57
Los ojos de Ammar reflejaron sin disimulo su sorpresa y decepción cuando el árabe advirtió que el frente del glaciar no se desprendía. Se volvió a Ibn y, con la voz ronca y llena de cólera, masculló:
—¿Qué ha salido mal? Debería oírse una serie de explosiones en cadena.
Ibn parecía petrificado.
—Me conoces bien, Suleiman Aziz. No cometo errores. Los explosivos deberían haber estallado. Ese grupo de comandos que vimos deslizarse desde el glaciar al barco debe haber encontrado y desarmado todas las cargas, salvo una.
Ammar alzó la vista al cielo por un instante, levantó las manos y las dejó caer de nuevo.
—Alá urde extraños planes para nuestras vidas —dijo filosóficamente. Después, una leve sonrisa iluminó sus labios—. El glaciar aún puede caer. Una vez a bordo de nuestro helicóptero, podemos dar una pasada y arrojar granadas en el interior de la fisura del hielo.
Ibn mostró también una sonrisa y declaró con fervor:
—Alá no nos ha abandonado. No olvides que estamos a salvo aquí, en la orilla, mientras los mexicanos van a correr con el trabajo de combatir a los norteamericanos.
—Sí, amigo mío, tienes razón. Debemos dar gracias a Alá por nuestra oportuna retirada. —Ammar contempló el crucero con gesto desdeñoso—. Pronto comprobaremos si los dioses aztecas del capitán Machado son capaces de protegerle.
—Ese tipo era un gusano… —De pronto, Ibn dejó de hablar y aguzó el oído; después, volvió la cabeza hacia la ladera de la montaña—. Disparos. Provienen de la mina.
Ammar prestó atención, pero escuchó algo más: el lejano pitido del silbato de la locomotora. El sonido era continuo y cada vez más alto. A continuación, vio el penacho de humo y observó con súbita sorpresa el tren que descendía a toda velocidad, inclinándose violentamente en un tramo de curvas antes de entrar como una bala en un largo tramo recto que conducía al embarcadero.
—¿Qué están haciendo esos estúpidos? —exclamó Ammar al ver el tren lanzado vía abajo y escuchar el silbato que llenaba el amanecer con su agudo chillido.
Los secuestradores y sus rehenes no estaban preparados para el increíble espectáculo que se abalanzaba ahora sobre ellos como un monstruo rabioso. Todos se quedaron petrificados, presa de una fascinada incredulidad.
—¡Que Alá nos salve! —balbució uno de los hombres con voz ronca.
—¡Sálvate tú mismo! —replicó Ibn, el primero en recuperarse de la sorpresa. Inmediatamente, empezó a gritar a todos que se apartaran de las vías. Con un gran revuelo, todos consiguieron alejarse de los raíles segundos antes de que las vagonetas de mineral, tiradas por la pequeña locomotora fuera de control, entraran en el embarcadero con los ejes de las ruedas vibrando en un movimiento borroso.
Los pilares y el suelo de madera se estremecieron ante la furiosa embestida. La última vagoneta saltó fuera de los raíles pero, sujeta por su gemela, fue arrastrada por el embarcadero alquitranado como un niño rebelde al que llevaran de la oreja entre gritos. Una nube de chispas saltó al aire debido al roce de las ruedas de acero contra los raíles. Por fin, la locomotora llegó al final de la vía y salió despedida por el estrecho embarcadero.
El tren pareció formar un arco en el aire por un instante a cámara lenta antes de que la máquina cayera definitivamente, hundiéndose en el fiordo. Milagrosamente, la caldera no estalló cuando sus paredes calientes entraron en contacto con el agua helada. La máquina desapareció con un gran siseo y una nube de humo, seguida por el sonoro chirrido del metal torturado mientras las vagonetas se apilaban una encima de otra.
Ammar e Ibn corrieron al extremo del embarcadero y contemplaron impotentes las burbujas y el vapor que surgían del agua.
—De las ventanas de la cabina colgaban los cuerpos de dos de nuestros hombres —dijo Ammar—. ¿Los has visto?
—Sí, Suleiman Aziz.
—¡Los disparos que has oído hace un momento! —exclamó Ammar, pálido de ira—. Nuestros hombres deben estar siendo atacados en la mina. Si nos damos prisa en ayudarlos antes de que el helicóptero sufra daños, todavía tendremos una oportunidad de escapar.
Ammar se detuvo sólo el tiempo suficiente para ordenar a uno de los hombres que cubriera la retaguardia con los prisioneros. Después, empezó a subir el tendido de vía estrecha al trote, seguido en fila india por los demás miembros de su grupo de secuestradores.
Ammar sentía en su fuero interno un temor y una incertidumbe crecientes. Si el helicóptero resultaba destruido, no habría escapatoria ni escondite alguno en aquella isla desierta. Las Fuerzas Especiales norteamericanas les darían caza uno por uno, o les dejarían morir de hambre y frío.
Ammar estaba dispuesto a sobrevivir aunque sólo fuera para poder matar a Yazid y para encontrar al demonio que le había seguido el rastro hasta la isla de Santa Inés y había dado al traste con sus complejos planes.
El ruido de los tiroteos aumentó y resonó por toda la montaña. Ammar jadeaba fatigosamente debido al esfuerzo de correr pendiente arriba, pero apretó los dientes y aceleró el paso.
El capitán Machado estaba en la sala del timón cuando notó la sorda detonación del glaciar. Por un instante se puso en tensión, atento a los sonidos, pero el único que captó fue el ligero tic-tac de un gran reloj semanal colocado sobre las ventanas del puente.
A continuación, su rostro palideció. El glaciar debía estar a punto de romperse, se dijo.
Machado corrió al cuarto del radiotelegrafista y encontró allí a uno de sus hombres que contemplaba el teletipo con aire estúpido. El hombre alzó la cabeza y lo miró inexpresivamente.
—Me ha parecido oír una explosión —dijo el hombre.
Machado sintió crecer dentro de él una sospecha.
—¿Has visto al radiotelegrafista o al jefe egipcio?
—No he visto a nadie.
—¿A ningún árabe?
—A ninguno, desde hace más de una hora. —El secuaz de Machado hizo una pausa y añadió—: No he visto uno solo de ellos desde que he dejado el comedor para entrar de servicio. Deben estar vigilando a los prisioneros y patrullando las cubiertas exteriores, ya que los muy estúpidos se ofrecieron voluntarios para esas tareas.
Machado estudió la silla vacía del radiotelegrafista con gesto pensativo.
—Tal vez no sean tan estúpidos.
Dio un paso hacia el panel situado delante del timón y echó un vistazo por las finas rendijas abiertas en la cubierta de plástico justo delante de los cristales del puente. Ya había suficiente luz para ver con claridad la parte delantera del barco.
Sus ojos percibieron amplios desgarrones en el plástico. Demasiado tarde, vio las cuerdas que bajaban desde lo alto del glaciar a través de las aberturas. Demasiado tarde, se volvió para lanzar la alarma por el sistema de comunicaciones del barco.
Antes de abrir la boca, se quedó paralizado.
En la portilla de entrada al puente había un hombre.
Un hombre vestido completamente de negro; sus manos y la pequeña parte del rostro que asomaba del pasamontañas también estaban ennegrecidas. En torno a su cuello colgaban unas gafas de visión nocturna. Llevaba un chaleco antibalas con varios bolsillos y pinzas de las que colgaban granadas aturdidoras y de fragmentación, tres machetes de aspecto sanguinario y diversos instrumentos mortíferos más. Machado entrecerró los ojos.
—¿Quién eres? —preguntó, consciente de que estaba cara a cara con la muerte.
Mientras hablaba sacó una pistola automática de 9 mm de la sobaquera con un movimiento relampagueante y efectuó un disparo.
Machado era bueno. Cualquier asesino se habría enorgullecido de él. Su bala dio al intruso en mitad del pecho.
Con un chaleco antibalas de un modelo más anticuado, la mera fuerza de la bala podría haber roto una costilla o detenido un corazón. Sin embargo, las protecciones utilizadas por los hombres de las Fuerzas Especiales eran el último grito en chalecos antibalas. Eran capaces de detener incluso una bala 308 de la OTAN y distribuir el impacto de modo que apenas dejara una contusión.
Dillinger se tambaleó ligeramente al ser alcanzado, dio un paso atrás y apretó el gatillo de su Heckler & Koch, todo en el mismo movimiento.
Machado también llevaba chaleco, pero de un modelo más antiguo. El proyectil de Dillinger lo agujereó y atravesó su pecho. El espinazo de Machado se dobló como un arco tensado y se tambaleó hacia atrás, cayendo contra la silla del capitán antes de derrumbarse en el suelo.
El vigía mexicano levantó los brazos y gritó:
—¡No dispare! ¡Estoy desarmado…!
El disparo de Dillinger a la garganta del hombre cortó de raíz la súplica, enviando al mexicano contra la brújula de la nave, donde quedó suspendido como un muñeco de trapo.
—No te muevas o abro fuego —dijo Dillinger, un poco tarde.
El sargento Foster salió de detrás del comandante y observó el cadáver del terrorista.
—Está muerto, señor.
—Se lo había advertido —comentó Dillinger despreocupadamente mientras introducía otro cargador en su arma.
Foster hizo rodar el cuerpo boca abajo con la punta de la bota. Una bayoneta de considerables proporciones cayó de una vaina que el mexicano llevaba bajo la ropa y rebotó en la cubierta.
—¿Intuición, comandante? —preguntó Foster.
—Nunca confío en un hombre que se declara desarmado…
De pronto, Dillinger se detuvo y escuchó. Los dos hombres escucharon el sonido al mismo tiempo y se miraron, desconcertados.
—¿Qué diablos es eso? —preguntó Foster.
—Aunque desaparecieron treinta años antes de que yo naciera, juraría que es el silbato de una vieja locomotora a vapor.
—Parece que viene de la montaña donde está la vieja mina.
—Yo creía que estaba abandonada.
—Esos tipos de la NUMA tenían que esperar a que el barco estuviera a salvo.
—¿Por qué razón iban a poner en marcha una vieja locomotora?
—No lo sé. —Dillinger hizo una pausa y fijó la vista en la lejanía, mientras en su interior crecía una súbita certeza—. A menos que… que estén tratando de decirnos algo.
—La detonación en el glaciar sorprendió a Hollis y su equipo en el salón-comedor, después de un furioso tiroteo.
Su equipo de submarinistas se había abierto paso rasgando la cubierta de plástico hasta encontrar un estrecho pasadizo entre los falsos contenedores. Después de penetrar con cautela por una portilla que conducía a un bar vacío anexo al comedor, los hombres se habían desplegado, ocultándose detrás de las columnas y el mobiliario: cuatro hombres cubrieron la escalera y otros dos los ascensores. La acción tomó por sorpresa al grupo de terroristas mexicanos de Machado.
Todos los terroristas menos uno cayeron abatidos al suelo en un abrir y cerrar de ojos. El último se quedó de pie en el mismo lugar donde había recibido varios disparos, con una expresión de odio y de indefinido asombro en sus ojos agonizantes. Instantes después, las piernas le fallaron y cayó redondo sobre la moqueta, tiñendo de un carmesí intenso su tejido, caro y de considerable grosor.
Hollis y su grupo continuaron avanzando, pasando con cautela por encima de los cuerpos o alrededor de ellos. Un crujido del muro de hielo que les heló la sangre pudo escucharse por todo el barco, haciendo tintinear un puñado de vasos y de botellas enteras tras la ornamentada barra del bar.
Los hombres del comando se miraron unos a otros con inquietud y se volvieron hacia su coronel, pero continuaron atentos a la situación y dispuestos para intervenir.
—El grupo del comandante Dillinger debe haberse descuidado una carga —murmuró Hollis con calma.
—Aquí no hay ningún rehén, señor —dijo uno de los hombres—. Todos parecen ser terroristas. Hollis estudió varios de los rostros sin vida. Ninguno de ellos parecía proceder de Oriente Medio. Debía tratarse de la tripulación del General Bravo, se dijo.
—Informe de su situación, comandante.
—Hasta el momento hemos encontrado poca oposición —respondió Dillinger—. Sólo hemos neutralizado a cuatro secuestradores. El puente es nuestro y hemos liberado a más de cien miembros de la tripulación que estaban encerrados en la bodega de equipajes. Lamento que no encontráramos todos los explosivos.
—Buen trabajo, comandante. Hizo bien en desarmar las cargas suficientes para que el glaciar no se rompiera. Ahora me dirijo a los camarotes principales para liberar a los pasajeros. Pida a los maquinistas que vuelvan a sus puestos y den energía al barco. No nos arriesguemos a permanecer bajo el farallón de hielo un minuto más de lo imprescindible. Y vayan con cuidado. Aquí hemos eliminado a otros dieciséis secuestradores, todos latinoamericanos. Debe haber todavía unos veinte árabes a bordo.
—Tal vez estén en tierra, señor.
—¿Por qué dice eso?
—Hace un par de minutos hemos oído el silbato de una locomotora. He ordenado a uno de mis hombres que subiera al mástil del radar para comprobarlo y me ha informado que efectivamente, un tren bajaba por la montaña desde la mina a toda velocidad. También ha visto cómo saltaba al agua desde un embarcadero próximo en el que se encontraban dos decenas de terroristas.
—Olvide eso por ahora. Rescatemos a los rehenes primero y ya bajaremos a tierra cuando hayamos puesto a salvo el barco.
—Entendido.
Hollis condujo a sus hombres al piso superior por la escalera principal y avanzó, silencioso como un susurro, por el pasillo al que se abrían los camarotes. De pronto, los soldados se colocaron en posición, inmóviles, mientras uno de los ascensores subía del piso inferior con un zumbido. La puerta se abrió y apareció un secuestrador, ajeno al asalto. El hombre abrió la boca. Fue el único movimiento que pudo hacer antes de que uno de los hombres le golpeara enérgicamente en la cabeza con el silenciador de su fusil.
Increíblemente, no encontraron centinelas en la puerta de los camarotes. Los soldados empezaron a abrir puertas a patadas y, al penetrar en las cabinas, encontraron a los consejeros y ayudantes de los presidentes egipcio y mexicano. Sin embargo, no había rastro de Hasan y De Lorenzo.
Hollis abrió violentamente la última puerta del pasillo, irrumpió en el interior y encontró ante sí a cinco hombres con uniformes de marinos. Uno de ellos se adelantó y miró a Hollis con desprecio.
—Podría haber utilizado el pestillo —masculló, mirando con recelo a Hollis.
—Usted es el capitán Oliver Collins, ¿verdad?
—Sí, soy Collins. Como si no lo supiera…
—Lamento lo de la puerta. Soy el coronel Morton Hollis, de las Fuerzas de Operaciones Especiales.
—¡Cielo santo, un norteamericano! —exclamó Finney, el primer oficial.
A Collins se le iluminó el rostro mientras se apresuraba a estrechar la mano de Hollis.
—Perdone, coronel. Creí que era uno de ellos. No sabe cuánto nos alegramos de verle.
—¿Cuántos secuestradores hay? —preguntó Hollis.
—Después de la subida a bordo de los mexicanos del General Bravo, calculo que son unos cuarenta.
—Sólo hemos encontrado veinte.
En las facciones de Collins se reflejaban las penalidades sufridas. Se le veía agotado, pero todavía era capaz de mantenerse firme.
—¿Han liberado ya a los dos presidentes, al senador Pitt y a la señora Kamil?
—Me temo que aún no les hemos encontrado.
Collins le dejó atrás y salió apresuradamente al pasillo.
—Los tenían en la suite principal, al otro extremo del pasillo.
Hollis lo alcanzó, sorprendido.
—Ahí no hay nadie —dijo—. Ya hemos mirado antes.
El capitán del crucero entró en la suite vacía pero sólo encontró unas sábanas arrugadas y el pequeño revoltijo desordenado que habían dejado los pasajeros. La serenidad que había mantenido hasta entonces le abandonó y se mostró profundamente aturdido.
—¡Dios mío, se los han llevado!
Hollis llamó de inmediato al comandante Dillinger por el micrófono. Dillinger tardó cinco segundos en responder.
—Le escucho, coronel. Adelante.
—¿Algún contacto con el enemigo?
—Ninguno. Creo que los hemos cazado a todos.
—Faltan al menos veinte secuestradores y los pasajeros de alto rango. ¿Ve algún rastro de ellos?
—Negativo. Ni el menor rastro.
—Muy bien, termine de inspeccionar el barco y haga que la tripulación lo saque al centro del fiordo.
—No podrá ser —respondió Dillinger con voz solemne.
—¿Problemas?
—Esos cerdos asesinos hicieron un buen trabajo en la sala de máquinas. Lo han destrozado todo. Tardaremos una semana en poner de nuevo en marcha este crucero.
—¿No tenemos energía?
—Lo siento, coronel. Aquí estamos, y aquí seguiremos. Estos motores no nos llevarán a ninguna parte. También han roto los generadores, incluidos los auxiliares.
—Entonces, tendremos que llevar a la tripulación y a los pasajeros a tierra en los botes salvavidas utilizando las manivelas manuales.
—Imposible, coronel. Estamos tratando con auténticos sádicos. También han destrozado los botes salvavidas. Han reventado los fondos de todos ellos.
El abrumador informe de Dillinger se vio subrayado por el ronco gemido que surgió del glaciar y recorrió el buque como un redoble de tambor. Esta vez no hubo vibraciones: sólo el gemido que se convirtió en un rugido sobrecogedor que se prolongó casi un minuto antes de apagarse y cesar por fin.
Hollis y Collins eran hombres valientes, de eso no cabía la menor duda, pero ambos vieron el miedo en los ojos del otro.
—El glaciar está a punto de romperse —dijo el coronel con voz sombría—. Nuestra única esperanza es cortar la cadena del ancla y rezar para que la corriente nos adentre en el fiordo.
—Faltan ocho horas para que vuelva la marea —respondió Hollis—. Créame, sé muy bien lo que me digo.
—No me da usted más que buenas noticias, coronel.
—La situación no parece muy halagüeña, ¿verdad?
—No parece muy halagüeña… —repitió Collins—. ¿Eso es todo lo que se le ocurre? ¡Hay casi doscientas personas a bordo del Lady Flamborough y deben ser evacuadas inmediatamente!
—No puedo agitar una varita mágica y hacer que el glaciar desaparezca —explicó Hollis—. Puedo poner a salvo a algunos en los botes hinchables y llamar a nuestro helicóptero para que vaya sacando a los demás, pero eso nos llevará una hora, por lo menos.
En la respuesta de Collins hubo un claro tono de impaciencia.
—En tal caso, le sugiero que lo haga mientras aún estamos vivos…
Interrumpió la frase ante el brusco gesto de Hollis, que pedía silencio con la mano. El coronel entrecerró los ojos de estupefacción mientras una voz desconocida surgía de pronto por sus auriculares.
—¿Estamos en su frecuencia, coronel Hollis? Cambio.
—¿Quién diablos está ahí? —exclamó Hollis.
—Capitán Frank Stewart, de la NUMA, al mando del Sounder. A su disposición. ¿Puedo llevarle a alguna parte?
—¡Stewart! —exclamó el coronel—. ¿Cuál es su posición?
—Si pudiera ver a través de toda esa basura que cuelga de su superestructura, me encontraría cruzando el fiordo a media milla a babor de su barco.
El coronel soltó un gran suspiro y dirigió un gesto de asentimiento a Collins.
—Un barco se dirige hacia nosotros. ¿Alguna instrucción?
Collins le observó, paralizado de incredulidad. Por fin, logró balbucir:
—¡Dios santo, sí! ¡Claro que sí! Dígale que nos remolque.
Trabajando febrilmente, la tripulación de Collins consiguió soltar las cadenas de las anclas, a proa y a popa y preparó los cabos de amarre.
En una maniobra de gran navegante, Stewart colocó la popa del Sounder debajo mismo de la proa del Lady Flamborough al primer intento. La tripulación del crucero lanzó a continuación dos gruesos cabos, utilizados normalmente para amarrar en puerto, que fueron sujetados rápidamente a las bitas de la cubierta del barco oceanógrafico. Éste no era el remolcador perfecto pero los barcos no tenían que ir muy lejos ni surcar mares tormentosos y el arreglo provisional quedó preparado en cuestión de minutos.
Stewart dio la orden de «avanzar despacio» hasta que los cabos entre ambos barcos quedaron tensados. Luego, lentamente, aumentó la velocidad hasta «avanzar a toda máquina» mientras volvía la cabeza, con un ojo en el glaciar y el otro en el crucero. Las dos hélices cicloidales del barco, una a popa y otra a proa, batieron el agua mientras el gran motor diesel luchaba por tirar de la carga.
El Sounder desplazaba la mitad de tonelaje que el Lady Flamborough y no había sido diseñado para arrastrar grandes pesos, pero tiró y tiró como un caballo percherón en un concurso, vomitando un humo negro por la chimenea.
Al principio no pareció suceder nada pero luego, lenta, casi imperceptiblemente, apareció un poco de espuma bajo la proa del Sounder. El barco avanzaba, arrastrando al reacio crucero fuera de la sombra del glaciar.
Pese al peligro, los tripulantes, pasajeros y soldados arrancaron la cubierta de plástico y se quedaron en las cubiertas, observando la maniobra y empujando al esforzado Sounder con sus pensamientos. Diez metros, luego veinte, cien… El hueco entre el buque y el hielo se ensanchó con angustiosa lentitud.
Y, por fin, el Lady Flamborough quedó fuera de peligro.
A bordo de ambos barcos, todos lanzaron un grito de alegría que resonó en el fiordo. Más tarde, el capitán Collins lo denominaría, humorísticamente, el grito que rompió la giba del camello.
Un potente crujido siguió a las voces de júbilo, creciendo hasta convertirse en un rugido ensordecedor. A los espectadores les pareció que el aire se electrizaba. Entonces, toda la pared frontal del acantilado de hielo cayó hacia adelante y golpeó las aguas del fiordo como un enorme petrolero botado de costado. El agua se agitó e hirvió, levantando una ola de tres metros que se extendió por el fiordo y levantó ambos barcos como si fueran tapones de corcho antes de seguir camino hacia el mar abierto.
El enorme iceberg recién formado flotó en las profundas aguas del canal del fiordo y su hielo brilló como un campo de diamantes anaranjados bajo el nuevo sol. Entonces, el eco del rugido llegó de la montaña y resonó en los oídos de los aturdidos espectadores, que aún no podían creer que hubieran sobrevivido.