19

El presidente se levantó del escritorio e hizo un breve gesto de bienvenida con la cabeza mientras el director de la CÍA, Martin Brogan, entraba en el Despacho Oval para la reunión matinal de temas de seguridad.

El formulismo del apretón de manos entre los dos hombres había quedado olvidado poco después del inicio de sus reuniones diarias, hecho que a Brogan, un hombre delgado y educado, no le importaba en lo más mínimo pues tenía unas manos finas, de dedos largos propios de violinista, mientras que el corpulento presidente, con sus casi cien kilos, tenía unas manazas tremendas y un apretón podía romperle algún hueso.

Brogan esperó a que el presidente tomara asiento antes de acomodarse en una silla de cuero. Casi siguiendo un ritual, el presidente se sirvió una taza de café, añadió una cucharadita de azúcar y pasó una jarra de café a Brogan. Se pasó una mano por sus cabellos y fijó en el hombre sus claros ojos grises.

—Muy bien, ¿qué secretos guarda el mundo esta mañana?

Brogan se encogió de hombros y le entregó una carpeta encuadernada en piel, alargando el brazo sobre el escritorio.

—A las nueve, hora de Moscú, el presidente soviético, Georgi Antonov, se ha dado un revolcón con su amante en el asiento trasero de su coche oficial camino del Kremlin.

—Le envidio esa manera de empezar el día —comentó el presidente con una ancha sonrisa.

—También hizo dos llamadas desde el teléfono del coche. Una a Sergei Kornilov, director del programa espacial soviético, y la otra a su hijo, que trabaja en la sección comercial de la embajada en Ciudad de México. Encontrará la transcripción de las conversaciones en las páginas cuatro y cinco.

El presidente abrió la carpeta, se puso unas gafas para leer y estudió la transcripción sorprendido, como siempre, de la capacidad de penetración de los servicios de inteligencia.

—¿Y qué tal ha sido el resto del día para Georgi?

—Ha pasado la mayor parte del tiempo ocupado en cuestiones domésticas. No le gustaría a usted estar en su pellejo. Las perspectivas de la economía soviética empeoran día a día. Las reformas en el campo y en la industria se han quedado en agua de borrajas. La vieja guardia del Politburó está tratando de desestabilizarlo. Los militares no están contentos con sus propuestas sobre armamento y ya hicieron pública su oposición. Los ciudadanos soviéticos protestan cada vez más mientras las colas crecen. Con un poco de estímulo de nuestros agentes, empiezan a aparecer en las ciudades pintadas contra el gobierno. El crecimiento económico nacional ha sido negativo en un dos por ciento. Existen considerables posibilidades de que Antonov pierda el cargo antes del próximo verano.

—Si no logramos controlar nuestro déficit público, tal vez termine como él —murmuró el presidente con aire sombrío.

Brogan no hizo comentarios. No tenía por qué hacerlos.

—¿Cuáles son los últimos informes sobre Egipto? —preguntó el presidente, pasando a otro tema.

—El presidente Hasan también está pendiente de un hilo. La fuerza aérea sigue leal a él, pero los generales del ejército están próximos a arrojarse en brazos de Yazid. El ministro de Defensa, Abu Hamid, mantuvo una entrevista secreta con Yazid en Port Said. Nuestros informativos dicen que Hamid no le prestará apoyo sin seguridades de mantener una sólida posición de poder. No quiere estar al dictado del círculo de fanáticos mullahs de Yazid.

—¿Cree que Yazid accederá?

Brogan movió la cabeza, con gesto de negativa.

—No tiene la menor intención de compartir el poder: Hamid ha subestimado la crueldad de Yazid. Ya hemos descubierto una conspiración para poner una bomba en el avión privado de Hamid.

—¿Han alertado a Hamid?

—Necesito su autorización para ello.

—La tiene —dijo el presidente—. Hamid es muy desconfiado y puede pensar que estamos urdiendo un plan para mantenerlo alejado del campamento de Yazid.

—Podemos darle los nombres del grupo de asesinos. Si Hamid insiste en tener pruebas, puede empezar por ahí.

El presidente se echó hacia atrás en el sillón y contempló el techo del despacho unos instantes.

—¿Podemos relacionar a Yazid con el asunto del avión de la ONU que llevaba a Hala Kamil?

—Como mucho, pruebas circunstanciales —reconoció Brogan—. No tendremos conclusiones en firme hasta que los investigadores terminen y presenten su informe. De momento, la catástrofe es un auténtico rompecabezas. Sólo se han descubierto algunos datos. Por ejemplo, sabemos que el piloto de verdad fue asesinado; se ha encontrado su cuerpo en el maletero de un coche aparcado en el aeropuerto de Heathrow. —Parece un golpe mafioso.

—En efecto, si no fuera porque el asesino hizo un trabajo maestro disfrazándose, hasta el punto de hacerse pasar por el piloto. Después de efectuar personalmente la maniobra de despegue, mató a la tripulación de vuelo inyectándoles un agente neurotóxico denominado sarin, desvió del rumbo el avión y abandonó el aparato sobre Islandia.

—Debía de actuar en combinación con un equipo de profesionales muy bien entrenados.

—Tenemos razones para creer que actuó solo —dijo Brogan.

—¿Solo? —La expresión del presidente se volvió incrédula—. Ese tipo tiene que ser un hijo de puta muy hábil.

—La limpieza y complicación del plan son casi el sello de la casa de un árabe cuyo nombre es Suleiman Aziz Ammar.

—¿Un terrorista?

—No, en el sentido estricto. Ammar es uno de los asesinos profesionales más astutos en activo. Ojalá lo tuviéramos de nuestro lado.

—Que nunca le oigan decir eso los liberales del Congreso —le reprendió el presidente en tono burlón.

—Ni los medios de comunicación —añadió Brogan.

—¿Tiene algún expediente sobre ese Ammar?

—De casi un metro de grueso. Es lo que, en el oficio, se conoce como un maestro del disfraz. Es un buen musulmán practicante con escaso interés por la política, un mercenario al que no se conoce vinculación con los fanáticos combatientes islámicos. Ammar cobra cifras enormes, y se las gana. Y es un hábil hombre de negocios. Su fortuna se calcula en más de sesenta millones de dólares. Apenas se ciñe a las normas y sus golpes están pensados y llevados a cabo con gran ingenio, de modo que parezcan accidentes, y no ha habido modo de demostrar su participación en ninguno de ellos. Las víctimas inocentes no tienen ninguna importancia para él, mientras consiga eliminar a su objetivo. Lo consideramos responsable de más de cien muertes en los últimos diez años. Si se demuestra su intervención, el atentado contra Hala Kamil será el primer golpe fallido de este hombre de que tengamos noticia.

El presidente se ajustó las gafas y volvió a consultar el informe sobre el accidente aéreo.

—Debo de haber pasado algo por alto. Si se proponía hacer desaparecer el avión en el océano, ¿por qué se molestó en envenenar a los pasajeros? ¿Qué razón podía tener para matarlos dos veces?

—Ésa es la cuestión —explicó Brogan—. Mis analistas no creen que Ammar fuera responsable del envenenamiento de los pasajeros.

El presidente le dirigió una mirada de sorpresa.

—Ahora sí que me confunde usted, Martin. ¿De qué diablos está hablando?

—Unos patólogos del FBI volaron a Thule y efectuaron la autopsia de las víctimas. Encontraron en los cuerpos de la tripulación de vuelo unas dosis de sarin cincuenta veces superiores a la necesaria para causarles la muerte, pero los análisis demostraron que los pasajeros murieron por ingestión de manzanillo en la comida de a bordo.

Brogan hizo una pausa para beber un sorbo de café. El presidente aguardó, impaciente, dando golpecitos con un bolígrafo sobre un calendario de mesa.

—El manzanillo, o guayabo venenoso, como también se le llama, es un árbol de las tierras costeras del Caribe y del golfo de México —prosiguió Brogan—. El veneno procede del látex de ese árbol, que tiene un fruto de sabor dulzón y forma parecida al manzano, cuya ingestión es mortal. Los indios caribes lo empleaban para impregnar las puntas de sus flechas. Se conocen varios casos de antiguos marineros náufragos y de modernos turistas que han muerto después de probar la pulpa venenosa de un manzanillo.

—¿Y su gente cree que un asesino del calibre de Ammar no recurriría al empleo de ese veneno?

—Algo así —confirmó Brogan—. Los contactos de Ammar no deberían tener muchos problemas para comprar o robar sarin de alguna empresa de suministros químicos europea, pero el manzanillo es otra cosa muy distinta. No se puede encontrar en cualquier parte y, además, su acción es demasiado lenta para producir una muerte rápida. Me parece dudoso que Ammar pueda haber pensado siquiera en recurrir a él.

—Si no fue el árabe, entonces, ¿quién?

—No lo sabemos —respondió Brogan—. Desde luego, no fue ninguno de los supervivientes. La única pista, muy inconcreta, nos conduce a un delegado mexicano llamado Eduardo Ybarra. Fue el único pasajero, aparte de Hala Kamil, que no probó la comida.

—Aquí dice que murió en el accidente —comentó el presidente, mirando a su interlocutor por encima del expediente que tenía en las manos—. ¿Cómo pudo introducir veneno en la comida de a bordo sin que lo vieran?

—Eso se hizo en la cocina de la empresa que aprovisiona a la compañía aérea. Los investigadores británicos están siguiendo esa pista en estos momentos.

—Tal vez Ybarra sea inocente. Es posible que no probara la comida por alguna sencilla razón que ignoramos.

—Según la azafata superviviente, Hala dormía cuando se sirvió la comida, pero Ybarra fingió no encontrarse bien del estómago.

—Es posible.

—La azafata lo vio más tarde comiendo un bocadillo que sacó del maletín.

—Entonces, ese hombre lo sabía.

—Eso parece.

—¿Y por qué se arriesgó a subir a bordo si sabía que todo el mundo iba a morir excepto él?

—Para mayor seguridad. Por si su blanco o blancos principales, probablemente el contingente de delegados mexicanos, dejaba de tomar el veneno.

El presidente se inclinó hacia atrás en su sillón y contempló el techo.

—Está bien: Kamil es una espina clavada en la garganta de Yazid y éste paga a Ammar para que la quite de en medio. El trabajo sale mal y el avión no desaparece en mitad del océano Glacial Ártico, según lo previsto, sino que cae en Groenlandia. Hasta aquí, el misterio número uno; el caso está claro y contamos con datos sólidos en qué basarnos. Lo llamaremos, de momento, la conexión egipcia. El misterio número dos, la conexión mexicana, resulta mucho más nebuloso. No existen motivos evidentes para un asesinato en masa y el único sospechoso está muerto. Si yo fuera juez, ordenaría el sobreseimiento del caso por falta de pruebas.

—Tengo que estar de acuerdo con usted —dijo Brogan—. Hasta ahora no ha habido pruebas de actuaciones terroristas impulsadas desde México.

—Se olvida usted de Topiltzin —masculló el presidente.

A Brogan le sorprendió la expresión fría y furiosa, de pura rabia, que cruzó el rostro del presidente.

—La agencia no ha olvidado a Topiltzin —le aseguró Brogan—, ni lo que hizo a Guy Rivas. Podemos acabar con él cuando usted dé la orden.

El presidente respondió con un profundo suspiro, hundiéndose en su asiento.

—Ojalá fuera tan sencillo. Chasqueo los dedos y la CÍA elimina a un líder opositor extranjero. El riesgo es excesivo, como pudo comprobar Kennedy cuando perdonó a la mafia las tentativas para acabar con Castro.

—Reagan no puso objeciones a los intentos de eliminar a Muammar el Gaddafi.

—Es cierto —reconoció el presidente con gesto cansado—. ¡Ah, si Reagan hubiera sabido que Gaddafi iba a engañarnos a todos y morir de cáncer tan pronto!

—No tendremos esa suerte con Topiltzin. Los informes médicos dicen que está fuerte como una mula.

—Ese tipo es un lunático sanguinario. Si se apodera de México, tendremos una catástrofe en puertas.

—¿Ha escuchado la grabación efectuada por Rivas? —preguntó Brogan, seguro de la respuesta.

—Cuatro veces —asintió el presidente con amargura—. Con eso basta para sufrir pesadillas.

—¿Y si Topiltzin derriba al actual gobierno y lleva a cabo su amenaza de enviar a millones de personas a cruzar nuestra frontera sur en un desquiciado intento de recuperar el sudoeste de Estados Unidos…?

Brogan dejó la pregunta en el aire. El presidente respondió en un tono extrañamente benigno.

—En tal caso, no tendré más remedio que ordenar a nuestras fuerzas armadas dar el trato de fuerzas invasoras a cualquier horda de extranjeros que cruce ilegalmente la frontera.

Brogan regresó a su despacho en la sede de la CÍA, en Langley, y encontró esperándolo a Elmer Shaw, secretario adjunto de la Marina.

—Lamento trastornar su repleta agenda —se excusó Shaw—, pero tengo algunas noticias de interés que tal vez le ocupen el día.

—Deben de ser importantes para que haya venido en persona.

—Lo son.

—Pase y siéntese. ¿Son noticias buenas o malas?

—Muy buenas.

—Últimamente nada funciona como es debido —declaró Brogan con aire solemne—. Me encantará escuchar algo positivo para variar.

—El Polar Explorer, nuestro barco de investigaciones, ha estado buscando el submarino soviético de la clase Alfa que se perdió y…

—Estoy al corriente de esa misión —lo interrumpió Brogan.

—Pues bien, lo ha encontrado.

A Brogan se le agrandaron ligeramente los ojos y dio unos golpecitos sobre su escritorio en una inhabitual demostración de complacencia.

—Felicidades. Ese clase Alfa es el mejor submarino de ambas flotas. Su gente ha dado un golpe maestro.

—Todavía no hemos cobrado la presa —dijo Shaw.

Al saberlo, Brogan entrecerró de pronto los ojos.

—¿Qué hay de los rusos? ¿Están al tanto del hallazgo?

—Creemos que no. Poco después de que los instrumentos detectaran el submarino hundido, del cual, por cierto, tenemos incluso filmaciones en vídeo, nuestro barco dejó la búsqueda para colaborar en las operaciones de rescate del avión de la ONU, que cayó muy cerca de su zona. Una cortina de humo que nos ha enviado el cielo. Nuestros topos en la Marina soviética confirman que todo sigue absolutamente normal. Tampoco hay nada del KGB y nuestros satélites de vigilancia de su flota del Atlántico Norte no muestran la menor indicación de cambios de rumbo notables en dirección a la zona.

—Es extraño que no tengan algún pesquero espía vigilando al Polar Explorer.

—No tan extraño —explicó Shaw—. Han mantenido una estrecha vigilancia sobre todas nuestras operaciones, siguiendo el curso del barco y sus comunicaciones desde los satélites. Lo han dejado solo, esperando que nuestra tecnología de búsqueda submarina, más avanzada, tuviera suerte donde ellos habían fracasado. Tenían puestas sus esperanzas en la lógica probabilidad de que la tripulación del barco cometiera el menor desliz y revelara la localización del objetivo.

—Pero no ha sido así.

—En efecto —respondió Shaw—. A bordo, la seguridad era absoluta. Salvo el capitán y dos expertos en búsqueda submarina de la NUMA, el resto de la tripulación creía estar desarrollando una misión científica de estudio de los icebergs y de la geología de los fondos marinos. El informe sobre el éxito del hallazgo me fue traído en mano desde Groenlandia por el segundo oficial del Polar Explorer para evitar posibles filtraciones.

—Muy bien, ¿qué hacemos ahora? —inquirió Brogan—. Está claro que los soviéticos no permitirán una repetición del episodio del Glomar Explorer, y todavía tienen un barco patrullando la zona en la que perdieron ese submarino con misiles frente a la costa este en el ochenta y seis.

—Proyectamos una operación de rescate bajo el agua Jijo Shaw.

—¿Cuándo?

—Si empezamos a prepararlo pronto, modificando y rediseñando surmergibles y equipo ya existentes, deberíamos estar dispuestos para recuperarlo en el plazo de diez meses.

—Así pues, dejamos en paz el submarino o simulamos hacerlo hasta que llegue el momento, ¿no es eso?

—Exacto —asintió Shaw—. Mientras tanto, nos ha caído en las manos otro asunto que confundirá a los soviéticos. La Marina necesita la colaboración de la Agencia para llevarlo a cabo.

—Lo escucho.

—Durante el rescate y la posterior investigación del accidente aéreo, los expertos de la NUMA que colaboraban con nosotros en la búsqueda tropezaron accidentalmente con los restos de lo que parece ser un barco de la antigua Roma enterrados en el hielo.

Brogan miró a Shaw con escepticismo.

—¿En Groenlandia?

—Los expertos confirman que es auténtico —asintió Shaw.

—¿Qué puede hacer la CÍA para ayudar a la Marina en este asunto?

—Crear un poco de desinformación. Nos gustaría hacer creer a los rusos que el Polar Explorer estaba buscando esa nave romana desde el principio.

Brogan advirtió una luz parpadeando en el intercomunicador.

—Parece una buena idea. Mientras la Marina se prepara para apoderarse de su submarino último modelo, nosotros vamos echando migas de pan por el sendero equivocado.

—Algo así.

—¿Y cómo piensan ustedes aprovechar la presencia de esa nave romana?

—De momento, estableceremos un proyecto arqueológico como tapadera de una base de operaciones sobre el terreno. El Polar Explorer seguirá en la zona para que la tripulación eche una mano en la excavación.

—¿Está cerca el submarino?

—A menos de diez millas.

—¿Alguna idea de su estado?

—Tiene algunos daños en la estructura como consecuencia de una colisión con una elevación del fondo marino pero, aparte de esto, parece intacto.

—¿Y la nave romana?

—Los hombres que la encontraron dicen que han encontrado los cuerpos congelados de la tripulación en un excelente estado de conservación.

Brogan se levantó del escritorio y acompañó a Shaw hasta la puerta.

—Es posible —comentó, fascinado. Después, con una sonrisa pícara, añadió—: Me pregunto si también encontraremos antiguos secretos de estado en ella.

—Mejor sería encontrar un buen tesoro —replicó Shaw con otra sonrisa.

Ninguno de los dos interlocutores habría apostado un céntimo a que, en las siguientes cuarenta y ocho horas, el recuerdo de aquellos comentarios humorísticos los asaltaría obsesivamente.

El tesoro de Alejandría
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