaídas.

Cuando llegaron el primer y el segundo oficial, Lemke ocupaba ya el asiento del piloto con el rostro enterrado en un manual de información del aeropuerto. Tras intercambiar unos rutinarios saludos, los recién llegados empezaron a realizar las comprobaciones habituales previas al despegue. Ni el copiloto ni el ingeniero de vuelo se apercibieron de que Lemke parecía inusualmente taciturno y distante.

Tal vez habrían prestado más atención si hubiesen sabido que aquélla iba a ser su última noche en este mundo.

En el abarrotado salón de autoridades, Hala Kamil se enfrentó a un bosque de micrófonos y focos de televisión. Con una paciencia que parecía inagotable, empezó a responder a la andanada de preguntas que le formulaba la multitud de inquisitivos periodistas.

Sólo unos pocos se refirieron a su gira por Europa y a sus sucesivas reuniones con jefes de estado y de gobierno. La mayoría de los reporteros quería conocer sus opiniones sobre el inminente derrocamiento del gobierno egipcio a manos de los fundamentalistas musulmanes.

La mujer aún no había valorado las dimensiones políticas de los disturbios en su país. Los fanáticos mullahs, conducidos por un estudioso de la ley coránica, Ajmad Yazid, habían encendido las pasiones religiosas entre los millones de campesinos empobrecidos de las riberas del Nilo y entre las masas de menesterosos que poblaban los barrios de chabolas de El Cairo. Oficiales de alto rango del ejército y de la fuerza aérea conspiraban abiertamente con los extremistas islámicos para derrocar al presidente Nadav Hasan, que acababa de acceder al cargo. La situación era extremadamente delicada, pero Hala Kamil no había recibido las últimas novedades de los servicios de información de su país, de modo que se vio obligada a responder en términos vagos y ambiguos.

Externamente, Hala parecía conservar una absoluta serenidad mientras contestaba con parsimonia, sin demostrar la menor emoción, como una esfinge. Por dentro, la mujer flotaba entre la confusión y la conmoción espiritual. Se sentía sola y distante, como si aquellos acontecimientos incontrolables estuvieran sucediéndole a otra persona, a alguien a quien no tenía forma de ayudar y por quien sólo podía sentir lástima.

La mujer hubiera podido ser, perfectamente, la modelo del busto pintado de la reina Nefertiti que se conservaba en el museo de Berlín. Las dos poseían el mismo cuello largo, las mismas facciones delicadas y la misma mirada hechizadora. Hala Kamil tenía cuarenta y dos años, era delgada y esbelta, tenía unos ojos castaños aceitunados y una tez tostada de líneas perfectas, y lucía un cabello sedoso, largo, negro como el azabache, que llevaba peinado hacia atrás y le caía sobre los hombros. Con sus zapatos de tacón alto, su estatura rozaba el metro ochenta y su cuerpo ágil y bien proporcionado adquiría aún más prestancia gracias al traje, de un conocido diseñador, combinado con una falda plisada.

A lo largo de los años, Hala había gozado de las atenciones de cuatro amantes, pero no se había casado. La idea de un esposo y unos hijos parecía ajena a ella. Se negaba a perder el tiempo en relaciones sentimentales prolongadas y hacer el amor no despertaba en ella más emoción que comprar una entrada para acudir a una representación de ballet.

Cuando era una chiquilla, en El Cairo, donde su madre era maestra y su padre cineasta, Hala había pasado todos sus momentos libres dibujando bocetos y excavando entre las viejas ruinas próximas a su casa, a las que llegaba en unos minutos con su bicicleta. Excelente cocinera y dibujante, graduada en antigüedades egipcias, había terminado por ocupar uno de los escasos empleos a los que podía tener acceso una mujer musulmana, como investigadora del Ministerio de Cultura.

A partir de allí, con un gran esfuerzo personal y una prodigiosa energía, había logrado vencer las discriminaciones islámicas hasta ocupar el cargo de directora de Antigüedades y, más tarde, de responsable del departamento de Información. Su eficacia había llamado la atención del entonces presidente Mubarak, quien le pidió que encabezara la delegación egipcia en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Cinco años más tarde, Hala fue nombrada vicepresidenta cuando Javier Pérez de Cuéllar renunció a la Secretaría General en mitad de su segundo mandato tras una agria polémica, durante la cual cinco naciones de régimen islámico se retiraron del foro internacional debido a una controversia sobre ciertas exigencias de reformas religiosas. Ante la renuncia a aceptar el cargo de una serie de personalidades, Hala Kamil había sido nombrada para el puesto vacante con la débil esperanza de que su gestión contribuyera a cerrar las crecientes grietas en los cimientos de la organización.

Ahora, con el gobierno de su propio país al borde de la desintegración, cabía la posibilidad de que la mujer se convirtiera en la primera alta representante de las Naciones Unidas apátrida.

Un colaborador se acercó a ella y le cuchicheó algo al oído. Hala asintió y levantó la mano.

—Me comunican que el avión está preparado para despegar —explicó—. Responderé a una pregunta más.

Un bosque de manos se alzó al aire y una decena de preguntas formuladas a la vez llenó la sala. Hala hizo un gesto a un hombre situado al fondo, junto a la puerta, que sostenía una grabadora.

—Leigh Hunt, de la BBC, señora Kamil. Si Ajmad Yazid sustituye el gobierno democrático del presidente Hasan por un régimen islámico, ¿regresará usted a su país?

—Yo soy musulmana y egipcia. Si los dirigentes de mi país, sea cual sea el gobierno que ocupe el poder, desean que regrese, obedeceré la orden.

—¿Aunque Ajmad Yazid la haya llamado herética y traidora?

—Sí —reafirmó Hala sin alzar la voz.

—Aunque Yazid no sea ni la mitad de fanático que el ayatolá Jomeini, volver allí será ir de cabeza al patíbulo. ¿Le gustaría hacer algún comentario al respecto?

Hala hizo un gesto de negativa con la cabeza, sonrió con elegancia y murmuró:

—Tengo que irme. Muchas gracias.

Un cordón de agentes de seguridad la protegió de la avalancha de reporteros y la escoltó hasta la rampa de embarque. Sus colaboradores y una numerosa delegación de la Unesco ocupaban ya sus asientos. Cuatro miembros del Banco Mundial compartían una botella de champán y conversaban en voz baja en la zona de cocina. La cabina principal olía a combustible de aviación y a consomé de carne.

Con gesto cansado, Hala ajustó el cierre del cinturón de seguridad y echó una mirada por la ventanilla. Había una ligera niebla y los puntos de luz azules a lo largo de las pistas de rodaje despedían un resplandor mortecino antes de desaparecer. Se quitó los zapatos, cerró los ojos y dio una cabezada antes de que la azafata pudiera ofrecerle un cóctel.

Después de esperar su turno tras los cálidos vapores que despedían los reactores de un 747 de la TWA, el vuelo chárter 106 de las Naciones Unidas ocupó por fin la cabecera de la pista. Cuando la torre de control autorizó el despegue, Lemke movió hacia adelante la palanca de propulsión y el Boeing 720-B rodó por el húmedo asfalto hasta alzarse en el aire saturado de vapor de agua.

Cuando hubo alcanzado la altitud de crucero, a 10 500 metros, y hubo conectado el piloto automático, Lemke se desabrochó el cinturón de seguridad y se levantó del asiento.

—Una necesidad fisiológica —dijo mientras se dirigía a la puerta de la cabina. El segundo oficial e ingeniero de vuelo, un hombre pecoso de cabello pajizo, sonrió sin apartar la vista del tablero de instrumentos y replicó:

—Está bien, yo espero aquí.

El capitán Lemke soltó una breve carcajada y salió a la cabina de pasajeros. Los auxiliares de vuelo estaban preparando la comida y el aroma del caldo se hizo más intenso que nunca. El piloto hizo una seña al sobrecargo para que se acercara.

—¿Necesita usted algo, capitán?

—Una taza de café, nada más —respondió Lemke—. Pero no te preocupes, puedo servirme solo.

—No es molestia. —El sobrecargo penetró en la zona de cocina y llenó una taza.

—Una cosa más.

—¿Sí?

—La compañía nos ha pedido que participemos en un estudio meteorológico patrocinado por el gobierno. Cuando estemos a mil ochocientas millas de Londres, voy a efectuar un descenso hasta cinco mil pies durante unos diez minutos para registrar la velocidad del viento y la temperatura. Después, volveremos a nuestra altitud normal.

—Cuesta creer que la compañía haya accedido. Ojalá tuviera yo en mi cuenta del banco la suma que le costará en combustible desperdiciado.

—Puedes estar seguro de que esos roñosos de dirección general le pasarán la factura a Washington.

—Informaré de la maniobra a los pasajeros cuando llegue el momento para que no se alarmen.

—También puedes anunciar que si alguien observa alguna luz por las ventanillas, probablemente proceda de alguna flota pesquera.

—Me ocuparé de ello.

Lemke recorrió con la mirada el compartimiento del pasaje, deteniéndose un instante en la forma dormida de Hala Kamil antes de continuar avanzando.

—¿Te has dado cuenta de que las medidas de seguridad eran excepcionalmente minuciosas? —inquirió Lemke, prolongando distendidamente la conversación.

—Uno de los periodistas me dijo que Scotland Yard había oído rumores de un complot para asesinar a la secretaria general.

—Siempre actúan como si hubiera un plan terrorista debajo de cada piedra. Incluso yo he tenido que mostrar mis credenciales mientras los agentes revisaban mi bolsa de mano.

—En fin —respondió el sobrecargo, encogiéndose de hombros—, todo sea por nuestra protección y la de los pasajeros.

—Al menos, ninguno de ellos tiene aspecto de pirata del aire —Lemke continuó avanzando por el pasillo.

—Siempre que no lleve puesto un traje de tres piezas.

—Para mayor seguridad, mantendré cerrada por dentro la puerta de la cabina. Llámame por el intercomunicador sólo si surge algo importante.

—Así lo haré.

Lemke bebió un sorbo de café, dejó la taza a un lado y regresó a la cabina. El primer oficial, su copiloto, estaba observando las luces de Gales, al norte, por la ventanilla lateral, mientras, detrás de él, el ingeniero de vuelo se ocupaba de los cálculos de consumo de carburante.

El piloto dio la espalda a los demás y sacó una cajita del bolsillo superior de la chaqueta. La abrió y preparó una jeringa que contenía un agente nervioso letal, denominado sarin. Después se volvió de nuevo hacia la tripulación y dio un paso vacilante como si fuera a perder el equilibrio, agarrándose del brazo del segundo oficial para apoyarse.

—Lo siento, Frank. He tropezado con la moqueta. Frank Hartley lucía un poblado bigote, tenía el cabello cano y ralo, y poseía un rostro aguileno bastante atractivo. El nombre no llegó a notar que la aguja se clavaba en su hombro. Alzó la vista de los indicadores y las luces del tablero y emitió una satisfecha carcajada.

—Vas a tener que dejar la botella, Dale.

—Puedo volar perfectamente —replicó Lemke, de buen humor—. Lo que me resulta difícil es caminar recto.

Hartley abrió la boca como si fuera a decir algo pero, de pronto, una expresión de sorpresa cruzó su rostro. Sacudió la cabeza como para despejarse. No le dio tiempo a más: puso los ojos en blanco y quedó inmóvil.

Lemke inclinó su cuerpo contra el de Hartley para que el ingeniero de vuelo no se escurriera del asiento, extrajo la jeringa y la reemplazó rápidamente por otra.

—Creo que a Frank le sucede algo —comentó, sin la mínima expresión de sorpresa en su voz.

Jerry Oswald se volvió en el asiento del copiloto. Era un hombre corpulento con las facciones enjutas de un buscador de minas del desierto.

—¿De qué se trata? —preguntó, levantando la mirada.

—Será mejor que vengas a echar un vistazo.

Oswald se abrió paso con su gran corpachón entre los asientos y se inclinó sobre Hartley. Lemke clavó la aguja y apretó el émbolo, pero el copiloto notó el pinchazo.

—¿Qué diablos ha sido eso? —exclamó, volviéndose en redondo y contemplando desconcertado la jeringa hipodérmica en la mano de Lemke. Oswald era mucho más pesado y musculoso que Hartley y el tóxico no surtió efecto con la misma celeridad. Los ojos del copiloto se abrieron como platos al comprender lo sucedido y se lanzó hacia adelante, agarrando a Lemke por el cuello.

—¡Tú no eres Dale Lemke! —exclamó—. ¿Por qué te has hecho pasar por él?

El hombre que se hacía pasar por Lemke no habría podido responder aunque lo hubiese querido. Las manazas del copiloto estaban ahogándolo. Aplastado contra el panel de instrumentos por el enorme peso de Oswald, intentó improvisar una mentira pero de su boca no salió palabra alguna. Lanzó un rodillazo a los testículos del copiloto, pero la única reacción de éste fue un breve gruñido. La oscuridad empezó a cubrir las esquinas de su visión.

Luego, poco a poco, la presión de las manos cedió y Oswald retrocedió. En sus ojos se reflejó el terror cuando comprendió que estaba agonizando. Dirigió una mirada de confuso terror hacia Lemke y, con la fuerza de los últimos latidos de su corazón, lanzó el puño golpeando de lleno a Lemke en el estómago.

El falso piloto cayó de rodillas, aturdido y sin aliento debido al golpe. Entre un velo de niebla, vio tropezar a Oswald contra el asiento del piloto y rodar luego al suelo de la cabina. Lemke se sentó en el lugar donde había caído y permaneció allí unos instantes, reponiéndose entre jadeos y dándose masaje en la zona donde había recibido el puñetazo.

Se incorporó a duras penas y escuchó con atención por si se oía alguna voz curiosa al otro lado de la puerta. La cabina principal parecía tranquila. Ninguno de los pasajeros ni de los tripulantes de cabina había oído nada anormal por encima del monótono zumbido de los motores.

Cuando al fin colocó a Oswald en el asiento del copiloto, sujeto con el cinturón de seguridad, Lemke estaba bañado en sudor. Hartley todavía tenía abrochado su cinturón, de modo que el falso piloto no se ocupó más de él. Por último, se instaló a los mandos, en el lugar del piloto. Cuarenta y cinco minutos más tarde, Lemke desvió el avión de su plan de vuelo previsto hacia Nueva York y lo situó en un nuevo rumbo, hacia los hielos del Ártico.

El tesoro de Alejandría
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
prologo.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml