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Llegaron una hora después del crepúsculo.
Hombres, mujeres y niños, algunos apenas en edad de andar. Todos sostenían velas encendidas. Las nubes bajas que habían quedado tras la lluvia despidieron un fulgor anaranjado al reflejar el inmenso mar de llamas oscilantes.
Llegaron en una oleada gigante hacia la orilla, alzando las voces poco a poco en un antiguo cántico. El sonido pasó de un murmullo a un potente rugido que hizo vibrar los cristales de las ventanas de Roma.
Campesinos refugiados y pobres urbanos que habían abandonado sus chozas de adobe, sus cabañas de planchas metálicas onduladas y sus chabolas de cartón en aldeas miserables o en los suburbios de las ciudades, avanzaron al unísono galvanizados por la promesa de Topiltzin de un nuevo amanecer del poderoso imperio azteca en sus antiguas tierras, ahora ocupadas por Estados Unidos. Eran gentes desesperadas que ocupaban los estratos más bajos de la sociedad y, sumidas en la pobreza, se aferraban a su única esperanza de una vida mejor.
Avanzaron a paso de tortuga, con zancadas cortas, hacia la flota de embarcaciones que los estaba aguardando. Bajaron por caminos embarrados, encharcados por la lluvia. Niños de corta edad lloraban de miedo mientras sus madres los llevaban de la mano o en brazos hacia las inestables balsas que se sumergían y escoraban durante el abordaje.
Cientos de caminantes fueron empujados al río por la masa que venía detrás. Se alzaron gritos de terror de una multitud de jóvenes víctimas al verse hundidos bajo las aguas. Muchos se ahogaron o fueron arrastrados por la corriente antes de que pudiera intentarse el rescate, tarea casi imposible ya que la mayor parte de los hombres estaba agrupada en la retaguardia.
Lentamente, en una desorganizada confusión, los cientos de barcas y balsas empezaron a surcar las aguas hacia la orilla opuesta.
Los focos del ejército norteamericano, junto a las luces de las unidades de televisión, iluminaron el confuso hervor que se acercaba por el río. Los soldados contemplaron con inquieta fascinación la tragedia del abordaje y la muralla humana que avanzaba hacia ellos.
El general Chandler estaba en el techo de la furgoneta de la policía de Roma, en el centro del Risco. Su rostro aparecía gris bajo las luces y en sus ojos había un aire de desesperación. La escena resultaba aún más pasmosa de lo que había temido.
—¿Puede ver eso, señor presidente? ¿Puede ver esa locura? —dijo por un micrófono prendido al cuello de su camisa.
El presidente contempló fijamente el enorme monitor de la sala de Situación.
—Sí, general. La transmisión llega con claridad.
Tomó asiento a la cabecera de la larga mesa, flanqueado por sus consejeros más próximos, miembros del gobierno y dos de los cuatro jefes del Estado Mayor Conjunto. Todos contemplaron el increíble espectáculo que recibían en sonido estereofónico y vividos colores.
Las barcas más rápidas habían tocado la orilla y sus pasajeros se apresuraban a descender. Cuando la primera oleada hubo terminado de cruzar y las embarcaciones emprendieron el regreso en busca de su siguiente carga, la masa se concentró y empezó a avanzar. Los contados hombres que habían cruzado empezaron a deambular arriba y abajo por la orilla provistos de megáfonos, animando a las mujeres a continuar adelante.
Agarrando a sus hijos y con las velas en alto, entre los cánticos en lengua azteca, las mujeres empezaron a fluir por las pendientes menos inclinadas, rodeando el saliente rocoso como un ejército de hormigas que se dividiera en torno a una roca con la intención de juntarse de nuevo al otro lado.
Las expresiones aterrorizadas de los niños y los gestos resueltos de sus madres frente a las bocas de las armas quedaron fielmente reflejados por las cámaras. Topiltzin había afirmado que sus poderes divinos las protegerían y ellas lo creían fervientemente.
—¡Dios santo! —exclamó Doug Oates—. Toda esa multitud está compuesta de mujeres y niños.
No hubo comentarios a la alarmante observación de Oates. Los hombres reunidos en aquel despacho de la Casa Blanca contemplaron con creciente inquietud cómo una nueva masa de mujeres empezaba a guiar a sus hijos por el puente hacia los tanques y blindados que les cerraban completamente el paso.
—General —dijo el presidente—. ¿Puede hacer una descarga cerrada por encima de sus cabezas?
—Sí, señor —respondió Chandler—. He ordenado a mis tropas que carguen balas de salva. El riesgo de herir a inocentes es demasiado grande para utilizar munición real.
—Una buena decisión —dijo el general Metcalf, del Estado Mayor—. Curtis sabe lo que hace.
El general Chandler se volvió hacia uno de sus ayudantes.
—Dé la orden de lanzar una descarga de salvas.
Su auxiliar, un comandante, transmitió la orden por un radiotransmisor:
—¡Andanada de salvas, fuego!
El rugido atronador escupió un muro de llamas en la noche. La descarga llegó como una ráfaga de viento y apagó muchas de las velas que sostenía la multitud. El estampido ensordecedor del cañón de un tanque y el tableteo de las armas automáticas resonó en el valle.
Diez segundos. Ése fue el plazo que transcurrió entre las órdenes de «fuego» y «alto el fuego» y lo que tardó en volver el eco desde las colinas bajas situadas detrás de Roma.
Un silencio paralizante, embriagado en el acre olor a pólvora, se adueñó de la desconcertada multitud.
Luego, los gritos de las mujeres rasgaron el silencio y a ellos se unieron muy pronto los chillidos de los niños aterrados. La mayoría se echó de bruces al suelo, presa del pánico, y el resto continuó de pie, paralizado. Un enorme griterío surgió entonces de la otra orilla cuando los hombres, a los que se había impedido cruzar con sus esposas e hijos, expresaron su temor de que los caídos estuvieran muertos o heridos.
Se formó una algarabía y durante los minutos siguientes pareció como si la invasión hubiera quedado detenida donde estaba.
En ese instante, los focos de la orilla mexicana cobraron vida y se dirigieron a una figura situada de pie sobre una pequeña plataforma que llevaban a hombros varios hombres vestidos con túnicas blancas.
Topiltzin tenía los brazos extendidos en una parodia de Cristo y gritaba por los altavoces, ordenando a las mujeres caídas de bruces que se levantaran y continuaran avanzando. Paulatinamente, el desconcierto se apaciguó y todos empezaron a advertir que no había muertos ni sangre. Muchas mujeres se echaron a reír histéricas al descubrir que no estaban heridas. Unos vítores surgieron ensordecedores de la multitud, convencida de que los poderes de Topiltzin habían obrado el milagro de protegerlas de las balas.
—Ha sacado provecho de esas salvas contra nosotros —dijo Julius Schiller con gesto de frustración.
El presidente movió la cabeza con abatimiento y murmuró:
—Como tantas veces ha sucedido en la historia de nuestra nación, nuestros esfuerzos humanitarios se vuelven en contra de nosotros.
—Chandler se encargará del asunto —dijo Nichols.
—Sí —asintió el general Metcalf, moviendo la cabeza lentamente—. Ahora, todo está en sus manos.
Había llegado el momento de la terrible decisión. No podían seguir retrasando el penoso asunto. El presidente, sentado en la seguridad del profundo sótano de la Casa Blanca, permaneció sumido en un extraño silencio. Había tenido la habilidad de pasar la bomba de relojería a los militares, determinando con ello que el general Chandler se convirtiera en cabeza de turco.
El presidente estaba entre la espada y la pared. No podía permitir que un ejército de extranjeros irrumpiera por la frontera impunemente, pero tampoco podía arriesgarse a provocar la caída de toda su administración dando la orden directa a Chandler de empezar a matar niños.
Ningún presidente se había sentido nunca tan impotente.
Las mujeres y niños, sin cesar en sus cánticos, estaban ya a escasos metros de las tropas atrincheradas a poca distancia de la orilla. La cabeza de la serpenteante columna de velas que cruzaba el puente internacional se hallaba casi encima de los tanques.
El general Curtis Chandler tenía tras él una larga e ilustre carrera militar, pero nada le esperaba ahora en el futuro, salvo una conciencia angustiada por el sentimiento de culpa. Su esposa había muerto un año antes a causa de una larga enfermedad y no habían tenido hijos. En su calidad de general de brigada de una estrella, el escaso tiempo que le quedaba para el retiro no le daba opción a subir de rango. Ahora, Chandler estaba sobre los riscos contemplando cómo cientos de miles de inmigrantes ilegales invadían su patria y preguntándose por qué su vida había tenido tan cruel culminación en aquel lugar y momento.
Su ayudante lo miraba con una expresión lindante en la desesperación.
—Señor, la orden de fuego.
Chandler contempló a los niños que avanzaban asidos nerviosamente a la mano de sus madres, con sus ojos grandes y oscuros iluminados por las velas.
—¿Sus órdenes, general? —imploró el auxiliar.
Chandler murmuró algo, pero el comandante no lo oyó debido a los cánticos.
—Lo siento, general, ¿ha dicho usted «fuego»?
El general se volvió y, con un destello en los ojos, repitió:
—Déjenlos pasar.
—¿Señor?
—Ésas son mis órdenes, comandante. No estoy dispuesto a irme a la tumba como un infanticida. Y, por el amor de Dios, no se le ocurra utilizar las palabras «no abran fuego», no sea que algún jefe de unidad entienda mal la orden.
El comandante asintió y se apresuró a comunicar por el micrófono:
—A todos los comandantes. Ordenes del general Chandler: no efectúen ningún movimiento hostil y dejen pasar a los inmigrantes entre nuestras líneas. Repito, no intervengan y déjenlos pasar.
Con infinito alivio, los soldados bajaron las armas y permanecieron tensos e inquietos durante unos minutos. Después, se relajaron y empezaron a coquetear con las mujeres y, arrodillándose, a jugar con los niños, persuadiéndolos con lisonjas para que se secaran las lágrimas.
—Perdone, señor presidente —dijo Chandler, hablando a una cámara—. Lamento tener que terminar mi carrera militar desobedeciendo una orden directa de mi comandante en jefe, pero he considerado que dadas las circunstancias…
—No se preocupe —respondió el presidente—. Ha hecho usted un trabajo espléndido. —Se volvió al general Metcalf y añadió—: No me importa el lugar que ocupe en el escalafón; ocúpese de que Chandler reciba otra estrella, por favor.
—Me sentiré muy feliz de hacer las gestiones, señor.
—Un gran acierto, señor presidente —intervino Schiller, comprendiendo que el silencio del presidente había sido una simulación—. Desde luego, conoce usted, muy bien a ese hombre.
El presidente respondió con una leve sonrisa en su mirada.
—Serví con Curtis Chandler en Corea, siendo ambos tenientes de Artillería. El general habría disparado contra una turba armada, agresiva y fuera de control, pero jamás lo haría contra mujeres y niños desarmados.
El general Metcalf comprendió también la jugada y apuntó:
—De todos modos, ha corrido usted un gran riesgo.
El presidente asintió. Luego, dijo:
—Ahora, tengo que responder ante el pueblo norteamericano por no presentar resistencia a la invasión del país por esas masas de extranjeros ilegales.
—Sí, pero su muestra de moderación será una valiosa moneda de cambio en futuras negociaciones con el presidente De Lorenzo y otros líderes centroamericanos —lo consoló Oates.
—Mientras tanto —añadió Mercier—, nuestras fuerzas militares y de seguridad se dedicarán con calma a rodear a los seguidores de Topiltzin y a conducirlos de nuevo al otro lado de la frontera, antes de que la amenaza de la formación de grupos espontáneos de autodefensa empiece a hacerse realidad.
—Quiero que la operación se lleve a cabo del modo más humanitario posible —dijo el presidente con firmeza.
—¿No hemos olvidado algo, señor? —preguntó Metcalf.
—¿General?
—La Biblioteca de Alejandría. Ahora, nada impide que Topiltzin se apodere de los objetos.
El presidente se volvió hacia el senador Pitt, que permanecía sentado en silencio en un extremo de la mesa.
—Bien, George, el ejército ha quedado eliminado y a usted le toca ser nuestro último hombre al bate. ¿Le importaría poner a todos al corriente de su plan alternativo?
El senador mantuvo la vista fija en la mesa. No quería que los reunidos apreciaran el destello de inquietud y temor de sus ojos.
—Es una apuesta arriesgada, un engaño creado por mi hijo Dirk. No sé describirlo de otro modo pero, si todo sale bien, Robert Capesterre, alias Topiltzin, no llegará a poner sus manos en los conocimientos de la antigua, biblioteca. Sin embargo, si nuestro intento fracasa como ya apuntan ciertos críticos, los Capesterre se apoderarán de México y el tesoro se perderá para siempre.