8
Los arqueólogos también oyeron al Boeing sobrevolar el fiordo. Salieron apresuradamente de su casa prefabricada a tiempo de ver por unos instantes la silueta del avión reflejada en el hielo iluminado por los faros del aparato. El grupo pudo apreciar claramente las luces de las ventanillas y el tren de aterrizaje desplegado. Casi de inmediato les llegó el estruendo del metal chirriante y, una fracción de segundo más tarde, la vibración del impacto sacudió la superficie helada. Las luces se apagaron pero el quejido del metal torturado continuó durante unos segundos. Luego, de pronto, un silencio mortal llenó la oscuridad. Un silencio que venció al lóbrego aullido del viento.
Los arqueólogos permanecieron paralizados de incredulidad. Desconcertados, inmóviles en el exterior de la cabaña e insensibles al frío, escrutaron la negra noche como estatuas de sal.
—¡Dios santo! —murmuró por fin Gronquist con voz agitada—. ¡Se ha estrellado en el fiordo!
Lily tampoco pudo ocultar su excitación:
—¡Qué horror! Es imposible que alguien haya resultado ileso.
—Lo más probable es que estén todos muertos, si el aparato ha caído al agua.
—Probablemente sea ésa la razón de que no se haya incendiado —añadió Graham.
—¿Se ha fijado alguien en qué tipo de avión era? —preguntó Hoskins.
—Ha sido todo demasiado rápido —respondió Graham sacudiendo la cabeza—. Pero era bastante grande, de todos modos. Me ha parecido un cuatrimotor. Tal vez sea una patrulla de reconocimiento de los hielos.
—¿A qué distancia calculas que ha caído? —inquirió Gronquist.
—Aproximadamente a un kilómetro o un poco más.
—Tenemos que hacer algo para socorrerlos —propuso Lily con las facciones de su rostro pálidas y tensas.
Gronquist calculó visualmente el rumbo a tomar y se frotó con las manos las mejillas, que llevaba al descubierto.
—Volvamos adentro antes de congelarnos y tracemos un plan sin precipitarnos.
Lily empezó a reaccionar.
—Recoged mantas y toda la ropa de abrigo sobrante que encontréis —dijo bruscamente—. Yo me ocuparé del botiquín.
—Mike, ve a la radio —ordenó Gronquist—. Notifica el suceso a la estación meteorológica de Daneborg. Ellos harán llegar la noticia a las unidades de rescate de la Fuerza Aérea en Thule.
Graham hizo un gesto de asentimiento con la mano y fue el primero en regresar a la cabaña.
—Será mejor que llevemos herramientas para liberar de los restos del aparato a los posibles supervivientes —intervino Hoskins. Gronquist asintió mientras se enfundaba el abrigo de piel de foca y los guantes.
—Buena idea —murmuró—. Haz una lista de todo lo demás que necesitaremos. Engancharé el trineo a una de las motos de nieve. Podemos llevar en él todo el equipo.
Cinco minutos antes, todos estaban dormidos. Ahora, se estaban colocando a toda prisa las ropas contra el frío y corrían a ocuparse de sus respectivas tareas. Olvidada quedaba la enigmática moneda bizantina, y olvidada la comodidad y el calor del sueño reparador. Lo único que importaba ahora era la urgencia de llegar al avión lo antes posible.
Cuando volvió a salir, con la cabeza inclinada contra una repentina ráfaga de viento, Gronquist apretó el paso en torno a la cabaña hasta llegar a un pequeño cobertizo cubierto de nieve donde guardaban las dos motos de nieve de la expedición. Rompió a puntapiés el hielo que se había formado en la parte inferior de la puerta y la abrió de un empujón. En el interior, un pequeño calefactor de aceite luchaba, con la misma eficacia que una vela en un congelador, por mantener la atmósfera del interior veinte grados por encima de la temperatura exterior. Pulsó los botones de encendido de los vehículos pero las baterías estaban casi agotadas después de meses de uso continuado y ambos motores se negaron a ponerse en marcha. Mascullando maldiciones entre las nubes de vapor de su aliento, se quitó los gruesos guantes con los dientes y empezó a tirar de las cuerdas de encendido manual. El motor de la primera moto de nieve respondió al quinto intento, pero el segundo siguió obstinado en negarse. Por fin, después de treinta y dos intentos (Gronquist los contó), el vehículo cobró vida entre accesos de tos.
Enganchó el extremo de un gran trineo al pestillo trasero de la moto de nieve, cuyo motor había tenido tiempo de sobras para calentarse. Lo consiguió justo a tiempo, cuando las yemas de sus dedos empezaban ya a perder sensibilidad.
Cuando salió del cobertizo, los demás ya habían amontonado las ropas y equipos de socorro en el pasillo de acceso a la cabaña. Salvo Gronquist, los demás iban abrigados con monos de fibras artificiales rellenos de plumón. En menos de dos minutos, cargaron hasta los topes el trineo. Graham entregó a cada uno una potente linterna y se dispusieron para la marcha.
—Si se han hundido en el hielo —gritó Hoskins por encima del viento—, ya podemos ir olvidándonos.
—Tienes razón —respondió Graham con otro grito—. Ya estarán ahora mismo muertos de hipotermia.
—El pesimismo no ha salvado nunca a nadie —dijo Lily, con un aire ceñudo en sus ojos bajo el pasamontañas—. Lo mejor será que os pongáis en movimiento enseguida, pájaros de mal agüero.
Gronquist cogió a la muchacha por la cintura y la ayudó a acomodarse en la moto.
—Haced lo que dice la señora, chicos. Ahí fuera hay gente muriéndose.
Montó en el sillín delante de Lily y dio gas mientras Hoskins y Graham corrían hacia la segunda moto, que aguardaba al ralentí en el cobertizo. El tubo de escape tosió y las estrías traseras del vehículo oruga se agarraron a la nieve. Gronquist dio una cerrada media vuelta y puso dirección a la orilla del fiordo, con el trineo dando botes detrás de ellos.
La moto salvó las piedras desiguales cubiertas de hielo de la playa del fiordo helado. La marcha era peligrosa. La luz del único faro del vehículo, instalado delante del manillar, saltaba en la capa de hielos flotantes desquiciadamente, en una confusión de destellos blancos y sombras negrísimas que hacía casi imposible a Gronquist distinguir las crestas de presión hasta que las tenía encima, como si estuviera a bordo de un bote salvavidas en plena marejada. Y, por grande que fuera su habilidad como piloto, no tenía modo de evitar que el trineo, con su pesada carga, se desviara y coleara sobre el hielo.
Lily unió las manos en torno al prominente estómago de Gronquist en un abrazo mortal, con los ojos cerrados y la cabeza enterrada entre los hombros del arqueólogo. Gritó a éste que redujera la velocidad, pero el hombre no le hizo caso. Ella se volvió y localizó la luz vacilante de la segunda moto de nieve, que se acercaba a toda prisa por detrás.
Sin el peso suplementario del trineo, el vehículo que cerraba la marcha, con Hoskins al manillar y Graham de acompañante, no tardó en alcanzarlos y dejarlos atrás.
Muy pronto, lo único que Lily pudo distinguir de los dos hombres fue una mancha confusa de siluetas oscuras entre una nube de nieve polvo arrastrándose por la superficie.
La muchacha notó a Gronquist repentinamente tenso en el instante en que un gran objeto metálico surgió en la oscuridad al otro extremo de la zona bañada por la luz del faro. El hombre viró deprisa el manillar hacia su izquierda. El borde de los patines delanteros se clavó en el hielo y el vehículo se desvió a apenas un metro de un fragmento del ala destrozada del avión. Gronquist hizo un frenético intento de enderezar la moto, pero el súbito desplazamiento de la fuerza centrífuga hizo que el trineo diera un latigazo como la cola de una serpiente de cascabel enloquecida. El inestable trineo empezó a patinar sin control, chocó por detrás con la moto y se soltó de ésta. Luego, las puntas de los patines se clavaron en la nieve y el trineo volcó, esparciendo su carga en el aire como los restos de una explosión.
Gronquist lanzó un grito pero sus palabras quedaron interrumpidas cuando el golpe plano de uno de los patines del trineo le acertó con precisión en el hombro, arrojándolo lejos del vehículo. El hombre voló por los aires como una bola de demoliciones a punto de golpear una pared. La capucha del abrigo quedó hacia atrás y su desprotegida cabeza fue a golpear contra una cresta de hielo.
Los brazos de Lily perdieron la cintura de Gronquist cuando éste se desvaneció en el aire. La muchacha habría podido salir del trance sin más que unos cardenales o alguna torcedura, pues el trineo no la alcanzó antes de estrellarse y detenerse a unos metros de distancia. Sin embargo, la moto de nieve tenía otras intenciones. Sin las manos de Gronquist a los mandos, se detuvo y quedó en un precario equilibrio, balanceándose en un ángulo de cuarenta y cinco grados con el motor al ralentí.
Durante un breve instante, permaneció en aquella posición; después, lentamente volcó sobre uno de los lados y cayó encima de las piernas de Lily, atrapándola sin remedio de cintura para abajo contra la capa de hielo.
Hoskins y Graham no advirtieron de inmediato el accidente, pero también ellos estaban a punto de encontrarse en apuros. Habían cubierto otros doscientos metros cuando Graham se volvió, más por curiosidad que por intuición, para comprobar la distancia que les habían sacado a Lily y Gronquist. Le sorprendió ver tan atrás la luz del vehículo, inmóvil y apuntando al suelo.
Dio unos golpes en el hombro de Hoskins y le gritó al oído:
—Creo que les ha sucedido algo.
La intención original de Hoskins había sido encontrar la depresión producida en el hielo por el avión y seguirla hasta el lugar del choque final. Sus ojos trataban de penetrar en las sombras que tenía delante cuando los golpes de Graham interrumpieron su concentración.
El ruido del tubo de escape de la moto de nieve le impidió entender lo que decía. Volvió la cabeza y le gritó a su compañero:
—¡No te oigo!
—¡Da la vuelta! ¡Les ha sucedido algo!
Hoskins asintió y prestó atención de nuevo al terreno que tenía delante. Sin embargo, la breve distracción iba a resultarle muy cara. Demasiado tarde, advirtió la presencia de uno de los surcos abiertos en el hielo por el tren de aterrizaje.
La moto de nieve, como un aparato volador, salvó limpiamente la abertura en el hielo, de dos metros de anchura. El peso de los dos viajeros inclinó la parte delantera hacia abajo y el vehículo chocó contra el muro del otro lado, con un chasquido seco como el disparo de una pistola. Afortunadamente para ellos, Hoskins y Graham salieron lanzados por encima del borde del muro y fueron a parar a la superficie de hielo, donde sus cuerpos rodaron y se deslizaron como si fueran muñecos de trapo arrojados sobre un suelo encerado.
Treinta segundos después, un conmocionado Gram. consiguió ponerse a gatas con los anquilosados movimientos y sin saber muy bien cómo había llegado hasta allí. Escuchó un extraño siseo y volvió la cabeza.
Hoskins estaba sentado en posición erguida, con el cuerpo doblado en gesto de dolor y las dos manos apretadas con fuerza en la entrepierna, jadeaba trabajosamente y exhalaba al aire con los dientes apretados, al tiempo que se balanceaba hacia atrás y hacia adelante. Graham se quitó el guante externo y se palpó ligeramente la nariz. No la notó rota, pero sangraba por las fosas nasales, lo cual le obligaba a respirar por la boca. Tras una serie de movimientos, comprobó que seguía moviendo todas las articulaciones y que tenía todos los huesos en su sitio. No era sorprendente, teniendo en cuenta la protección que proporcionaba su indumentaria acolchada. Avanzó gateando hasta Hoskins, cuyo torturado siseo había dado paso a una serie de dolientes gemidos.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Graham, arrepintiéndose de haber formulado una pregunta tan estúpida en el mismo instante en que salía de sus labios.
—Hemos tropezado con un surco abierto en el hielo por ese avión —logró articular Hoskins entre gemidos—. ¡Señor! Creo que estoy castrado.
—Déjame echar un vistazo —Graham sujetó las manos de su compañero y le abrió la cremallera de la parte delantera del mono. Después, sacó la linterna de un bolsillo y la conectó. No pudo reprimir una sonrisa—. Tu esposa va a necesitar otra excusa para deshacerse de ti. No hay rastro de sangre. Tu vida sexual está asegurada.
—¿Dónde están Lily y Gronquist? —preguntó Hoskins, vacilante.
—Unos doscientos metros más atrás. Tendremos que rodear esa abertura en el hielo y comprobar su situación. Hoskins se puso en pie, dolorido, y se acercó cojeando hasta el borde del agujero en el hielo. Curiosamente, el faro de la moto de nieve seguía funcionando y su débil resplandor iluminaba el fondo del fiordo y las burbujas que ascendían desde el aparato, posado en el fondo del fiordo a seis metros de profundidad. Graham se incorporó también y se asomó a las aguas. Después, los dos hombres se miraron.
—Como salvavidas —comentó Hoskins con abatimiento—, es mejor que sigamos dedicándonos a la arqueología.
—¡Silencio! —lo interrumpió de pronto Graham. Se llevó los guantes a los oídos y se volvió en una dirección y otra como una antena de radar. Luego, se detuvo y señaló con excitación hacia unas luces que destellaban a lo lejos—. ¡Es increíble! —gritó—. ¡Se acerca un helicóptero por el fiordo!
Lily flotó en la semiinconsciencia.
No podía entender por qué le costaba cada vez más razonar con coherencia. Alzó la cabeza y buscó a Gronquist con la mirada. Lo vio tendido en el hielo, inmóvil, a unos metros de ella. Le lanzó un grito, desesperada, tratando de hacerlo reaccionar, pero el hombre parecía muerto. No insistió y, poco a poco, entró en un mundo irreal mientras perdía completamente la sensibilidad en las piernas. Sólo se dio cuenta de que estaba en un ligero estado de shock cuando notó que empezaba a temblar.
Estaba segura de que Graham y Hoskins volverían en cualquier momento, pero los instantes se convirtieron en dolorosos minutos y seguían sin aparecer. La muchacha se sentía muy cansada y ya casi estaba en los dulces brazos del sueño cuando escuchó un extraño y poderoso sonido que se aproximaba por encima de ella. Después, una luz cegadora rasgó la oscuridad del cielo y la cegó. Un súbito torbellino levantó una nube de nieve suelta a su alrededor. El sonido perdió intensidad a continuación y una figura vaga, envuelta por la luz, se acercó a ella.
La figura se convirtió en un hombre enfundado en un grueso abrigo de piel de foca que se hizo cargo de la situación inmediatamente, sujetando con fuerza la moto de nieve y poniéndola en pie para liberar las piernas de la muchacha.
Después se acercó a ella hasta que pudo iluminar su rostro con una linterna. Lily levantó la vista, más borrosa de lo debido, pero distinguió un par de ojos verdes chispeantes que la dejaron sin aliento. Parecían reflejar firmeza, delicadeza y sincera preocupación, en una brillante fusión. Al advertir que se trataba de una mujer, los ojos se cerraron unos milímetros. La muchacha se preguntó, aturdida, de dónde había salido el hombre.
No se le ocurrió otra cosa que decir:
—¡Oh! Me alegro mucho de verle.
—Me llamo Dirk Pitt —respondió una voz cálida—. Si no tiene otro compromiso, ¿por qué no cenamos juntos mañana?