64

Pitt se negó a volver en el avión postrado en una camilla. Prefirió ir sentado en un cómodo sillón de ejecutivo, con la pierna sobre el asiento de una silla colocada enfrente y admirando por la ventanilla las cumbres nevadas de los Andes. A la derecha, se adivinaban las verdes llanuras que indicaban los confines de las tierras altas brasileñas. Dos horas más tarde, una distante bruma grisácea anunció la proximidad de la abigarrada ciudad de Caracas y, poco después, se encontró contemplando el horizonte donde el verde turquesa del Caribe se fundía con el cielo azul cobalto. A cuarenta mil pies de altura, las aguas acariciadas por el viento parecían una hoja de papel rizado.

El reactor de transporte de personalidades de la fuerza aérea no era muy grande —Pitt no hubiera cabido de pie—, pero sí muy lujoso. Se sentía como si estuviese uno en el juguete caro de algún niño rico.

Su padre no estaba muy hablador. El senador pasó la mayor parte del vuelo trabajando sobre su maletín, tomando unas notas para la reunión con el presidente.

Sólo habían mantenido una breve conversación. Cuando Pitt le preguntó cómo era que se encontraba a bordo del Lady Flamborough en Punta del Este, el senador ni se molestó en levantar la vista antes de responder.

—Una misión para el presidente —se limitó a decir, cerrando la posibilidad de nuevas preguntas sobre el tema.

Hala también se mantuvo ocupada en sus asuntos, usando el teléfono de la aeronave constantemente para disparar órdenes a sus colaboradores del edificio de las Naciones Unidas en Nueva York. El único gesto que dedicó a Pitt fue una breve sonrisa cuando sus ojos se cruzaron un instante.

Qué pronto estaban olvidando, pensó Pitt ociosamente.

Volvió sus pensamientos a la búsqueda de los tesoros de la Biblioteca de Alejandría. Pensó en interrumpir el monopolio telefónico de Hala para tener un informe de los progresos de Yaeger, pero ahogó su curiosidad en un dry martini cortesía de la azafata y decidió esperar a conocer las novedades de primera mano en presencia de Lily y Yaeger.

¿Qué río había remontado Venator antes de enterrar los preciados objetos? Podía ser cualquiera de los mil que desembocaban en el Atlántico entre el San Lorenzo, en Canadá, y el río de la Plata, en Argentina. No, no cualquiera. Yaeger tenía la teoría de que el Serapis había tomado agua y efectuado reparaciones frente a lo que más tarde sería Nueva Jersey, el río desconocido tenía que estar al sur, mucho más al sur que los ríos que daban a la bahía de Chesapeake.

¿Era posible que Venator hubiera conducido su flota hasta el golfo de México y Misisipí arriba? El río actual podía ser muy diferente al de hacía dieciséis siglos. Tal vez habían surcado el Orinoco, en Venezuela, que era navegable casi cuatrocientos kilómetros. O quizá el Amazonas.

Dejó vagar su mente ante lo irónico del asunto. Si podía demostrarse fehacientemente el viaje de Junio Venator a América con el hallazgo de los contenidos de la biblioteca enterrados, sería preciso revisar los libros de historia y escribir nuevos capítulos.

Los pobres Leif Eriksson y Cristóbal Colón serían relegados a simples notas a pie de página.

Pitt estaba todavía en estas divagaciones cuando lo interrumpió la azafata para indicarle que se abrochara el cinturón.

Anochecía y el avión había hundido la proa y se deslizaba en un largo viraje lateral hacia la base Andrews de las fuerzas aéreas. La luminosa extensión de Washington pasó bajo las alas y Pitt se encontró pronto descendiendo las escalerillas con la ayuda de un bastón improvisado sobre la marcha con un tubo de aluminio que le había regalado el Lady Flamborough. Por fin, pisó el asfalto casi en el lugar exacto en que lo había hecho a su llegada de Groenlandia.

Hala bajó del reactor y se despidió de él. La mujer continuaba en el avión hasta Nueva York.

—Te has convertido en un preciado recuerdo para mí, Dirk Pitt.

—Aún tenemos pendiente una cita para cenar.

—La próxima vez que visites El Cairo. Correrá de mi cuenta.

El senador escuchó el comentario e intervino.

—¿El Cairo, señora Kamil? ¿No Nueva York?

Hala le dedicó una sonrisa digna de la bella Nefertiti.

—Voy a dimitir como secretaria general y regresaré a mi país. La democracia agoniza en Egipto y puedo hacer más para mantenerla viva si trabajo en medio de mi pueblo.

—¿Y Yazid?

—El presidente Hasan ha prometido ordenar su arresto domiciliario.

—Tenga cuidado —le recomendó el senador con un gesto ceñudo de preocupación—. Yazid sigue siendo un hombre peligroso.

—Si no es Yazid, siempre habrá otro maníaco esperando al acecho. —Sus dulces ojos negros ocultaban el temor que le atenazaba el corazón. El senador le dio un abrazo paternal y ella añadió—: Dígale a su presidente que Egipto no se convertirá en una nación de locos fanáticos.

—Le transmitiré sus palabras.

Hala se volvió hacia Pitt. Estaba a punto de enamorarse de él pero luchó por reprimir sus sentimientos con toda la fuerza de voluntad que poseía. Notó que le vacilaban las piernas cuando tomó entre las suyas las manos de Pitt y contempló su rostro siempre joven. Por un instante se vio, con los ojos de la imaginación, enroscada en su cuerpo, acariciando su piel musculosa; luego, con la misma rapidez, borró la imagen de su mente. Había encontrado en aquel hombre una breve y satisfactoria realización que se había negado mucho tiempo, pero sabía que no podría nunca dividir su amor entre Egipto y un solo hombre.

Su vida pertenecía a aquéllos que no tenían más que la miseria y la pobreza.

Besó a Pitt con ternura y le susurró:

—No me olvides.

Antes de que pudiera responder, Hala se había vuelto y corría escalerilla arriba hacia el avión. Pitt se quedó mirando el hueco vacío de la portezuela un largo instante.

El senador adivinó sus pensamientos y los interrumpió.

—Han mandado una ambulancia para llevarte al hospital.

—¿Al hospital? —repitió Pitt con voz ausente y con la mirada aún fija en la portezuela que se cerraba. Los motores del reactor silbaron al aumentar de revoluciones y el aparato empezó a recorrer la pista de servicio hacia la de despegue.

Pitt se quitó los vendajes de la cabeza y el rostro y los arrojó hacia el chorro de los reactores del aparato, que enviaron las vendas dando vueltas por el aire como si fueran serpientes voladoras.

Hasta que el reactor no hubo despegado, Pitt no respondió a su padre. Entonces, declaró tajantemente:

—No pienso ir a ningún maldito hospital.

—Te estás excediendo un poco, ¿no crees? —dijo el senador con paternal preocupación, consciente de que era una pérdida de tiempo y de energías hacer recomendaciones a alguien tan independiente como su hijo.

—¿Cómo vas a la Casa Blanca? —preguntó Pitt. El senador señaló con la cabeza un helicóptero que aguardaba a un centenar de metros de ellos y respondió:

—El presidente se ha ocupado de mi transporte.

—¿Te importa dejarme en la NUMA?

Su padre lo miró con aire socarrón.

—No querrás saltar en marcha, ¿verdad?

Pitt sonrió.

—Estar contigo siempre me recuerda de qué rama de la familia procede mi sentido más sádico del humor.

El senador pasó el brazo en torno a la cintura de su hijo.

—Vamos, hijo, deja que te ayude a llegar al helicóptero.

Pitt notó un nudo de tensión en el estómago mientras subía en el ascensor y veía encenderse los botones de los pisos que le faltaban para llegar a la planta donde se encontraba el complejo de ordenadores de la NUMA. Lily lo esperaba en el vestíbulo cuando las puertas se abrieron y Pitt salió cojeando.

La muchacha lucía una ancha sonrisa que se convirtió en una mueca helada cuando vio su aspecto cansado y molido, la larga costura de su mejilla, el bulto de las vendas bajo el suéter de lana de cuello alto que le había prestado su padre y la pierna que arrastraba, apoyado en el bastón. Tras unos segundos, Lily recuperó resueltamente la sonrisa.

—Bienvenido a casa, marinero.

Avanzó hacia él y le pasó los brazos en torno al cuello. Pitt dio un respingo y soltó un gemido por lo bajo. Lily saltó hacia atrás al instante.

—¡Oh, lo siento!

—No te apartes —replicó Pitt, tomándola por la cintura y apretando sus labios contra los de ella. La barba sin afeitar rascaba su piel y Lily aspiró su aroma deliciosamente varonil, mezclado con el olor a ginebra.

—Hay algo de especial en los hombres que sólo vuelven a casa una vez por semana —dijo ella por fin.

—Y en las mujeres que esperan —añadió Pitt, retrocediendo un paso y echando un vistazo a su alrededor—. ¿Qué habéis descubierto Hiram y tú desde que me fui?

—Que sea Hiram quien te lo cuente —respondió la muchacha con aire frívolo, al tiempo que lo tomaba de la mano y lo conducía por las instalaciones informáticas.

Yaeger salió apresuradamente de su despacho y, sin una palabra de saludo o de interés por las heridas de Pitt, fue directamente al grano.

—¡Lo hemos encontrado! —anunció con gesto ampuloso.

—¿El río? —concretó Pitt, expectante.

—No sólo el río, sino que creo poder situarte en una zona de cinco kilómetros cuadrados donde ha de estar la cueva del tesoro.

—¿Dónde está?

—En Texas. Un pequeño pueblo fronterizo llamado Roma.

Yaeger tenía el aspecto complacido y satisfecho de un tiranosaurio Rex que acabara de zamparse un brontosaurio.

—Lleva ese nombre porque está situado entre siete colinas, como la capital de Italia. Unas colinas bastante bajas, lo reconozco; casi insignificantes. Pero también existen informaciones acerca del supuesto hallazgo de objetos de la época romana clásica en excavaciones realizadas en la zona. Los arqueólogos de prestigio se han burlado de tales hallazgos, naturalmente, pero ¿qué saben ellos?

—Entonces, el río es…

—El río Bravo del Norte, según la denominación en español —reveló Yaeger—. Más conocido, a este lado de la frontera, como río Grande.

—Río Grande…

Pitt repitió las palabras lentamente, apurando el sabor de cada sílaba; le resultaba difícil aceptar la verdad tras decenas de corazonadas fallidas, de suposiciones infundadas y de especulaciones que no llevaban a ninguna parte.

—Es una verdadera lástima —comentó Yaeger, malhumorado.

—¿Por qué lo dices? —replicó Pitt, mirándolo con cierta sorpresa. Yaeger sacudió la cabeza enérgicamente y añadió:

—Porque esos tejanos se pondrán aún más insoportables cuando sepan lo que han tenido debajo de sus traseros durante los últimos dieciséis siglos.

El tesoro de Alejandría
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