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—¡Maldita sea, Martin! —exclamó con brusquedad el presidente—. ¿No se olieron tus hombres en Oriente Medio el plan para secuestrar al Lady Flamborough?

Martin Brogan, el director de la CÍA, se encogió de hombros con gesto abatido. Estaba muy acostumbrado a cargar con las culpas de cada acto terrorista en el cual morían o eran tomados como rehenes ciudadanos norteamericanos. Los éxitos de la CÍA rara vez eran dados a la publicidad, mientras que sus errores eran objeto de investigaciones en el Congreso y de titulares en los medios de comunicación.

—El barco, con todo su pasaje y tripulación, ha sido secuestrado en las mismas narices de los mejores agentes de seguridad del mundo —replicó—. Quien haya planificado y ejecutado la operación es un tipo muy astuto. La propia envergadura de la acción no tiene comparación con ningún atentado terrorista anterior. A la vista de ello, no me sorprende que nuestra red contraterrorista no haya tenido ninguna información previa.

Alan Mercier, el consejero de Seguridad Nacional, se quitó las gafas y limpió ociosamente los cristales con el pañuelo.

—A mí tampoco me llegó nada —dijo, apoyando a Brogan—. El análisis de nuestros sistemas de control y escucha no reveló ningún indicio del posible secuestro de un barco de pasajeros y del rapto de dos dirigentes políticos extranjeros.

—Al enviar a George Pitt a reunirse con el presidente Hasan, he condenado a muerte a un viejo amigo —murmuró el presidente, apesadumbrado.

—No es culpa suya —le consoló Mercier. El presidente descargó el puño sobre el escritorio, colérico.

—El senador, Hala Kamil, De Lorenzo y Hasan —enumeró—. No puedo aceptar que todos hayan muerto.

—No lo sabemos con seguridad —dijo Mercier.

El presidente lo miró a los ojos.

—No se puede ocultar un crucero con toda esa gente a bordo, Alan. Incluso un estúpido político como yo lo sabe.

—Aún queda una posibilidad…

—¡Una posibilidad…! ¡Ninguna! Ha sido una misión suicida, pura y simple. Toda esa pobre gente, encerrada probablemente en alguna bodega mientras el barco era enviado al fondo del mar… Sin duda, los terroristas no tenían la intención de escapar y se hundieron también.

—Todavía no disponemos de todos los datos —protestó Mercier.

—¿Qué sabemos de cierto? —exigió saber el presidente.

—Nuestros expertos están ya en Punta del Este, colaborando con los servicios de seguridad uruguayos —explico Brogan—. Hasta ahora, sólo tenemos algunas conclusiones preliminares. Primera, el secuestro ha sido atribuido a un grupo árabe. Se han presentado dos testigos que pasaban en una lancha. Vieron al Lady Flamborough transbordando una carga desde una lancha de desembarco y escucharon a tripulantes de ambas embarcaciones hablando en árabe. La lancha de desembarco no ha sido localizada y se supone que ha sido hundida en algún lugar del puerto.

—¿Alguna idea sobre la carga? —preguntó Mercier.

—Lo único que recuerdan haber visto los testigos son algunos bidones —contestó Brogan—. Segundo dato, el despacho del capitán de puerto recibió un informe del crucero desaparecido diciendo que habían tenido una avería en el generador principal y que el barco utilizaría sólo las luces de navegación hasta que se terminara la reparación. Luego, en cuanto cayó la oscuridad, el barco sin luces levó el ancla y dejó el puerto, colisionando con un yate privado que transportaba un grupo de importantes hombres de negocios y diplomáticos latinoamericanos. El único tropiezo en una maniobra que, por lo demás, fue ejecutada perfectamente. Después, el barco desapareció.

—Un trabajo nada chapucero —comentó Mercier—. Todo lo contrario que el torpe segundo intento de asesinato de Hala Kamil.

—Eso fue obra de un grupo completamente distinto —añadió Brogan.

Dale Nichols abrió la boca por primera vez en la reunión para añadir:

—Que ustedes atribuyen directamente a Ajinad Yazid.

—Sí, los asesinos no fueron muy cuidadosos. Encontramos pasaportes egipcios en los cuerpos y uno de los terroristas, el jefe, fue identificado como un mullah y seguidor fanático de Yazid.

—¿Cree usted que Yazid es el responsable del secuestro?

—Desde luego, tiene motivos —respondió Brogan—. Con el presidente Hasan fuera de su camino, tiene una clara oportunidad de apoderarse del gobierno egipcio.

—Lo mismo puede decirse acerca de México. Topiltzin y De Lorenzo —afirmó Nichols sin variar el tono de voz.

—Una interesante coincidencia —dijo Mercier.

—¿Qué podemos hacer además de enviar un grupo de investigadores especiales a Uruguay? —preguntó el presidente—. ¿Cómo podemos colaborar en la búsqueda del Lady Flamborough?

—Respondiendo a la primera pregunta, muy poco —declaró Brogan—. La investigación está en buenas manos. Los jefes de la policía y de los servicios de inteligencia de Uruguay recibieron instrucción aquí y en Gran Bretaña. Conocen los procedimientos y cooperan abiertamente con nuestros expertos. —Hizo una pausa y evitó la mirada del presidente—. En cuanto a la segunda pregunta, poco podemos hacer, también. La Marina no tiene unidades patrullando el océano frente a las costas sudamericanas. Nuestro buque más próximo a la zona es un submarino nuclear que efectúa un ejercicio de prácticas frente a la Antártida. Nuestros amigos latinoamericanos lo están haciendo bien sin nosotros. Más de ochenta aviones militares y comerciales y un mínimo de catorce barcos de Argentina, Brasil y Uruguay están peinando la zona marítima próxima a Punta del Este desde el amanecer.

—Y no han descubierto una sola pista sobre lo sucedido con el Lady Flamborough —musitó el presidente. El escaso optimismo que aún conservaba estaba transformándose rápidamente en desaliento.

—Lo harán —replicó Mercier sucintamente.

—No cabe ninguna duda de que habrán de aparecer cuerpos y restos del naufragio —asintió Brogan ingenuamente—. Un barco de ese tamaño no puede desvanecerse sin dejar ningún rastro.

—¿Ha llegado ya la noticia a la prensa? —quiso saber el presidente.

—Me han informado de que las agencias informaron del suceso hace una hora —respondió Nichols. El presidente juntó las manos y las apretó con fuerza.

—En el Congreso le llevarán los demonios cuando descubran que uno de sus miembros ha sido víctima de un acto terrorista. Por no hablar del tipo de represalia que exigirán.

—Si se produjera una filtración, el mero propósito de la misión del senador sería suficiente para causar un gran escándalo —dijo Nichols.

—Es curioso —musitó el presidente—. Los terroristas pueden asesinar a líderes internacionales y diplomáticos, y a un montón de inocentes que nada tienen que ver con sus propósitos, y librarse del asunto con unos años de cárcel. En cambio, si nos ponemos a jugar con sus reglas y vamos a por ellos a tiro limpio, se nos tacha de inmorales y de vengadores sedientos de sangre. La prensa se nos echa encima y el Congreso exige investigaciones.

—Es duro ser los buenos —apostilló Brogan. Su voz empezaba a sonar cansada. Nichols se puso en pie y se estiró.

—No creo que debamos preocuparnos. No se registró nada por escrito ni en cinta y únicamente los presentes en esta sala sabemos el motivo de que el senador Pitt volara a Punta del Este para conferenciar con el presidente Hasan.

—Dale tiene razón —asintió Mercier—. Podemos buscar varias excusas para justificar el encuentro.

El presidente separó las manos y se frotó los ojos con gesto de cansancio.

—George Pitt no lleva ni un día muerto y todos tratamos ya de cubrirnos las espaldas.

—Ese problema no tiene importancia en comparación con las catástrofes políticas a que estamos haciendo frente en Egipto y México —dijo Nichols—. Si Hasan y De Lorenzo han muerto también, Egipto se convertirá en otro Irán y se perderá irremisiblemente para Occidente. Luego, respecto a México… —titubeó y, al fin, añadió—: Tendremos una bomba de tiempo a punto de estallar en nuestras propias fronteras.

—Como jefe del Gabinete y mi consejero más allegado, ¿qué medidas sugiere que adoptemos?

A Nichols se le hizo un nudo en el estómago y sus latidos se aceleraron. El presidente y los dos consejeros de Seguridad parecían estudiar sus ojos y se preguntó si la tensión que le comprimía las entrañas se debía al hecho de encontrarse en el centro de atención o a la premonición de una extraña catástrofe en el horizonte.

—Propongo que aguardemos a tener pruebas de que el Lady Flamborough y todos sus ocupantes se encuentran en el fondo del océano.

—¿Y si no llegan esas pruebas? —inquirió el presidente—. ¿Seguimos esperando hasta que Egipto y México, con sus líderes desaparecidos y presumiblemente muertos, caigan en manos de Ajmad Yazid y de Topiltzin, un par de megalómanos desquiciados? ¿Qué haremos entonces? ¿Qué acciones podemos emprender para detenerlos antes de que sea demasiado tarde?

—Salvo el asesinato, ninguna —admitió Nichols, frotándose el estómago con un gesto nervioso para aliviar el dolor—. Sólo podemos prepararnos para lo peor.

—¿Y lo peor es…?

—Damos por perdido Egipto —declaró Nichols con voz grave— e invadimos México.

El tesoro de Alejandría
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