27

El reloj digital de Ismail marcaba las 7.58. Tendido tras un pequeño abeto, observó el refugio. Una columna de humo se elevaba en volutas de una de las chimeneas mientras por los respiraderos de la calefacción surgía una nube de vapor. Ismail sabía que Hala Kamil solía levantarse temprano y que era una buena cocinera, por lo que intuyó, que la mujer ya estaba en pie y preparaba el desayuno de sus guardaespaldas.

Ismail era un hombre del desierto, poco acostumbrado al frío que le atenazaba. Tenía ganas de incorporarse, agitar los brazos y pisar con fuerza sobre la nieve. Los dedos de los pies le dolían y notaba las manos entumecidas dentro de los guantes. La agonía provocada por el frío le estaba invadiendo la mente y ralentizaba su tiempo de reacción. Se estaba adueñando de él una sensación de creciente temor, de miedo a fracasar en su misión y morir sin conseguir su propósito.

La inexperiencia de Ismail se dejaba ver a cada instante. En aquel momento crucial de la misión, se estaba dejando llevar por el nerviosismo. De pronto, se preguntó si los odiados norteamericanos no sospecharían o se habrían enterado de algún modo de su presencia allí. Nervioso y asustado, la mente de Ismail empezó a perder la capacidad para tomar decisiones rápidas y acertadas.

Una rápida mirada a la furgoneta detenida a la entrada del camino particular del refugio. 7.59. Cada cuatro horas se producía el cambio de turno entre los guardaespaldas abrigados al calor del refugio y los que se acurrucaban en el interior del vehículo. En cualquier momento, los hombres del relevo aparecerían a la puerta de la casa para recorrer los cien metros que los separaban de la furgoneta.

Ismail volvió la atención al hombre que hacía la ronda en torno al refugio, recorriendo un sendero perfectamente identificable en la nieve del jardín. Estaba acercándose lentamente al árbol de Ismail; exhalando nubes de vapor al respirar y con los sentidos alerta por si captaban algún indicio fuera de los ordinarios.

La monotonía y el intenso frío no habían disminuido la atención del agente del Servicio Secreto, cuyos ojos barrían la zona como antenas de radar. Faltaba menos de un minuto para que descubriera el rastro de Ismail en la nieve.

El árabe masculló un juramento para sí y se apretó más contra la nieve. Sabía que estaba terriblemente poco protegido y que las agujas del abeto que lo ocultaban de la vista no podrían detener las balas.

Las 8.00 en punto. Se abrió la puerta delantera del refugio y salieron dos hombres que lucían gruesos gorros y chaquetas de esquí forradas de plumón. Automáticamente, los dos hombres estudiaron el paisaje nevado mientras avanzaban por el sendero conversando en voz baja.

El plan de Ismail consistía en esperar a que los hombres de relevo llegaran a la furgoneta para sorprender a los cuatro vigilantes a la vez. Sin embargo, calculó mal y se colocó en posición demasiado pronto. Los dos hombres sólo habían recorrido unos cincuenta metros del sendero cuando el agente que hacía la ronda en el exterior del refugio descubrió las huellas de las pisadas de Ismail.

El agente se detuvo y acercó el transmisor a sus labios, pero sus palabras fueron interrumpidas por una serie de disparos surgidos de la ametralladora ligera de Ismail, una Heckler & Koch MP5.

El plan del árabe, propio de aficionados, había tenido un mal comienzo. Un profesional habría eliminado al agente de un único disparo en el entrecejo con una pistola semiautomática dotada de silenciador. Ismail agujereó el abrigo del hombre en la zona del pecho con diez balas, mientras otras veinte quedaban esparcidas en la arboleda del fondo.

Uno de los árabes del comando empezó a lanzar granadas contra la furgoneta frenéticamente, mientras otro rociaba de plomo el vehículo desde uno de los lados. Los asaltos sofisticados quedaban fuera de las posibilidades de la mayoría de terroristas, para quienes la limpieza en la ejecución del golpe era tan ajena como el jabón líquido. Su única esperanza era tener la fortuna de su lado y, en efecto, una de las granadas consiguió penetrar por el parabrisas de la furgoneta y estalló con un potente ruido sordo. La explosión no guardó ningún parecido con los efectos especiales de las películas de acción. El depósito de gasolina no estalló en una bola de fuego, pero la furgoneta reventó y saltó en pedazos como si fuera una lata de conservas.

Los dos ocupantes resultaron muertos instantáneamente.

Excitados ante el baño de sangre, los dos asesinos, ninguno de los cuales tenía aspecto de haber cumplido los veinte años, continuaron su ataque sobre la furgoneta destrozada hasta vaciar los cargadores de sus fusiles, en lugar de concentrarse en los agentes situados en el camino; éstos se pusieron a cubierto tras los árboles y abrieron fuego con disparos precisos de sus armas, que abatieron rápidamente a los dos atacantes.

Calculando con acierto que era inútil ir en ayuda de sus colegas de la furgoneta, los dos agentes iniciaron la retirada hacia el refugio corriendo de costado, espalda contra espalda. Uno de los dos cambió unos disparos con Ismail, que había encontrado refugio tras una gran peña cubierta de musgo.

La confusión de la escamaruza inicial echó por tierra la estrategia de Ismail.

Los otros diez componentes del grupo terrorista deberían haber corrido a la puerta trasera del refugio al escuchar el sonido de los disparos de Ismail, pero perdieron un tiempo precioso al tener que avanzar por un terreno donde la nieve llegaba a la altura de las rodillas. Su asalto llegó tarde y fue repelido eficazmente por los agentes situados en el interior de la casa.

Uno de los árabes consiguió ponerse a cubierto provisionalmente bajo el muro norte del refugio, extrajo el seguro de una granada y la arrojó contra una gran ventana corredera, pero se equivocó al calcular el grosor del cristal y la granada rebotó en éste. El hombre apenas tuvo tiempo de poner una expresión de terror antes de que el estallido de la granada lo destrozara.

Los dos agentes ganaron la escalinata de entrada y alcazaron de un salto la puerta delantera. Los árabes los recibieron allí con una barrera de fuego que acertó a uno de los hombres en la espalda, haciéndole caer con el cuerpo dentro de la casa y asomando únicamente los pies en el umbral. El herido fue arrastrado con rapidez al interior y la puerta se cerró de un golpe en el preciso instante en que tres decenas de balas y una granada la reventaban, convirtiéndola en astillas.

Las ventanas se desintegraron en una lluvia de cristales pero los sólidos muros de troncos resistieron sin problemas la explosión. Los agentes abatieron a otros dos hombres del grupo de Ismail, pero el resto de los atacantes continuó avanzando, utilizando las rocas y los pinos como protección. Cuando lograron llegar a unos veinte metros de la casa, empezaron a lanzar granadas contra las ventanas.

En el interior del refugio, uno de los agentes empujó sin miramientos a Hala para que se protegiera en el hueco de la chimenea, apagada a aquella hora de la mañana. El hombre se disponía a arrastrar un escritorio delante del hueco para proteger mejor a la mujer cuando una lluvia de balas, disparadas por la ventana, rebotó en la repisa de piedra de la chimenea y tres de los proyectiles hirieron al agente en el hombro y el cuello. Hala no pudo verlo, pero escuchó el ruido sordo del cuerpo al caer al suelo de madera.

Ahora, las granadas de mano estaban teniendo un efecto mortífero. A corta distancia, la metralla causaba más daño en los tejidos humanos, que las balas de fusil. La única defensa posible de los agentes era un fuego sostenido y preciso, pero no habían previsto la posibilidad de un asalto en toda regla y sus pequeñas reservas de munición estaban reduciéndose a los últimos cargadores.

Inmediatamente después de los disparos iniciales de Ismail se había transmitido una petición de ayuda, pero la llamada de emergencia llegó a las oficinas del Servicio Secreto en Denver y se perdió un tiempo precioso hasta que se pudo notificar a la policía local y sus unidades móviles se pusieron en marcha.

Una granada estalló en un almacén, prendiendo fuego a una lata de diluyente de pintura. Seguidamente, se incendió una lata de gasolina utilizada para llenar el depósito de la máquina quitanieve y no tardó en quedar envuelto en llamas todo un costado de la casa.

Los disparos cesaron mientras el fuego se extendía. Los árabes fueron cerrando el cerco cautelosamente, formando un círculo en torno al refugio con los fusiles automáticos apuntados hacia las puertas y ventanas, esperando pacientemente a que las llamas obligaran a salir a los posibles supervivientes.

Sólo dos de los agentes del Servicio Secreto continuaban en pie. El resto había quedado tendido en el suelo, con sus cuerpos ensangrentados entre los fragmentos destrozados del mobiliario. El voraz incendio se extendió a la cocina y a la escalera trasera, alcanzando los dormitorios del piso superior y adquiriendo unas proporciones que hacían imposible apagarlo. El calor se hizo pronto insoportable para los defensores que resistían en la planta baja.

El aullido de unas sirenas procedentes del pueblo resonó en el valle, acercándose a la casa.

Uno de los agentes apartó el escritorio que protegía a Hala en el hueco del hogar y la condujo gateando hasta una ventana baja.

—Están llegando los hombres de la policía local —dijo apresuradamente—. Tan pronto como atraigan la atención de los terroristas, saldremos de la casa a la carrera antes de quedar asados aquí dentro.

Hala sólo pudo asentir sin palabras. Apenas podía escuchar las instrucciones, pues el estampido de las explosiones le había afectado los tímpanos. Tenía los ojos llenos de lágrimas y apretaba con fuerza un pañuelo contra la nariz y la boca para filtrar la humareda, cada vez más densa.

En el exterior, Ismail seguía tendido en el suelo boca abajo, presa de la indecisión, con su ametralladora automática entre las manos. El refugio se había convertido rápidamente en un infierno y de sus ventanas surgían grandes llamaradas e imponentes columnas de humo. Si había alguien con vida en el interior, tendría que salir en los segundos siguientes o moriría abrasado.

Sin embargo, Ismail no pudo esperar más para emprender la retirada, pues ya podía ver entre los árboles los destellos rojos y azules de las luces de la patrulla policial que se acercaba por la carretera.

Del grupo original de doce hombres quedaban siete, contándose él. Los posibles heridos deberían ser rematados por los supervivientes para evitar que alguno de ellos fuera interrogado por los funcionarios de inteligencia norteamericanos. Gritó una orden a sus hombres y éstos se alejaron de la casa en dirección al sendero de acceso.

Los primeros policías en llegar se detuvieron haciendo patinar el coche y bloqueando el camino. Mientras uno comunicaba su posición por radio, su compañero abrió con cautela la portezuela y contempló la furgoneta y el refugio en llamas, empuñando el revólver.

Sus órdenes eran sólo de observar, informar y esperar la llegada de refuerzos. Ésa era la táctica habitual cuando había que enfrentarse a delincuentes armados y peligrosos, pero, por desgracia, no funcionó frente al pequeño ejército de terroristas que, de improviso, abrió fuego con una ráfaga de disparos que cosió el coche patrulla y acabó con los dos policías sin darles tiempo a reaccionar.

A una señal de un agente del Servicio Secreto asomado a la ventana, Hala fue levantada por el hueco de ésta y arrojada al exterior, donde rodó por el suelo. Los agentes saltaron tras ella, la agarraron rápidamente por los brazos y echaron a correr, avanzando a trompicones por la nieve en dirección a la carretera.

Apenas habían cubierto treinta pasos cuando uno de los hombres de Ismail advirtió su presencia y dio la voz de alarma. En torno a los supervivientes en fuga, las balas se clavaban en los troncos y hacían saltar algunas ramas. De pronto, un agente levantó los brazos con las manos extendidas al cielo, dio unos pasos tambaleándose y cayó boca abajo en la nieve.

—¡Intentan cortarnos el paso a la carretera! —gritó el otro agente—. Tiene que intentar llegar hasta ella. Yo me quedaré a hacerles frente para retrasar su avance.

Hala empezó a decir algo pero el agente la hizo volverse en la dirección adecuada y le dio un empujón nada delicado para ponerla en marcha.

—¡Corra, maldita sea! —aulló.

Sin embargo, el hombre se daba cuenta de que era demasiado tarde. Cualquier esperanza de escapar con vida era vana. Al salir de la casa en llamas habían tomado la dirección equivocada y habían corrido justo hacia los dos Mercedes Benz aparcados entre los árboles junto a la carretera. Desesperado, comprendió que los coches pertenecían a los terroristas. No tenía alternativa y, ya que no podía detener a sus perseguidores, decidió que al menos los retrasaría el tiempo suficiente para que Hala pudiera subirse a algún coche que pasara. En un movimiento suicida, el agente corrió hacia los árabes con el dedo hundido en el gatillo de su ametralladora y gritando todas las obscenidades que se le ocurrieron.

Ismail y sus hombres se quedaron paralizados de la sorpresa por un instante ante lo que les pareció un demonio que se les venía encima. Durante dos incrédulos segundos titubearon. Después recuperaron el aplomo y dispararon una ráfaga al valeroso agente del Servicio Secreto, abatiéndolo a mitad de carrera.

Aunque no sin que antes derribara a tres de ellos.

Hala también vio los coches y a los terroristas corriendo en dirección a ellos. Oyó a su espalda una atronadora salva de disparos. Jadeando y tosiendo, con el cabello y las ropas chamuscados, saltó a una pequeña zanja y escaló el otro lado hasta quedar tendida sobre una superficie dura.

Levantó ligeramente la cabeza y se encontró contemplando el negro asfalto de la carretera. Se puso en pie y echó a correr sabiendo que con ello sólo retrasaba lo inevitable, comprendiendo con terrible certeza que en cuestión de minutos estaría muerta.

El tesoro de Alejandría
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