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El rugido de los motores decreció mientras el reactor Beechcraft, sin distintivos en el fuselaje, remontaba el vuelo desde el aeródromo de Buckley Field, en las afueras de Denver, y ascendía hacia su altitud de crucero. Las montañas Rocosas, con sus picos cubiertos de nieve, quedaron a su espalda cuando el reactor puso proa hacia las grandes llanuras centrales.
—El presidente le envía sus mejores deseos de una pronta recuperación —dijo Dale Nichols—. Se enfadó mucho al enterarse de la penosa experiencia que ha tenido que soportar…
—Se puso furioso, sería la expresión más precisa —intervino Schiller.
—Dejémoslo en que no se sintió nada feliz —prosiguió Nichols—. Me ha pedido que le presente sus excusas por no haber previsto unas medidas de seguridad más amplias y su promesa de que hará cuanto esté en su mano para protegerla mientras se encuentre en Estados Unidos.
—Dígale que se lo agradezco —respondió Hala Kamil—, y ruéguele que envíe mis más sentidas condolencias a las familias de los hombres que murieron por salvar mi vida.
—Nos ocuparemos de ello. Tenga la seguridad de que atenderemos a sus necesidades —afirmó Nichols.
Hala estaba recostada en una cama, vestida con un mono de deporte de veludillo blanco con rayas de color jade y con el cuello abierto. Llevaba el pie derecho enyesado y paseaba la mirada de Nichols a Julius Schiller y al senador Pitt, que permanecían sentados frente al lecho.
—Me honra que tres caballeros tan distinguidos encuentren tiempo en sus ocupadas agendas para volar a Colorado y acompañarme de regreso a Nueva York.
—Si hay algo que podamos hacer…
—Ya han hecho más de lo que podría esperar ningún extranjero en su país…
—Tiene usted más vidas que un gato —comentó el senador Pitt.
Hala abrió los labios en una sonrisa.
—Sí, y le debo dos de ellas a su hijo. Tiene una capacidad asombrosa para aparecer en el lugar oportuno cuando una menos lo espera.
—He visto ese coche antiguo de Dirk. Es un milagro que hayan sobrevivido todos.
—Un automóvil realmente hermoso —suspiró Hala—. Qué lástima que quedara destruido.
Nichols carraspeó ligeramente antes de interrumpir la conversación.
—Si le parece que tratemos el asunto de su discurso a las Naciones Unidas, mañana…
—¿Ha encontrado su gente algún dato concreto que conduzca a la localización de los objetos de la Biblioteca de Alejandría? —preguntó Hala, incisiva.
Nichols se volvió hacia el senador y hacia Schiller con el aire de quien se ha metido de pronto en arenas movedizas. El senador le echó un cable y respondió:
—No hemos tenido tiempo de organizar una búsqueda masiva —dijo, con franqueza—: No sabemos mucho más que hace cuatro días.
—El presidente… esperaba que… —empezó a decir Nichols, titubeante.
—Le ahorraré tiempo, señor Nichols —Hala concentró su mirada en Schiller—. Puede quedarse tranquilo, Julius, mi intervención incluirá una breve referencia al «inminente descubrimiento» de las antigüedades de la Biblioteca de Alejandría.
—Me alegra oír que ha cambiado de idea.
—Considerando los recientes sucesos, le debo a su gobierno ese favor.
Visiblemente aliviado, Nichols comentó:
—Su anuncio proporcionará al presidente Hasan una considerable ventaja política sobre Ajmad Yazid, y será una ocasión de oro para promover el nacionalismo egipcio en lugar del fundamentalismo religioso.
—No esperen gran cosa —protestó el senador—. Sólo estamos tapando las grietas de las paredes de un fuerte que se derrumba.
Schiller abrió los labios en una fría sonrisa.
—Daría el sueldo de un mes —dijo— por ver la cara de Yazid cuando se dé cuenta de lo que tenemos en nuestras manos.
—Me temo que intentará vengarse de Hala Kamil por el medio que sea —apuntó Schiller.
—No lo creo —replicó Nichols—. Si el FBI puede trazar el rastro desde los terroristas muertos hasta Yazid y, después, hasta el asesino responsable de la caída del avión y de la muerte de sus sesenta ocupantes, muchos egipcios moderados que no aprueban el terrorismo retirarán su apoyo al movimiento. Con una acusación internacional de dirigir estos actos terroristas sobre sus espaldas, Ajmad Yazid se lo tendrá que pensar dos veces antes de ordenar otro atentado contra la vida de la señora Kamil.
—El señor Nichols acierta en un punto —intervino Hala—: La mayor parte de los egipcios son musulmanes sunitas y no siguen el vocerío sangriento y revolucionario de los chiítas iraníes, sino que prefieren una transición progresiva que cambie poco a poco la lealtad al gobierno democrático por otro tipo de liderazgo de base religiosa. La mayoría de los egipcios no acepta los métodos sanguinarios de Yazid. En cambio —añadió Hala tras una pausa—, estoy en desacuerdo con el segundo punto: Yazid no descansará hasta verme muerta. Es demasiado fanático para rendirse y probablemente ya esté preparando en este mismo instante el próximo atentado contra mi vida.
—Tal vez la señora Kamil tenga razón; es preciso que sigamos muy de cerca a Yazid —avisó el senador.
—¿Qué planes tiene para después de la alocución a la asamblea? —quiso saber Schiller.
—Esta mañana, antes de abandonar el hospital, me han entregado una carta del presidente Hasan por medio de un agregado de nuestra embajada en Washington. El presidente Hasan desea reunirse conmigo.
—Si abandona usted las fronteras norteamericanas, no podremos garantizar su protección —le advirtió Nichols.
—Lo entiendo —respondió ella—, pero eso no me preocupa en exceso. Desde el asesinato del presidente Sadat, los servicios de seguridad egipcios se hicieron muy eficientes.
—¿Puedo preguntarle dónde se celebrará la reunión? —quiso saber Schiller—. ¿O es un asunto que no me incumbe?
—No será ningún secreto; de hecho, es un asunto que los medios de prensa de todo el mundo se ocuparán de airear —respondió Hala con indiferencia—. El presidente Hasan y yo mantendremos una entrevista durante las próximas reuniones sobre economía que se celebrarán en Punta del Este, Uruguay.
El Cord, destrozado y hecho un colador, ocupaba el centro del taller con su aspecto calamitoso. Esbenson dio la vuelta al coche lentamente y meneó la cabeza con gesto abatido.
—Es la primera vez que tengo que restaurar un coche de época sólo dos días después de entregarlo al cliente.
—Tuvimos un mal día —explicó Giordino. Al llevaba un collarín ortopédico, un brazo en cabestrillo y un aparatoso vendaje cubriéndole la oreja.
—Es un milagro que hayan sobrevivido todos.
Salvo seis puntos en la cabeza, la mayoría de ellos ocultos bajo el cabello, Pitt estaba indemne. Acercándose al coche, dio unos golpecitos sobre la abollada rejilla cromada del radiador como si el coche fuera un animal de compañía herido.
—Por fortuna, estos coches eran construidos para que durasen —comentó sin levantar la voz.
Lily apareció a la puerta de la oficina del taller, cojeando dolorosamente. Tenía una contusión en la mejilla izquierda y amoratado el ojo derecho.
—Tengo a Hiram Yaeger al teléfono —anunció.
Pitt asintió y posó una mano en el hombro de Esbenson.
—Déjelo mejor aún de lo que estaba.
—Eso costará seis meses y muchos billetes —respondió Esbenson.
—El tiempo no es problema y el dinero, tampoco —Pitt hizo una pausa y mostró una sonrisa—. Esta vez, el gobierno se hará cargo de la factura —se volvió, entró en la oficina y tomó el teléfono—. Hiram ¿tienes algo?
—Sólo un informe de situación —respondió Yaeger desde Washington—. He eliminado el mar Báltico y la costa de Noruega.
—Y no ha salido nada.
—Nada que merezca la pena. No hay coincidencias con los contornos geológicos o las descripciones geográficas del diario de a bordo del Serapis. Los bárbaros que Rufino menciona no se parecen en nada a los vikingos primitivos. Habla de individuos que parecían escitas, pero de tez más oscura.
—A mí me extrañó —reconoció Pitt—. Los escitas procedían del Asia central y no hay modo de confundirlos con los rubios nórdicos de piel clara.
—No veo razón para seguir la búsqueda por ordenador desde las costas noruegas hacia las aguas septentrionales de Rusia.
—Estoy de acuerdo. ¿Qué hay en Islandia? Los vikingos no se establecieron allí hasta quinientos años después. Tal vez Rufino se refería a esquimales.
—No —respondió Yaeger—. Lo he comprobado y los esquimales no emigraron nunca a Islandia. Rufino también habla de ese misterioso «gran mar de pinos enanos». No puede tratarse de Islandia, y no olvides que estamos hablando de un viaje de casi seiscientas millas por uno de los peores mares del mundo. Los registros marinos históricos son muy precisos: los capitanes de las naves romanas rara vez navegaban lejos de la vista de la costa durante más de dos días. La travesía desde la tierra europea más próxima hasta Islandia habría llevado a una embarcación del siglo cuatro, en condiciones ideales, cuatro días y medio.
—Entonces, ¿dónde probamos ahora?
—Recorreré de nuevo la costa occidental de África. Tal vez se nos haya escapado algo. Unos africanos de piel oscura y un clima más cálido parecen encajar mejor que los fríos países nórdicos, especialmente para unos hombres del Mediterráneo.
—Aún queda por explicar cómo pudo aparecer el Serapis en Groenlandia.
—Una proyección de los vientos y las corrientes puede darnos alguna clave.
—Esta noche vuelo de regreso a Washington —dijo Pitt—. Mañana pasaré a verte.
—Quizá tenga algo —dijo Yaeger, pero su tono de voz no reflejaba optimismo.
Pitt colgó y salió de la oficina. Lily lo miró con expresión esperanzada, pero rápidamente leyó la decepción en sus ojos.
—¿No hay buenas noticias? —preguntó.
—Parece que no damos con nada. —Pitt se encogió de hombros. Lily lo tomó del brazo.
—Yaeger lo encontrará —trató de animarlo.
—No puede hacer milagros.
Giordino consultó el reloj que llevaba en el brazo sano.
—No tenemos mucho tiempo para llegar al avión. Será mejor que nos pongamos en marcha.
Pitt se acercó al grupo, estrechó la mano de Esbenson y sonrió.
—Póngalo otra vez en condiciones, nos ha salvado la vida.
Esbenson lo miró fijamente.
—Sólo si me promete tenerlo a salvo de balas y de pistas de esquí.
—Hecho.
Cuando ya habían partido para el aeropuerto, Esbenson abrió una puerta trasera del Cord. Al hacerlo, se quedó con el tirador en la mano.
—¡Señor! —exclamó, pesaroso—. ¡Vaya estropicio!